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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (79 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—¿Y usted no piensa nunca en marcharse? —preguntó Mateo, como si le hubiera leído la mente.

—Mientras no se apruebe la Constitución y se entreguen los poderes, España no nos abandonará. —Suspiró ruidosamente—. Y no veo por qué no he de seguir produciendo cacao, a no ser, claro está, que me quede sin trabajadores.

Alguien llamó a la puerta y Garuz le dio permiso para entrar. Mateo y Marcial respiraron aliviados. Esa era una de las situaciones en la vida que convenía resolver cuanto antes para salir airosos. El
big massa
siempre había tildado de actos de cobardía las decisiones de otros de retirarse de las campañas.

El
wachimán
Yeremías asomó la cabeza.

—Disculpe,
massa
—dijo—. ¿Puedo pasar?

—Sí, claro. ¿Qué sucede?

Yeremías entró, se quitó la vieja gorra y la sujetó entre las manos en actitud sumisa, con la vista clavada en el suelo.

—Ha venido un policía que dice que tiene que hablar con usted urgentemente.

Garuz frunció el ceño.

—¿No habrás dejado de llevarles los huevos y las botellas de siempre?

—No,
massa
, no, no me he olvidado. Pero este no es de Zaragoza. Viene de la ciudad y lleva un uniforme muy… completo.

—En un momento estoy con él. —Garuz, extrañado por la visita, abrió un cajón de la mesa y extrajo dos sobres que entregó a los dos empleados—. Esto es para vosotros. Una pequeña recompensa por el buen trabajo que habéis llevado a cabo estos años. Empleadlo bien, ¿eh? Ahora los dos tenéis una familia en la que pensar y el dinero se va.

Esperó a que los otros echaran un vistazo al interior del sobre y enarcaran las cejas, complacidos. Entonces se levantó y se acercó a ellos para esgrimir un último argumento.

—De una cosa podéis estar seguros: allá no cobraréis este sueldo.

Mateo y Marcial aceptaron la propina con sinceras muestras de sorpresa y agradecimiento, pero su decisión era irrevocable.

—Ya está todo organizado —dijo Marcial—. Nos vamos en barco para transportar las pertenencias de nuestras mujeres y sus familias. Llevan tantos años aquí que han acumulado muchas cosas.

—Nada que ver con las dos maletas con las que llegamos… —añadió Mateo.

Se produjo un silencio. Por la mente de los hombres desfilaron los recuerdos de tantos años de ir y venir, y de tantas y tantas cosas que contarían a sus descendientes.

—En fin. —Garuz extendió su mano para despedirse de sus empleados—. Si algún día cambiáis de idea, ya sabéis dónde buscarme.

—¿Quién sabe? —Mateo abrió la puerta—. Igual nos encontramos por Madrid…

Antes de que pudiera terminar la frase, un hombre irrumpió en el despacho. Era bastante alto y fuerte, y sus facciones proporcionadas hubieran resultado agradables de no ser por las marcas de viruela que taladraban su rostro, dándole un aire terrible. Llevaba el uniforme gris de la policía española, con sus botones dorados en la guerrera y una cinta roja cosida en mangas, solapas y gorra.

—Me llamo Maximiano Ekobo —se presentó—. Soy el nuevo jefe de la policía de Santa Isabel. ¿Quién de ustedes es Lorenzo Garuz?

Garuz hizo un ademán para que los otros dos se marchasen y extendió la mano para saludar al policía.

—¿Qué se le ofrece?

Maximiano se sentó.

—Estoy buscando a unos jóvenes que se dedican a boicotear las nuevas obras de la televisión. Durante el día, los braceros construyen el camino de acceso al Big Pico para llevar el material que se empleará en el edificio, la torre y la central eléctrica. Por la noche, alguien destruye lo que se hace de día. Desaparecen herramientas, borran las señales de referencia, averían la maquinaria o la cubren con ramaje…

—No sé qué tiene que ver eso conmigo.

—Hace unos días detuvieron a uno de esos
misteriosos
hombres del bosque que no son sino bubis que quieren despreciar el regalo que nos hace España. El hombre ha confesado que el cabecilla es un tal Simón… —hizo una pausa para observar la reacción del gerente— que trabaja en esta finca.

Garuz cruzó las manos a su espalda y comenzó a caminar en actitud pensativa. Acababa de entregar el finiquito a dos hombres muy trabajadores. En la finca ya solo quedaban tres españoles: Gregorio, Kilian y él mismo. José, Simón, Waldo y Nelson completaban el pequeño equipo de hombres enérgicos y con experiencia. No le gustaba lo más mínimo que Simón anduviese metido en actividades delictivas contra los intereses españoles y, en otras circunstancias, él mismo lo hubiera presentado ante la policía al menor indicio de duda, pero en esos momentos no podía permitirse el lujo de perder un solo empleado más. No veía otra alternativa que mentir, pero tendría que elegir bien sus palabras porque ahora, más que nunca, convenía llevarse bien con las nuevas autoridades.

—Escuche, Maximiano. —Lo miró directamente a los ojos—. Le doy mi palabra de caballero de que estoy absolutamente en contra de cualquier acto violento y más de aquellos que atenten contra bienes valiosos para este país. Pero me temo que ha hecho el viaje en vano. El Simón al que usted alude tuvo un grave percance que lo ha tenido convaleciente más de dos meses. Cayó de uno de los tejados de los secaderos y se partió ambas piernas. No obstante, si escuchase algún comentario que pudiese aportar luz a su investigación, no tenga la menor duda de que me pondría en contacto con usted.

Terminó su alegato y se mantuvo imperturbable, convencido de que sus palabras habían resultado convincentes. Él sabía de qué pasta estaban hechos esos nuevos e impertinentes jefecillos como Maximiano que se creían superiores a todo el mundo, incluso a blancos como él. Con ellos había que emplear un tono extremadamente respetuoso, sí, pero también firme y seguro.

Maximiano asintió, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Eso es todo, de momento.

Salió sin despedirse.

Garuz respiró satisfecho, esperó un tiempo prudencial, y salió en busca de Simón, a quien le tenía que advertir sin perder un segundo de la visita del jefe de policía. Al joven no le quedaría más remedio que simular una cojera durante un tiempo, al menos ante cualquier uniforme oficial. Y a él no le interesaba lo más mínimo tener al tal Maximiano en su contra.

—¡Nadie habla de los españoles que estamos aquí! ¡No se contempla en ningún momento que podamos formar parte de la futura nación! Pero todos los demás tienen su parcela: los bubis separatistas, los bubis neocolonialistas, los nacionalistas unitarios, los independentistas radicales y los independentistas graduales…

—Te olvidas de los nigerianos, Kilian —apostilló Manuel mientras plegaba el periódico
Ébano
y se disponía a hojear el
Abc
—. Con eso de la guerra civil en su país entre hausas musulmanes e ibos católicos, en lugar de querer regresar a casa, cada día vienen más. No me extraña que Nelson y Ekon estén contentos de que hayan venido sus hermanos, pero aquí cada vez hay menos trabajo.

Kilian apuró su ginebra de un trago e indicó al camarero que sirviera otra ronda.

—Tal vez aquí no llegue nunca la separación definitiva… Si realmente va a haber independencia, ¿por qué han montado una emisora de Radio Televisión Española en el pico Santa Isabel…?

—Lo han conseguido en contra de la voluntad de los espíritus del bosque… —intervino Simón, con un brillo travieso en sus ojos. Estaba cómodamente sentado en una butaca, disfrutando con aire de triunfo de la posibilidad de tomar una copa en un bar de blancos.

—Es misterioso esto de la televisión… —Levantó la vista hacia el aparato que ocupaba un lugar preferente en la sala—. ¿Recordáis el primer programa que vimos en este mismo salón hace unos tres meses?
España, madre de pueblos
o algo así.

Su tono se volvió irónico:

—A mí lo que se me quedó en la cabeza fueron las palabras de su jefe de allá. —Se incorporó en la silla y sin apenas abrir los labios parodió con voz aguda—: «Vosotros sabéis que España no ha sido nunca colonialista, sino civilizadora y creadora de pueblos, que es cosa bien distinta…».

Kilian y Manuel sonrieron ante la imitación de Simón.

—Y ahora resulta —continuó este, con voz de fastidio— que los blancos habláis de nuestra independencia como si fuera el mayor éxito de la misión civilizadora y creadora de vuestro país. No me gusta nada eso, no, señor. Que yo sepa, mi pueblo ya estaba creado antes de que llegarais vosotros.

—Pero muy civilizados no estabais —bromeó el doctor, mirándolo por encima de sus gafas y volviendo a su lectura—. Ahora tenéis hasta una Constitución aprobada por mayoría.

—En la isla no, ¿eh? —le interrumpió Simón—. Salió el «sí» por muy pocos votos de diferencia.

—Da igual —dijo Kilian—. El caso es que la cosa sigue adelante y hasta los telediarios se emiten en fang, bubi y español para que se vean bien las tres partes implicadas. Pero la realidad es que aquí el dinero sigue llegando de España. Parece como si se estuviera invirtiendo a marchas forzadas para haceros ver que la autodeterminación tiene un riesgo.

Movió su copa peligrosamente en el aire.

—¿Cómo es posible, entonces, que se tenga tan claro que llegará en cuestión de semanas? ¿Cómo se pasa de la dependencia absoluta a la independencia? ¿De repente se desmonta todo y ya está? Si nos vamos todos, ¿quién os curará, os defenderá y os educará? —Simón quiso decir algo, pero Kilian le hizo un gesto con la mano—. Me temo que la administración de este país caerá en manos de gente que, como mucho, sabe leer y escribir, aunque ahora se desplace en lujosos coches para predicar sus discursos. Eso no es suficiente para gobernar.

Kilian se fijó en José, que no apartaba la vista del televisor. José todavía se sentía cohibido en los bares de los blancos y por eso no hablaba mucho. Eso sí, la televisión lo tenía maravillado. Sobre todo las retransmisiones de fútbol.

—¿No dices nada, Ösé?

José carraspeó, juntó las manos sobre su regazo y dijo:

—Con la ayuda de mis espíritus, yo pienso seguir haciendo lo que sé hacer y me mantendré lo más alejado que pueda de la dichosa política. Caminaré con precaución. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el televisor—. Vienen tiempos difíciles, y más para los bubis. Macías es fang.

En el aparato se veía la imagen de un hombre delgado de aspecto impecable, con traje y corbata, hablando con pasión ante un micrófono. Tenía los ojos estrechos y algo separados, los labios gruesos y los orificios nasales grandes. Los cuatro guardaron silencio para escuchar lo que decía el vicepresidente del Gobierno autónomo, un antiguo funcionario colonial, hijo de un famoso brujo de Río Muni, que había empezado en la política como alcalde de su pueblo en la parte continental.

Prometía salario mínimo, jubilaciones y becas, créditos a pescadores y agricultores, ventajas para los funcionarios y repetía que su lema era la unidad, la paz y la prosperidad. Terminó su intervención con la frase: «Lo que Macías promete, Macías lo cumple».

—Tiene fuerza, carisma y poder de convicción —comentó Manuel—, pero, francamente, a mí me resulta extraño, incluso inestable. Unas veces habla de España como si fuera su amiga íntima, y otras, se opone a cualquier iniciativa española. En la radio de Bata, hace un mes, él mismo pedía que no se votase a favor de la Constitución, y ahora ya lo ves, en plena campaña popular.

Permanecieron unos minutos en silencio. Kilian miró a su alrededor. Excepto por un grupo de ocho o diez blancos que apuraban unas ginebras con tónica a pocos pasos de ellos, la mayoría de las personas del local eran nativos. Kilian se fijó en los blancos. Estaban sentados alrededor de una mesa redonda con maletines metálicos y bolsas de cuero a sus pies. Llevaban camisas de manga corta y pantalones con los bajos acampanados. Uno de ellos, un joven veinteañero de cara redonda, corta barba y ojos vivos levantó la copa hacia Kilian a modo de saludo que él respondió. Debía de llevar poco tiempo, porque, a diferencia de sus compañeros, su piel no estaba quemada y, mientras bebía, no dejaba de mirar a su alrededor con el asombro, la curiosidad y el temor de quien acababa de aterrizar en Fernando Poo. «¿Qué se le habrá perdido por aquí en estos momentos?», se preguntó Kilian. Suspiró, bebió un trago de su bebida y se dirigió a José y Simón.

—¿Ya sabéis a quién vais a votar la próxima semana?

—Oh, sí —respondió Simón en voz muy baja, inclinándose hacia delante—. ¡Y te aseguro que no pienso dar mi voto al
gallo
!

José sonrió ante la expresión de Kilian.

—El lema de Macías es
Todos al gallo
—explicó, bajando también la voz—. Y yo tampoco le daré mi voto.

Manuel dobló el periódico y lo depositó en la mesa con energía.

—Pero muchos otros sí lo harán —dijo—. El resto de los candidatos lo tiene difícil. El actual presidente del Gobierno autonómico, Bonifacio Ondó, está haciendo la campaña de la metrópoli. A Atanasio Ndongo no lo conoce nadie. Y la Unión Bubi, de Edmundo Bosió, solo conseguirá votos en la isla. Está claro: Macías es el que más hábilmente está actuando como el devoto y convencido defensor de sus hermanos guineanos y sus intereses. Está muy bien aconsejado por el abogado ese, García Trevijano. Será presidente. Y este otoño de 1968 pasará a la historia.

Los cuatro se quedaron callados.

Al cabo de un rato, Simón rompió el silencio.


Massa
Kilian, no te enfades por lo que te voy a decir, ¿eh? —Kilian arqueó las cejas en actitud expectante—. A veces hasta me parece que estás en contra de nuestra libertad…

Kilian meditó tanto las palabras de Simón como su propia respuesta.

—Yo no digo que no desee la independencia para vosotros —dijo finalmente—. Simplemente, digo que no me quiero ir, Simón.

De repente, sintió un profundo alivio. ¡Por fin había dicho en voz alta y clara lo que sentía delante de sus amigos!

Un ruido de sillas al ser arrastradas al unísono con violencia lo interrumpió. Dirigieron su atención hacia el grupo de blancos y no tardaron en comprender la situación. El joven de ojos vivos estaba de pie junto a la barra con una bebida en una mano y con la otra extendida para dar a entender a sus compañeros que no se moviesen de su sitio. El joven se disculpaba por algo que había ofendido a un hombre que se había plantado frente a él en actitud agresiva.

—Ya le he dicho que lo siento.

—Seguro que a tus amiguitos blancos no les echas el humo del cigarrillo a la cara —respondió el hombre con voz ebria—. ¿Te molesta que ahora vengamos a vuestros bares?

BOOK: Palmeras en la nieve
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