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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (65 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Ella era una mujer razonable y extremadamente paciente. Más que eso. Poseía una fe inquebrantable en los extraños designios del destino.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Oba me dijo que llegaste hace unas semanas. Como tú no venías a verme, he venido yo.

Sade entró en la habitación de Kilian con paso decidido. Lanzó una ojeada a la sencilla decoración de la estancia, se dirigió a la cama y se sentó. El estrecho vestido se ajustó aún más contra sus muslos. Cruzó las piernas y balanceó un pie en el aire.

—¿Es que no te alegras de verme?

Kilian cerró la puerta y se apoyó en ella con los brazos cruzados sobre el pecho.

—No deberías estar aquí.

Sade dio unas palmaditas a la cama y adoptó un tono meloso:

—Anda, ven, siéntate a mi lado.

—Estoy bien aquí, gracias —dijo Kilian con brusquedad.

Sade frunció los labios. Se levantó y caminó hacia él.

—Relájate,
massa
. —Se detuvo a escasos centímetros de él, alzó una mano y deslizó un dedo por su fuerte mandíbula—. Tenemos que recuperar el tiempo perdido.

Se puso de puntillas y depositó en sus labios un suave beso que el hombre recibió con frialdad. Ella no se amilanó. Con la punta de la lengua comenzó a dibujar el contorno de la boca de Kilian, como tantas otras veces había hecho.

Kilian cerró los ojos y apretó los puños. Después de tanto tiempo, y aunque sus encuentros hubieran sido esporádicos, ella sabía perfectamente cómo excitarlo. Si seguía así acabaría por ceder. Llevaba muchos meses sin estar con una mujer, y Sade era más que una tentación. Cualquier otro hombre, incluso él mismo en otras circunstancias, aceptaría con gusto su ofrecimiento. Más que eso, la cogería entre sus brazos, la lanzaría sobre la cama y absorbería todo su exuberante calor. Pero algo había cambiado en él. En su mente y en su corazón solo había sitio para una persona. Apoyó suavemente las manos en los hombros de Sade y la apartó.

—Lo siento, Sade. No.

Ella frunció el entrecejo.

—¿Por qué?

—Se acabó.

—Te has cansado de mí. —Sade apretó los labios en actitud pensativa. Al cabo de unos segundos, dijo—: Ya entiendo. Hay otra. Eso es.

—No, no es eso.

—Mientes. Y eso no es lo peor. Tú no eres como tu hermano. A él le gustan todas. Si ya no quieres estar conmigo, es porque una, solo una, te ha robado el corazón. Dime, ¿la conozco? —Su tono se volvió agudo y su mirada desafiante—. ¿En qué club trabaja? ¿Qué te da ella que no encuentres en mí?

Sacudió la cabeza.

—Tal vez sea española… ¿Ya habéis hecho planes de boda? —Soltó una carcajada—. Cuando te canses de ella, volverás a mí, como hacen todos.

Kilian se puso a la defensiva:

—Que yo sepa, te he compartido con otros hombres. No te debo nada.

Las palabras de Kilian produjeron en Sade el mismo efecto que una bofetada inesperada. Su barbilla comenzó a temblar y su respiración se volvió agitada.

—Que me gane la vida como lo hago —dijo entre dientes— no significa que no tenga sentimientos. Eres como los demás. ¡Con qué facilidad os olvidáis de vuestras amigas negras!

Kilian se frotó la frente. Gruesas gotas de sudor se disolvieron en sus dedos. Hacía tiempo que sabía que esa desagradable escena acabaría por llegar, y por eso había tardado tanto en enfrentarse a ella. Había pensado en diferentes excusas que ofrecerle a Sade para terminar con su especial amistad, confiando en que ella, acostumbrada a relacionarse con muchos hombres, las aceptaría sin más. Pero ella tenía razón. En ningún momento se le había ocurrido pensar en sus sentimientos. Sintió la boca seca. Se acercó al lavabo y llenó un vaso con agua. Sade permanecía junto a la puerta con la cabeza alta en actitud desafiante. Era realmente hermosa, mucho más que Bisila. Pero no era Bisila.

Durante su estancia en Pasolobino había recordado en alguna ocasión sus encuentros con Sade, pero no la había echado de menos. Ahora, además, sentía que ya no tenía necesidad de ella. Un nuevo e ilusionante sentimiento lo acompañaba ahora a todas partes, llenando por completo su interior, amoldándose y tapando las fisuras de su voluntad. No le importaba que Bisila estuviera casada con otro, o que fuera un deseo inalcanzable. La vida daba muchas vueltas. Y él estaba dispuesto a esperar lo necesario para estar con ella. Mientras tanto, disfrutaría del placer de sus sentimientos sin la compañía de ninguna otra mujer. Él no podría convertir a Sade en su Regina como había hecho Dámaso; él no podría estar unido a una mujer y disfrutar de una amante durante años para luego abandonarla.

—Lo mejor será que te olvides de mí, Sade —dijo. Se encendió un cigarrillo y exhaló el humo lentamente—. Nada me hará cambiar de opinión.

—Eso ya lo veremos —repuso ella en un tono ligeramente amenazador, que él no había escuchado nunca de sus labios, antes de abandonar la habitación.

La puerta abierta enmarcó un fragmento de noche estrellada. Kilian salió a la galería y se apoyó en la barandilla.

Abajo, Sade caminó con paso ligero en dirección a un pequeño Seat 600 descapotable donde la esperaba uno de los jóvenes camareros del club, que la había llevado a la finca. Pocos pasos antes de llegar al coche escuchó una voz.

—¿Tan en serio va lo tuyo con Kilian que ya te admite en su habitación? —preguntó Gregorio mientras se acercaba hasta ella—. Pues sí que te ha echado de menos…

—Aquí ya no hay nadie que me interese… —repuso ella con altivez.

Gregorio se atusó el pequeño bigote mientras deslizaba la vista por el cuerpo de la mujer.

Sade aguantó su escrutinio y una idea cruzó su mente. Alzó los ojos hacia la galería de los dormitorios y, al ver que Kilian todavía la observaba mientras apuraba su cigarrillo, decidió cambiar de actitud.

—¿Y tú? —preguntó con voz forzadamente meliflua—. ¿Aún no te has cansado de Regina? No puedo creer que ella cubra todas tus necesidades…

Gregorio arqueó una ceja.

—¿Y tú sí podrías?

Sade se mordió el labio inferior.

—Ven a verme y lo comprobaremos.

Gustavo permaneció en el hospital varias semanas más, aunque no fue hasta después de Navidad cuando sus heridas sanaron por completo.

A comienzos del nuevo año, y después de diez años de oposición total a la independencia, la Administración española inició de manera sorprendente unas pequeñas actuaciones para promoverla. Con el ánimo de cumplir el objetivo de tratar a los guineanos como españoles y evitar actitudes discriminatorias, se derogó la Ley de Emancipación, vigente desde la década de los cuarenta, por la que, a condición de cumplir una serie de requisitos ante el Patronato de Indígenas —tales como ser mayor de edad, estar en posesión de algún título académico o haber trabajado a las órdenes de algún colono—, se tenía derecho a adquirir y consumir los mismos productos que los blancos, siempre y cuando el emancipado dispusiera de los medios necesarios para procurárselos.

Para asombro de Emilio y Generosa, en las elecciones para cubrir los consejos municipales, Gustavo fue elegido representante de una de las Juntas Vecinales de Santa Isabel, de las ciento ochenta y ocho que se crearon en todo el país. Hombres como él y su hermano Dimas comenzaron a llevar una vida parecida a la de los españoles. Se instalaron en sus barrios de casitas con jardín frente a las que aparcaban sus pequeños coches todas las tardes después del trabajo y de recoger a los niños de la escuela.

—Y no solo eso, Julia —protestó Emilio mientras hacía saltar a Ismael sobre sus rodillas—. Encima tengo que soportar que me hablen con arrogancia. ¡Si su padre los viera! ¡Ah! El viejo Dimas sí que era una buena persona.

—Claro… —dijo su hija—, como nunca te llevaba la contraria…

—Es que entonces cada uno sabía cuál era su sitio, hija —intervino Generosa mientras retiraba los platos de la mesa—, y no como ahora, que está todo mezclado. Con esta manía que les ha entrado de acabar con las leyes tan sensatas que teníamos, pronto permitirán hasta contraer matrimonios entre blancos y negros, ya lo verás.

—No sé de qué os extrañáis tanto. —Julia se encogió de hombros—. Francia e Inglaterra han abierto el camino para emancipar sus territorios del África ecuatorial y occidental. ¿Por qué razón tendría España que ser diferente?

—Pues hija, porque, gracias a Dios, tenemos un caudillo que ha sabido mantener el orden durante mucho tiempo aquí y en España. —Suspiró ruidosamente—. Si tuviera la energía de hace unos años, te aseguro que no se dejaría arrastrar por nadie…

—Los tiempos cambian, mamá.

—Sí, pero no sé si a mejor, Julia —apostilló Emilio. Miró su reloj, se levantó y dejó al niño en el suelo, sobre una manta con varios caballitos de cartón—. En fin, despídete de Manuel de nuestra parte. Ha sido mala suerte que se haya tenido que marchar.

—Llevamos una temporada con muchos accidentes. Los braceros están intranquilos y han aumentado las peleas. Es lo malo de la política.

Generosa se inclinó para besar a su nieto antes de despedirse de su hija. Julia los acompañó al exterior.

—¿No teníais que llevaros a Oba con vosotros?

—¡Esa muchacha! —Emilio levantó los ojos al cielo—. Desde que se ha enamoriscado de ese grandullón, solo tiene obsesión por venir a Sampaka. Últimamente anda muy despistada por la factoría, se olvida de los pedidos de los clientes… Si no cambia, tendremos que buscar a otra persona.

—Sí, buenos están los tiempos para encontrar y enseñar a otra… —comentó Generosa ahuecándose el cabello con las manos.

Justo acababa de pronunciar esas palabras cuando apareció la muchacha, con los ojos brillantes y los labios hinchados.

—Un poco más y vuelves andando —la reprendió Emilio.

—Lo siento, don Emilio.

—Venga, sube al coche.

—Perdóneme, don Emilio, pero necesito hablar un momento con la señora. —Miró a Julia con ojos implorantes para que intercediera por ella.

Julia se percató de la cara de fastidio de su padre y le prometió que no tardarían.

Una vez dentro de la casa, le preguntó:

—¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme?

—Se trata de… —Oba se frotó las manos, nerviosa—. Es mi amiga Sade. Hace unos días me confesó que está embarazada…

—¿Y…?

—Pues que el padre es uno de los empleados de esta finca, y que en cuanto se ha enterado ya no ha querido saber más de ella. Mi amiga está muy triste y preocupada y yo pensé que…, bueno…, que como usted lo conoce, tal vez podría tomar cartas en el asunto y…

—¿Quién es? —cortó Julia.


Massa
Kilian.

—Pero… —Julia se sentó y se frotó la frente, sorprendida por la noticia.

—Hace mucho que son amigos.

—Bueno… Yo creía que… —Julia intentó ser lo más educada posible— que tu amiga tenía más amigos.

—Sí, pero ella está segura de que el padre es él. Está muy triste, señora. Yo sé lo que quería al
massa
y lo preocupada que está ahora que él la ha abandonado.

—¡Oba! —La voz de Emilio llegó desde afuera—. ¡Nos vamos ya!

Julia se levantó, agarró a Oba del codo y la acompañó hasta la puerta mientras le susurraba:

—Ni una palabra de esto. A nadie, ¿me oyes? ¡A nadie! —Oba asintió—. Veré lo que puedo hacer.

Cuando se quedó sola, Julia cogió a Ismael y lo abrazó con todas sus fuerzas. «¿Y qué leyes hay para estos casos?», pensó, enfadada. Ninguna. Era la palabra de una mujer negra de dudosa reputación contra la de un hombre blanco. La palabra de Sade contra la de Kilian. Menuda complicación. ¿Tan difícil era tomar medidas para que esas situaciones no se produjeran? Le costaba creer que lo que le había contado Oba fuera cierto, pero aún le costaba más sopesar siquiera la posibilidad de que, en caso de que lo fuera, Kilian hubiera optado por la opción más cobarde. Lo cierto era que no sería ni el primero ni el último que lo hacía. No había más que darse una vuelta por las calles de Santa Isabel o visitar el orfanato de la ciudad para hacerse una idea. ¿Y qué podía hacer ella? Como mucho, hablar con Kilian y desear que nada de todo eso fuera cierto.

Manuel entró en el salón con aspecto fatigado y se dejó caer en el sofá junto a su mujer y su hijo.

—Por fin un rato libre. —Se inclinó y besó a Ismael en la cabeza, que extendió los brazos hacia él para que lo cogiera. Se fijó en que Julia parecía un tanto ensimismada—. ¿Estás bien?

Ella pensó si compartir con su marido la información de Oba.

—¿Sabes, Julia? En días como hoy me pregunto qué demonios hacemos aquí. De acuerdo que me pagan bien, pero empiezo a estar harto de los cortes, la quinina, las enfermedades imaginarias y las picaduras de serpiente…

Definitivamente, no era el mejor día para contarle lo de Kilian.

—Eso lo dices porque estás agotado. En cuanto puedas escaparte a la selva se te olvidará todo.

Manuel sonrió.

—¡Eso mismo me acaba de decir Kilian!

Julia se mordió el labio inferior. Así que Kilian estaba otra vez en el hospital… ¡Qué mala suerte tenía con las
niguas
…!

Aunque, pensó rápidamente, si lo de Sade fuese cierto, ese gusano sería el menor de los males que se merecería.

En la sala de curas, Bisila terminó de estudiar con minucioso detenimiento los dedos de los pies de Kilian.

—No tienes ninguna
nigua
, Kilian.

—¿No? Pues créeme si te digo que me pica mucho.

Bisila lo miró escéptica.

—Entonces, esperaremos unos días a ver qué pasa.

—Bisila, yo… —Kilian se inclinó sobre ella—. Quería verte. Antes nos encontrábamos en cualquier parte… —Su voz se convirtió en un susurro—. ¿Es que ya no te gusta hablar conmigo? ¿He hecho o dicho algo que te haya molestado?

Bisila desvió la mirada hacia la ventana.

Alguien dio unos golpecitos en la puerta y la abrió sin esperar respuesta. Julia entró y se dirigió a Kilian sin rodeos.

—Necesito hablar contigo… a solas. —Se giró hacia Bisila—. ¿Habías terminado?

—Todavía no —respondió rápidamente Kilian—. Pero si tan importante es lo que tienes que decirme, podemos continuar luego, si te parece bien, Bisila.

Bisila asintió con una media sonrisa, recogió sus utensilios, se levantó y se marchó al pequeño cuarto de aseo contiguo. Cuando terminó de lavarse las manos, escuchó claramente las voces de Julia y Kilian que llegaban hasta ella por algún conducto de la pared cubierta de pequeñas baldosas cuadradas, blancas y brillantes. ¿Eran imaginaciones suyas o habían mencionado el nombre de Sade? La tentación pudo más que su discreción y decidió escuchar el diálogo.

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