Había palabras que no comprendía. Cuando ambos hermanos hablaban rápido en su lengua materna no era fácil seguirles la conversación. Daniela y Clarence habían aprendido bastante pasolobinés a fuerza de escuchar a los vecinos y familiares, pero en casa habían cedido al castellano, entre otras razones, porque sus respectivas madres no eran del valle. Escondida tras los arbustos, Clarence lamentó más que nunca no conocer en profundidad la lengua oral de sus antepasados como la conocían Laha e Iniko. No tenía problemas para leerla, y de hecho su tesis doctoral había sido sobre la gramática del dialecto, pero su pronunciación no era todo lo perfecta que ella hubiera deseado.
No obstante, los nombres propios se entendían más que bien. Efectivamente, hablaban de Laha y Daniela. Al cabo de un rato, su oído se había acostumbrado a los sonidos y podía comprender el diálogo de los hermanos con absoluta claridad.
—¡Tienes que hacer algo, Kilian!
—¿Y qué quieres que haga? Si hablo con ella, tendré que contar todo y no creo que sea eso lo que quieres.
Golpe de machete.
—¡No hace falta que cuentes todo! ¡Solo lo tuyo con esa mujer!
—Eso es asunto mío.
—Ya no, Kilian, ya no. Esto no está bien. Daniela y ese hombre… ¿Es que no estás ni siquiera intranquilo?
Golpe de machete.
—Era inevitable. Al final lo he comprendido.
—Kilian, me estás preocupando. ¡Por Dios bendito! ¡Son hermanos! ¿Cómo pudiste perder el sentido común con esa negra de esa manera?
Golpe de machete.
Una pausa.
Por el tono, Clarence visualizó a Kilian mordiendo las palabras.
—Se llamaba Bisila, Jacobo. Se
llama
Bisila. Haz el favor de referirte a ella con respeto. ¡Pero qué digo! ¡Tú respetar a Bisila!
Golpe de machete.
—¡Cállate!
—Hace un momento me pedías que hablara.
—¡Para que confirmes que tú eres el padre de Laha y ya está! Relación terminada y nos olvidamos del tema.
—Sí, como hemos hecho durante casi cuarenta años… Ya me separé una vez de él, Jacobo, y no pienso volver a hacerlo. Además, si conozco a mi hija como creo que la conozco, no se olvidará de Laha tan fácilmente. Y si Laha se parece un poco a su madre, por poco que sea, tampoco dejará libre a Daniela.
—¡Y lo dices tan tranquilo!
Golpe de machete.
—¡Sí! Me alegro de haber vivido para verlo. ¿Me oyes? ¡No sabes cuánto me alegro!
Clarence se asomó un poco para observarlos mejor.
Kilian había dejado el machete en el suelo y se llevaba la mano derecha a la axila izquierda como si quisiera acariciar su pequeña escarificación, la que Daniela había dicho que ocultaba justo allí.
¿Sonreía?
¿Kilian sonreía?
—¡Me vas a volver loco! ¡Maldita sea, Kilian! ¡Yo te conozco! Tu cabeza y tu corazón no pueden bendecir esta aberración. De acuerdo, muy bien. Tú lo has querido. Ya que tú no quieres hablar con ella, ¡lo haré yo!
Se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el lugar donde estaba escondida Clarence. Se toparía con ella inevitablemente.
Entonces, Kilian lo llamó.
—¡Jacobo! ¿Le contarás también lo de Mosi?
Jacobo se detuvo en seco y se giró, furioso, hacia su hermano.
—¡Eso no tiene nada que ver con esto!
—¡Me estás pidiendo que recuerde mi pasado y tú no quieres ni oír hablar del tuyo!
—Entonces, ¿también habrá que hablarles de Sade? ¡Igual resulta que también ella tenía razón! ¡Por todos los santos, Kilian! ¿Por qué te empeñas en complicarlo todo? ¿Por qué no entiendes que simplemente se trata de evitar que Daniela sufra?
—Yo sé mejor que nadie lo que es el sufrimiento. Lo que está pasando Daniela no es nada comparado con lo que yo pasé. Y tú no has conocido el sufrimiento en tu vida, así que no te hagas la víctima ahora.
A pesar de la distancia, Clarence pudo apreciar el tono grave de la resignación en su voz.
—¿Así que es eso? ¿Quieres que sufra como tú lo hiciste? ¡Es tu hija!
—No, Jacobo. Daniela no sufrirá como yo lo hice.
¿Qué estaba diciendo Kilian?
Hacía ya un rato que Clarence no podía comprenderlos, y no era por el vocabulario o la pronunciación.
¿Acaso había algo más que no supieran? No.
Eso sería del todo insoportable.
De repente, Clarence sintió que algo corría por sus pies y soltó un chillido.
Kilian y Jacobo se callaron al instante y giraron la cabeza hacia el lugar de donde provenía el grito. Clarence no tuvo más opción que caminar hacia ellos. Lo hizo lentamente, pensando qué iba a decirles.
Cuando llegó junto a los hombres, la cara le ardía de vergüenza por haberlos espiado, así que los miró, primero a uno y luego al otro, y les dijo con voz queda:
—Papá… Tío Kilian… Yo… Lo he oído todo. Lo sé todo.
Kilian recogió el machete del suelo, limpió la hoja suavemente con un trapo y se incorporó.
Se situó frente a su sobrina y la miró directamente a los ojos. Las arrugas que surcaban los suyos no habían podido vencer la intensidad de su mirada. Levantó la mano y le acarició cariñosamente la mejilla.
—Querida Clarence —dijo con voz firme—. Te aseguro que tú no sabes nada.
Clarence se quedó helada.
—¡Pues cuéntamelo de una vez! ¡Quiero saberlo!
Kilian pasó el brazo por los hombros de Clarence y comenzaron a caminar en dirección a la salida del jardín.
—Creo que es hora de tener una reunión familiar —dijo, con voz grave—. Tengo algo que contaros.
Se detuvo para esperar a su hermano.
—Los
dos
tenemos algo que contaros.
Jacobo agachó la cabeza y murmuró unas palabras ininteligibles para su hija, pero que sonaban a protesta.
—¿Qué más da ya, Jacobo? —dijo Kilian, sacudiendo la cabeza—. Somos viejos. ¡Qué más da todo!
Clarence sintió que la presión del brazo de Kilian sobre sus hombros aumentaba, como si necesitara un apoyo para no caer.
—Me temo, Jacobo, que tú tampoco lo sabes todo.
Introdujo la mano derecha en el bolsillo, extrajo una fina tira de cuero de la que pendían dos pequeñas conchas, y se la anudó al cuello.
—Siempre la he llevado encima —murmuró—. Pero hacía veinticinco años que no me la ponía. Ya no me la quitaré nunca más.
A miles de kilómetros de distancia, Laha buscó a su madre en casa y no la encontró.
La última semana había sido la peor de su vida. Había pasado del cielo al infierno en cuestión de segundos. No podía borrar de su mente la imagen de Daniela temblando entre sus brazos.
Todavía peor.
No podía borrar de su mente la terrible imagen de abatimiento de su amada Daniela, sola y abandonada en la cama en la que tanto habían gozado.
Ni en la peor de sus pesadillas podía haber imaginado que el padre blanco de cuya existencia no sabía nada fuera el padre de la mujer que más deseaba en el mundo. Siempre había sospechado que, en algún lugar de España, corría su misma sangre, la del hombre que lo había engendrado, un hombre de cara borrosa apoyado en un camión. El hecho de llevar en el bolsillo la foto nebulosa de un posible padre llenaba el vacío que le provocaba el silencio en torno a su identidad y la imposibilidad de conocerlo.
Incluso había fantaseado con la remota probabilidad de que Kilian o Jacobo pudieran haber sido sus padres biológicos. Una fantasía que había sido relegada al rincón del olvido en cuanto su mente, su cuerpo y su alma se habían excitado al conocer a Daniela.
Pero ahora todo había cambiado.
El deseo oculto de conocer a su padre se había hecho realidad a costa de su felicidad.
Y lo que era peor.
La certeza de que Daniela y él eran hermanos no había hecho desaparecer en absoluto la pasión abrasadora que sentía por ella.
Había tenido que hacer verdaderos esfuerzos para no detener el coche, dar media vuelta, entrar en la casa, abrazar a Daniela y decirle que le daba igual, que no eran como dos hermanos porque no habían crecido juntos. En algunas tribus africanas, la relación entre hermanos de padre era aceptada. La relación entre hermanos de madre no. Ellos no habían compartido el mismo seno y nadie tendría por qué enterarse de que compartían padre.
Pero ellos lo sabrían.
Había pasado varios días en Madrid encerrado como un león en una jaula, dando vueltas y pensando qué debía hacer, sin apenas comer ni beber.
Al final, había decidido coger un vuelo a Malabo, buscar a su madre y descargar su ira contra ella.
Su madre no estaba en casa.
Tuvo una corazonada y se dirigió al cementerio de Malabo.
Un anciano de aspecto amable salió a su encuentro:
—¿A quién busca?
—No sé si podrá ayudarme. —Laha estaba cansado, muy cansado—. Busco la tumba de un hombre llamado Antón, Antón de Pasolobino.
El hombre abrió los ojos sorprendido.
—Últimamente ese lugar recibe muchas visitas —dijo—. Acompáñeme. Yo lo llevaré hasta ella.
En la parte vieja del cementerio, los muertos descansaban a los pies de hermosas ceibas.
Laha reconoció la figura de su madre inclinada sobre una cruz de piedra. Estaba depositando un pequeño ramo de flores frescas.
Al escuchar pasos, Bisila se giró y se encontró con la recriminatoria mirada de su hijo.
—Mamá —dijo Laha—. Tenemos que hablar.
—Has conocido a Kilian.
—Sí, mamá. He conocido a
mi padre
.
Bisila se acercó y le acarició las manos, los brazos y la cara. Ella conocía con la exactitud que le había proporcionado la experiencia las terribles marcas que el amor podía imprimir en el ánimo.
—Vamos a dar un paseo, Laha —dijo—. Creo que hay algo que deberías saber.
Comenzaron a caminar sin rumbo fijo entre los árboles y las tumbas.
Laha había conocido a Kilian.
¿Cómo estaría ahora? ¿Cuánto habría envejecido? ¿Seguiría el sol provocando destellos cobrizos en su cabello? ¿Conservaría su energía?
Laha había conocido a Kilian.
Había podido mirar esos ojos verdes y grises.
Los ojos de Laha frente a los ojos de Kilian.
Bisila se detuvo y escudriñó los ojos de su hijo y estos se transformaron en un espejo que había reproducido, absorbido y contenido las imágenes de los ojos de Kilian; unas imágenes que ahora se presentaban frente a ella para anular las distancias y los años, para decirle que era el momento de reconocer la verdad, de que todos supieran lo que ellos ya sabían.
Que sus almas seguían unidas.
Bisila sonrió y le dijo a su hijo:
—Laha…, Kilian no es tu padre.
Bihurúru bihè
(Aires nuevos)
1960
Antes de que se desatase una tremenda tormenta, cuando quedaban menos de dos horas para llegar a la capital de Níger, Kilian había agradecido su decisión de viajar en avión desde Madrid a Santa Isabel porque, en lugar de en dos semanas, el trayecto de Pasolobino a Sampaka se realizaba en poco más de un día. El viaje era más caro, sí, y el cuatrimotor tenía que realizar frecuentes aterrizajes para repostar, pero el ahorro de tiempo valía la pena.
Sin embargo, cuando el Douglas DC4 comenzó a ser sacudido violentamente por las turbulencias y los cincuenta pasajeros gritaron, presos del pánico, le vinieron a la mente las palabras de su padre al relatarle el naufragio que casi había acabado con su vida. Mientras esperaba que el avión despegase de nuevo de Niamey rumbo a Nigeria, Kilian, con el semblante todavía pálido, decidió que finalmente aceptaría con verdadero gusto el vermut Cinzano o la copita de champán de la azafata. Una vez en Bata, antes de subir a bordo del sustituto del Dragon Rapide que lo llevaría por fin hasta la isla —un pequeño bimotor de ala baja, líneas angulosas y chapa corrugada al que llamaban
Junker
—, ya tenía claro que volvería a disfrutar de la placidez de un barco como el Ciudad de Sevilla.
En el improvisado aeropuerto de Santa Isabel lo estaba esperando Simón y no José. Lo encontró muy cambiado. No se parecía en nada al adolescente de ojos redondos y vivos que había irrumpido en la habitación su primera mañana de trabajo en la finca. Ahora, tras un año largo de ausencia, Kilian casi no podía reconocer al hombre de constitución robusta y agradable rostro adornado con finas incisiones ya cicatrizadas en la frente —donde se cruzaban con las largas arrugas horizontales que infundían gravedad a su expresión—, en las mejillas y en la barbilla.
—¡Simón! —exclamó Kilian quitándose la americana—. Me alegro de volver a verte. —Hizo un gesto señalando las cicatrices—. Te encuentro muy cambiado.
—Al final decidí marcarme con las señales de mi tribu,
massa
—respondió Simón, levantando el pesado equipaje sin esfuerzo. Kilian pensó que ya era hora de que el joven dejase de ser un criado y consiguiese un trabajo mejor—. Al padre Rafael no le gustó nada…
Subieron a un redondeado Renault Dauphine de color claro, la última adquisición de Garuz, según le explicó Simón.
—¿Cómo es que no ha venido Ösé? —preguntó Kilian.
—Es que ha llegado justo el día que bautizan a su nieto. Me ha pedido que, si quiere, le lleve directamente al patio de
Obsay
.
Kilian sonrió. Hacía dos días que habían terminado las fiestas de agosto en Pasolobino. Todavía resonaban en su cabeza los sones de la orquesta y ya había otra fiesta en marcha. ¿Qué nieto sería este? Había perdido la cuenta, pero le extrañó que la celebración fuese en uno de los tres patios de la finca porque allí solo vivían los braceros nigerianos y sus familias.
Entonces se acordó.
La hija enfermera de José vivía en la finca.
—¿No será el bautizo del hijo de Mosi? —preguntó.
Simón asintió.
—¡Su primer hijo! Mosi está loco de contento. Ya llevan años casados y se lamentaba de que los hijos tardasen tanto en llegar. —La confirmación de su sospecha produjo en Kilian una extraña sensación, parecida a la que sintió cuando se imaginó a la muchacha en brazos de su enorme marido la primera vez que la vio, el día de su boda. Supuso que ese solo sería el primer cambio de los muchos que habrían tenido lugar durante sus vacaciones, pero precisamente ese le molestaba especialmente. Pensó que aquel niño había llegado al mundo para unir más aún a sus padres y experimentó una punzada de celos.
Su mente le trajo imágenes de la hermosa mujer con la que había fantaseado tantas noches. Sintió su fresco aliento sobre su rostro en aquella cama durante su enfermedad, tras la muerte de su padre; visualizó su figura caminando de manera resuelta por la finca en dirección al hospital, a la farmacia, a la iglesia o a los almacenes; recordó la suavidad de sus manos sobre la piel de su tobillo cuando le quitó la
nigua
; y se distrajo unos segundos rememorando su sonrisa y su inquietante mirada.