—Tuvieron que marcharse por piernas después del golpe de Estado de marzo, pero después nos enviaron a nosotros. Y aquí seguimos… de momento.
—¿Y qué tal las cosas por España? ¿Tienen alguna idea de lo que pasa en Guinea?
—Pues créeme si te digo —respondió Miguel— que, a excepción de la familia y los amigos, nadie tiene ni idea de nada, ni siquiera de que han tenido vecinos negros en provincias españolas africanas. Y eso que el proceso de la independencia iba saliendo en la prensa adornado con alabanzas a la buena labor de España. Pero vamos, te aseguro que ahora en la calle nadie habla de esto.
—Ya… —Aunque Kilian se imaginaba la respuesta, no por ello le resultó menos descorazonadora—. Por cierto, ¿de qué conoces a Garuz?
—A Garuz y a casi todos los empresarios. Con esto de la nueva moneda, andan locos tras nosotros para que les hagamos talones que ellos nos dan en pesetas guineanas. Nosotros nos las gastamos y ellos se quedan tranquilos. Temen que no tengan valor. Así que, ya sabes, si tienes dinero…
Cada segundo que pasaba, a Kilian le agradaba más el joven. De naturaleza nerviosa, sus gestos y sonrisas frecuentes transmitían una refrescante sensación de cercanía y camaradería. Realmente hacía siglos que no conversaba con personas ajenas a Sampaka.
—Muchas gracias —respondió—, pero mi sueldo va a un banco de España. Solo me quedo algo para gastos corrientes.
Se encendió un cigarrillo.
—¿Y qué haces exactamente aquí?
—Me encargo del mantenimiento de la emisora, arriba, en el pico. Los días libres vengo al casino a jugar al tenis. Fíjate en ese tipo. —Señaló a un hombre muy alto y fuerte a cierta distancia—. Es el cónsul de Camerún. Siempre me busca para que juegue con él. —Se rio—. Será porque siempre me gana. Bueno, ¿y tú? ¿Cuánto tiempo llevas por aquí? Yo no mucho, pero tú tienes pinta de ser todo un experto en Fernando Poo, ¿me equivoco?
Kilian sonrió con melancolía. Sí, tenía un especial conocimiento de la isla y sus gentes, pero si Miguel supiera por lo que había pasado y la terrible zozobra que el incierto futuro le provocaba, sus palabras no estarían teñidas de envidia.
Durante un buen rato, charlaron amistosamente sobre sus vidas y sobre la situación política. Miguel fue claro: en la calle tenía una permanente sensación de inseguridad física, por lo que se limitaba a acudir al trabajo y a disfrutar de las instalaciones del casino, adonde insistió en que debería ir Kilian para entretenerse y aliviar la soledad de la finca.
—No estoy solo —explicó Kilian—. Tengo mujer e hijos.
Hacía tiempo que las personas cercanas a él aceptaban la situación con total normalidad, pero el hecho de verbalizarla ante alguien a quien acababa de conocer le produjo una placentera sensación. Miguel le infundía confianza.
—¿Aún están por aquí? —Miguel arqueó las cejas, sorprendido—. La mayoría de los colonos que no se han marchado los han enviado de vuelta a casa.
—Bueno…, en realidad ella es guineana. Bubi.
—¿Y qué haréis si las cosas se ponen feas para ti?
—No lo sé. —Kilian suspiró—. Es complicado.
—Vaya…
Un camarero se acercó para anunciar que se serviría la cena en unos minutos. Garuz se sumó de nuevo al grupo y todos juntos se dirigieron al comedor, dispuesto y adornado como en sus mejores tiempos.
—¿Sabes, Kilian? —dijo Miguel, nada más sentarse a su lado en una de las mesas redondas—. La primera vez que vine no sabía qué hacer con tanto cubierto. En España yo no tengo ocasión de moverme en ambientes tan sofisticados…
—¡Te entiendo perfectamente! —Kilian se rio con ganas.
De pronto, la sonrisa se le heló en los labios y miró a Gregorio, que se había sentado tres o cuatro sillas más allá. El otro estaba tan sorprendido como él.
Una espectacular mujer enfundada en un vestido de fino crepé blanco entró en el comedor cogida del brazo de un hombre con la cara picada de viruela en dirección a una de las mesas cercanas. Cruzó el espacio que separaba la entrada de la mesa de Kilian y Gregorio contoneando el cuerpo y emitiendo ruidosas carcajadas, como si lo que le contase su acompañante fuese lo más divertido del mundo.
—Vaya con Maximiano… —comentó Garuz con sorna al reconocer al jefe de policía.
Kilian bajó la vista cuando Sade les lanzó una mirada altanera y cargada de odio, primero a Gregorio y luego a él. Después, cuando ocupó su asiento en la mesa donde estaban las autoridades de la Seguridad Nacional, incluido el comandante que habían conocido al llegar, no dejó de coquetear y cuchichear al oído de Maximiano, que, en un par de ocasiones, los miró con el ceño fruncido.
—¿Así que los conoces? —preguntó el jefe de policía a su acompañante.
Sade bajó la vista en un estudiado gesto de tristeza.
—El del pelo oscuro con reflejos cobrizos me abandonó por otra después de dejarme embarazada… —Hizo una pausa intencionada que aprovechó para ver de soslayo que el hombre apretaba los labios—. Y el otro, el del bigote, quiso abusar de mí amenazándome con una pistola.
Maximiano se giró sin ningún disimulo y lanzó una mirada asesina hacia la mesa de los blancos.
—No sé qué le habéis hecho a mi tío… —dijo un joven sentándose al lado de Kilian—, pero esa mirada me dice que me alegro de no encontrarme en vuestro pellejo.
—¿Tu tío? —preguntó Miguel, sorprendido, inclinándose para sortear a Kilian, situado en medio de los dos.
—¿No te dije que tenía familia en puestos importantes?
—Perdona, Kilian. Te presento a Baltasar, cámara de televisión. Antes de que preguntes, estudió en Madrid y vive y trabaja allí. Y este es Kilian —guiñó un ojo y esbozó una pequeña sonrisa—, uno de los pocos coloniales que todavía resisten.
A Kilian no le gustó que lo llamara colonial, y más después de haberle hablado de la familia que había formado con una nativa, pero dedujo que Miguel no lo había dicho con malicia. Estrechó la mano de Baltasar y lo observó con curiosidad. Tenía una de las pieles más oscuras que había visto en la isla, de modo que sus ojos redondos y sus blancos dientes relucían como fogonazos de linternas cada vez que parpadeaba o sonreía.
—Entonces, eres fang… —comentó, por fin.
Baltasar arqueó las cejas.
—¿Te molesta?
—No, de momento, no.
Kilian se arrepintió de sus palabras. Lo cierto era que acababa de conocer al joven, y le había causado una buena impresión. Baltasar lo miró en actitud interrogante, abrió la boca para aclarar esa respuesta tan agria, pero cambió de opinión. Entonces, Miguel dijo:
—La mujer de Kilian es bubi…
—¿Y…? —Baltasar mostró las claras palmas de sus manos—. Ah, ya veo. Sí, una simplificación muy comprensible. Bubis buenos, fang malos, ¿no?
Kilian no dijo nada. Baltasar chasqueó la lengua y se sirvió una copa de vino ante la mirada de desaprobación del solícito camarero a sus espaldas. Baltasar bajó la voz.
—Déjame decirte una cosa, Kilian. Al monstruo caprichoso, rencoroso y vengativo lo han despertado los jefes de España, no yo. Primero Macías les pareció bien, y cuando se dieron cuenta de su error, lo intentaron derrocar con un golpe de Estado, justo cuando estaba a tope de su fama como líder máximo de un pueblo libre e independiente… Y ahora, si pudieran lo asesinarían. ¿Y sabes qué es lo que más obsesiona al señor presidente? La muerte. Le tiene terror. ¿Sabéis que sancionó a uno de sus delegados de Gobierno por toser? Lo acusó de intentar pasar microbios al jefe de Estado. ¿Y qué han aprendido los funcionarios? A aprovecharse de largas vacaciones hasta que están curados del todo. —Se rio—. ¡Esto es surrealista! Macías se asegurará a cualquier precio de que la mantiene lejos, a la muerte me refiero. Sobornará, aplaudirá la delación, apoyará a sus fieles y matará sin dudarlo a quien él crea, sospeche o intuya que está contra él. Así que, amigo mío, mientras España no reconozca su parte de culpa en la elección del candidato, no estará libre de pecado en la degeneración que vendrá hasta que uno de sus lacayos se vuelva contra él…
—No deberías contarnos estas cosas, Baltasar —susurró Miguel—. Te pones en peligro.
—Yo me iré pronto, afortunadamente. La política se la dejo a mis familiares. —Cogió la tarjeta que había sobre el mantel—. A ver con qué platos nos sorprenden hoy.
Kilian aceptó de buen grado el cambio de tema y participó de los comentarios jocosos sobre el elaborado menú, que consistía en crema de ave, huevos escalfados Gran Duque, langosta con salsa tártara, lubina fría Parisien, pollo asado a la inglesa y macedonia tropical. Poco a poco se fue relajando, e incluso tuvo que reconocer para sus adentros que estaba disfrutando de la savia nueva que suponían la compañía y conversación de Miguel y Baltasar. Por este, además, sentía una curiosidad especial. Baltasar había estudiado en España, había obtenido una plaza fija por oposición en la televisión y no tenía intención de cambiar de lugar de residencia.
—Miguel me ha dicho que ahora, en España, no se habla nada de Guinea…
—Me imagino —dijo Baltasar— que a los políticos de allá les interesa que se olvide cuanto antes que aquí ha tenido lugar… —su tono se volvió sarcástico— un ejercicio de democracia. El gobierno del dictador Franco promovió un referéndum y votaciones en Guinea, algo impensable en su propio Estado…
Kilian frunció el ceño. En ningún momento se le había ocurrido analizar la situación de los últimos meses desde esa perspectiva. Se sintió un poco avergonzado. Se había involucrado tanto en la vida de la isla que no había prestado atención a la situación de su propio país. Nunca pensaba en el hecho de que en España había una dictadura. Su vida transcurría entre el trabajo y lo demás. Hubiera sido incapaz de explicarle a nadie cómo se veía o proyectaba la dictadura en aquella pequeña España colonial.
—¿Qué tal tu vida en la capital? —preguntó Kilian.
—Llevo tantos años fuera que Madrid se ha convertido en mi casa.
—¿Y no has tenido problemas?
—Hombre, aparte de que entre tanto blanco se me ve mucho —se rio—, ninguno. Pero muchos guineanos que llegan ahora a España buscando la libertad se encuentran con que la madre patria se ha convertido en la malvada madrastra. Además de la decepción que les produce darse cuenta de la ignorancia del pueblo español sobre lo que ha ocurrido y está ocurriendo aquí, desde la independencia ya no se les renuevan los pasaportes españoles a los naturales de Guinea, así que, encima, se convierten en apátridas. Pasan de tener dos países a no tener ninguno. A mí no me ha pasado porque estoy casado con una española. —Baltasar lo miró fijamente.
Kilian no pudo ocultar su sorpresa. Por unos segundos, una nueva ilusión se abrió camino en su corazón. Hablaría con Bisila y la convencería para que se fuera con él. Podrían empezar una nueva vida en otro lugar. Si otros lo habían hecho, ¿por qué ellos no?
Justo en ese momento, los camareros terminaron de retirar los platos y ofrecieron unas copas de whisky con soda. La orquesta inició la sesión de baile de noche en la glorieta con un tema de James Brown y la gente comenzó a abandonar las mesas para trasladarse al exterior. Gregorio se levantó y le dijo algo a Garuz. Kilian escuchó que este le respondía:
—No sé si es muy prudente que vayas solo.
—¿Adónde vas? —preguntó uno del grupo de la tele.
—A ver qué hay abierto por ahí.
—¿Podemos acompañarte? —preguntó otro—. Nos gustaría conocer un poco más la ciudad por la noche…
Gregorio se encogió de hombros y comenzó a alejarse seguido de los otros dos.
—Estos no pierden comba —dijo Miguel, con una sonrisa.
—Deberían tener cuidado —advirtió Baltasar haciendo un gesto en dirección a la mesa de su tío y demás autoridades de la Seguridad Nacional—. No les gusta que nuestras mujeres se vayan tan fácilmente con los blancos.
Gregorio salió solo del Anita. Hacía rato que los dos de la tele se habían marchado. Caminó con cierta inestabilidad hacia el coche. No se veía un alma. Abrió la puerta y, antes de meterse en el coche, una mano de hierro lo sujetó por el hombro. En segundos, y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, otras manos lo agarraron con fuerza, le colocaron un saco en la cabeza, lo empujaron y lo introdujeron en un coche que salió a toda velocidad hacia un lugar desconocido.
El coche se detuvo. Lo sacaron sin miramientos y lo hicieron caminar unos pasos. Escuchó el sonido metálico y chirriante de una verja de hierro al abrirse. En completo silencio, lo guiaron de malas maneras hacia el destino elegido. Entonces, le quitaron el saco de la cabeza. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde se encontraban. Los cinco o seis hombres estallaron en carcajadas al ver su expresión.
Estaba frente a una fosa abierta en la tierra junto a varias sepulturas. Un sudor frío comenzó a recorrerle el cuerpo. ¡Lo habían llevado al cementerio! Enseguida tuvo claras las intenciones de sus secuestradores. La orina comenzó a deslizarse por la cara interior de sus muslos.
—¿Ves este agujero,
massa
Gregor?
Sabían su nombre. La oscuridad impedía que pudiera reconocer sus rostros. Solo veía sus ojos inyectados de sangre. ¿Y qué más daba si los reconocía o no?
—Mira, lo hemos cavado para ti. Sí, solo para ti.
—¿Creéis que será lo suficientemente grande?
—¿Por qué no lo probamos?
Risas.
El primer golpe fue en la espalda. El segundo, a la altura de los riñones. Luego, puñetazos indiscriminados. Por último, un fuerte empujón que lo lanzó a la fosa y unas voces amenazadoras, vengativas, cargadas de resentimiento:
—Esto es solo un aviso, blanco. No sabrás cuándo, pero volveremos a por ti.
De nuevo, el estridente chillido de la verja.
Transcurrió un largo rato antes de que Gregorio recuperara la serenidad suficiente para arrastrarse fuera de la fosa, gimiendo por el dolor de las heridas, cruzar el silencio del camposanto con el ánimo sobrecogido, y orientarse. Cuando llegó a su coche, a pocos metros del club, los cortes de la cara habían dejado de sangrar, pero él ya había tomado una decisión.
Una vez en Sampaka, despertó a Garuz y le pidió el finiquito.
En cuanto amaneció, Waldo lo llevó al aeropuerto y Gregorio desapareció de Fernando Poo sin despedirse de nadie.
Miguel y Baltasar recogieron el material y lo guardaron en maletines metálicos.
—Gracias por acompañarnos para filmar el proceso de elaboración del cacao, Kilian —dijo Miguel—. Ha sido de lo más ilustrativo.