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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (85 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Allí había trabajado unos días en el muelle para conseguir algo de dinero con el que pagar el billete del autobús hasta Madrid en el que había tenido que soportar las miradas desconfiadas de aquellos que evitaban ocupar el asiento contiguo de ese extraño negro desarrapado que hablaba español. Ni siquiera la curiosidad les había hecho preguntarse cómo había llegado hasta allí. Y tampoco él había tenido ocasión de explicarles la tragedia que vivía el pueblo guineoecuatoriano. Pensaba que todo sería más fácil. Que en cuanto les dijese que una vez habían sido todos españoles, abrirían los brazos y lo acogerían con comprensión y cariño.

—No tengo nada más —repitió, desolado.

El policía se levantó la gorra con una mano y se rascó la cabeza.

—Pues aquí no queremos ni vagos ni maleantes. Tendré que llevarte a comisaría.

Waldo lo miró con extrañeza. ¿Había asumido un terrible riesgo para terminar en el mismo punto? Se sintió tentado de echar a correr, pero las fuerzas comenzaban a fallarle.

—Allí al menos te darán de comer y ropa limpia —continuó el policía—. Luego ya veremos qué pasa contigo.

Waldo asintió con resignación. El policía lo introdujo en su coche y Waldo aprovechó los minutos de trayecto para cerrar los ojos y sumirse en un estado de sopor hasta que llegaron a los bajos de un edificio gris de varias plantas donde estaba la comisaría, en cuyo vestíbulo, abarrotado de personas que lo miraban con descaro, tuvo que esperar.

Después de un rato que le resultó interminable, el policía regresó acompañado de otro.

—Estás de suerte —le dijo—. Aquí, el compañero me comenta que sabe de alguien que se hace cargo de personas como tú. Te llevaremos con él.

El otro intervino:

—Iremos andando. La parroquia del padre Rafael no está lejos.

Waldo juntó las manos ante su pecho y sintió renacer la ilusión. ¿Sería posible que ese fuese el padre Rafael de Sampaka? Cuando distinguió su gruesa figura, su cojera y su poblada y canosa barba, dio gracias a Dios y a todos los espíritus que pudo recordar.

No fue hasta después de largos minutos de sollozos y balbuceos cuando, sentado en uno de los bancos de la iglesia, pudo narrarle el calvario que sufrían sus hijos abandonados.

Ese mismo día, el padre Rafael llamó a Manuel y le informó de la aparición de Waldo y de las terribles noticias que traía de Guinea. Manuel envió un telegrama urgente a Kilian para que se pusiera en contacto con él.

«Sé cómo puedo ayudar a Bisila», escribió.

La senda que subía a Bissappoo había sido recientemente abierta a base de machetazos. La alfombra de hojarasca removida indicaba el paso de muchas botas. José tuvo un mal presentimiento. Cuando llegó a la buhaba, sin aliento, sus sospechas se confirmaron. Entonces más que nunca lamentó que su cuerpo encorvado hubiera perdido su agilidad. No había llegado a tiempo al poblado para dar aviso de que buscaban a su hijo Sóbeúpo, de lo cual se había enterado Simón por medio de otros. Un penetrante olor a humo llegó desde el otro lado del arco de entrada. Se acercó con cuidado y vio las llamas. Bissappoo ardía entre los gritos de angustia de sus vecinos, agrupados bajo las amenazas de los fusiles de los guardias. José se llevó las manos a la cabeza, cubierta ya por un cabello completamente cano.

Algo se clavó en sus costillas.

—Tú, viejo. Andando.

Lo llevaron con los demás. Al primero que distinguió fue a Iniko. ¡Pero si todavía era demasiado joven! Les indicó con un gesto que guardaran silencio. Un vistazo rápido le indicó que, según el plan de reclutamiento masivo para sustituir a los nigerianos en las plantaciones, los hombres en edad de trabajar incluían a ancianos, enfermos y niños. Localizó con la mirada al mando superior de los militares y se acercó para mostrarle un documento que siempre llevaba en el bolsillo.

—Soy el encargado de la finca Sampaka.

El militar leyó el documento y se lo devolvió en actitud arrogante.

José frunció el ceño. Extrajo unos billetes del bolsillo y se los entregó al militar.

—Perdone, me había olvidado del sello de garantía.

El hombre sonrió.

—Esto está mejor.

Una vez más, José dio gracias mentalmente a Kilian por su ayuda desde la distancia. ¡Ojalá pudiera contarle lo imprescindible que estaba resultando el dinero que enviaba para que él y su familia pudieran sobrevivir!

—He subido a buscar trabajadores para la finca —mintió José de manera convincente—. Necesito una docena.

—Pues cógete cinco. Los demás van a otro sitio.

—¿Por qué quemáis el poblado? ¿No es suficiente con llevarse a los hombres?

—No nos han querido decir dónde se oculta un conspirador. Todos ellos están acusados de subversión.

—Entonces, ¿no lo habéis encontrado?

—No.

José suspiró aliviado para sus adentros. A su hijo Sóbeúpo no lo encontrarían tan fácilmente si se había ocultado en el bosque. Con el corazón en un puño, vio como las llamas devoraban su casa y las de sus familiares y vecinos. Las mujeres recogían lo que podían en hatillos y se despedían de sus hombres entre lamentos. Algunas se acercaban a José.

—¿Y ahora adónde iremos? —le preguntaban.

—A Rebola. Allí os ayudarán.

—¿Y los hombres? ¿Qué harán con ellos? ¿Cuándo los volveremos a ver?

—Intentaré averiguar a qué plantaciones se los llevan. Necesitan trabajadores, les darán comida, no les pasará nada. —Ni él mismo se creía lo que decía—. Algún día todo esto terminará.

Señaló a Iniko y a cuatro sobrinos de su misma edad y les indicó que le acompañaran sin decir nada. Caminaron hasta el militar que le había dado permiso para elegirlos.

—Me llevo a estos.

—Muy jóvenes. No eres tonto.

—Tienen fuerza, sí, pero les falta experiencia. Me costará enseñarles.

—No te olvides de las dos horas diarias de instrucción militar.

Los seis lanzaron una última mirada a lo que quedaba de Bissappoo y se marcharon con la incertidumbre de si volverían a ver a los hombres que, abatidos, esperaban entre cañones de fusiles e insultos el momento del último adiós de sus madres, mujeres e hijas.

La radio comenzó su emisión como todos los días, con la letanía de todos los cargos que Macías ostentaba. A continuación, sonaron las primeras canciones de alabanza a su persona. Bisila apagó el aparato. Estaba harta de no poder escuchar otro tipo de música.

—¿No te gusta la música? —preguntó el médico, un hombre de facciones finas y sonrisa amable.

—Me molesta cuando estoy concentrada.

Edmundo esbozó una sonrisa.

Bisila estaba harta de muchas cosas. Nunca antes había habido tanta escasez de todo, hasta de cosas tan básicas como el azúcar, la sal, la leche o el jabón. No había luz, ni agua, ni carreteras, ni transportes. Para colmo, hacía pocos días, unos policías habían irrumpido en su casa para registrarla mientras Laha estaba en el colegio. Buscaban cualquier resto de la época colonial para destruirlo y habían recibido el chivatazo de que ella, en concreto, había tenido mucha relación con los españoles. Había guardado el salacot en un hueco en la pared, que luego había cerrado. Todavía recordaba la mirada del policía cuando, de manera imprudente, le había preguntado con sorna:

«¿No es mucho trabajo recorrer todas las casas de Fernando Poo?».

«Ya no se llama Fernando Poo sino Isla de Macías Nguema Biyogo Ñegue Ndong. —El hombre se había inclinado sobre ella—. ¿O es que echas de menos a tus amigos españoles?»

Bisila había cambiado rápidamente de actitud y había tenido que recurrir una vez más a la técnica del soborno, arriesgándose a ofrecerles la excusa para volver otro día y preguntarle de dónde había sacado el dinero. Y así pasaban los días, en continua alternancia de miedo e incertidumbre, sobreviviendo gracias a su ángel guardián que, desde la distancia, velaba por ella como si lo tuviese pegado a su piel…

—¿Entras conmigo? —dijo Edmundo—. Se prevé un parto difícil.

Edmundo era un excelente médico y compañero. Desde que había llegado al hospital de Santa Isabel, bueno, se corrigió Bisila mentalmente, de Malabo, su vida había mejorado. Edmundo gozaba de buen nombre y prestigio y gracias a sus influencias siempre podía conseguir alimentos en el mercado negro.

Entraron en el quirófano. Una mujer yacía en la cama con la mirada un tanto perdida. Una enfermera se acercó y les susurró:

—No quiere colaborar. Dice que le da igual morir o que el bebé muera, que se lo saquemos como queramos, pero que ella no piensa empujar.

Bisila frunció el ceño.

—¿Por qué no habría de querer una madre a su bebé? —preguntó Edmundo.

—Por lo visto, la violaron un grupo de esos jóvenes del presidente… —explicó la enfermera, en voz baja. Luego se marchó.

Edmundo soltó un bufido.

Bisila se acercó a la mujer y buscó su mirada.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Wéseppa.

—¿Es cierto que no quieres a tu hijo, ahora que está a punto de ver la luz?

Los ojos oscuros de la mujer se llenaron de lágrimas.

Bisila la cogió de la mano, se inclinó y le habló al oído. Solo alguien como ella, que había pasado por la misma situación, podía comprender a la mujer.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Edmundo desde los pies de la cama.

Bisila lo miró y asintió.

—Wéseppa colaborará —dijo.

El parto fue difícil, pero al cabo de dos horas, Bisila puso sobre el pecho de la mujer una preciosa niña.

—¿Cómo la vas a llamar?

—No lo he pensado —respondió Wéseppa, acariciando tímidamente una de las diminutas manitas del bebé.

Bisila recordó un bonito nombre de la mitología bubi.

—¿Qué te parece Börihí? —sugirió.

La mujer asintió.

De pronto, la puerta se abrió y entraron dos policías.

—¡Estamos en un hospital! —se indignó el médico—. ¡Aquí no se puede entrar de esta manera!

—Buscamos a una tal Bisila.

—¿A mí? —Ella se sobresaltó—. ¿Por qué?

—¿No eres tú hermana de Sóbeúpo de Bissappoo?

A Bisila le dio un vuelco el corazón. La recién nacida comenzó a llorar.

—Sí.

—Entonces dinos dónde está ese conspirador. —Se giró hacia la cama donde una aterrada Wéseppa mecía a su hija—. ¡Haz que se calle!

La mujer se acercó el bebé al pecho.

—No lo sé —respondió Bisila.

«Entonces, no lo han encontrado…»

El policía se situó frente a Bisila en actitud intimidatoria.

—¿No lo sabes? —La cogió por el brazo—. Te vienes con nosotros y lo comprobamos.

Bisila se quedó muda. Cuando la policía entraba en un sitio buscando a alguien, nunca se marchaba con las manos vacías. Mentalmente dio gracias por que Iniko, que estaba en una edad difícil, estuviera en Sampaka con el abuelo Ösé. Pero ¿qué pasaría con Laha? ¿Quién lo recogería esa tarde del colegio?

Edmundo se apresuró a intervenir:

—¡Suéltala ahora mismo!

El otro policía se acercó:

—¿También quieres tú acompañarnos?

—Soy el doctor Edmundo Nsué. Conozco al presidente en persona. Bisila es muy necesaria en este hospital y no vamos a prescindir de ella. Si hace falta, hablaré yo mismo con el presidente.

Ambos hombres cruzaron una mirada de duda. Bisila se soltó de su brazo y se apartó.

Los hombres no se movían.

—Muy bien —dijo Edmundo, quitándose la bata—. Yo iré con vosotros a ver a nuestro presidente, Gran Maestro y Único Milagro. Él sabrá cómo solucionar esto. Y lo hará bien, como siempre hace todo.

Los policías se sorprendieron de la determinación del médico. Uno de ellos hizo una seña al otro para que se dirigiera a la puerta.

—Comprobaremos lo que has dicho —dijo malhumorado antes de salir.

Bisila soltó un suspiro y se dejó caer en una silla.

—Gracias, Edmundo. ¿Es cierto eso?

El médico se inclinó sobre ella y le susurró al oído.

—Sí. Tranquila. Estás a salvo. No he conocido a nadie más hipocondríaco que Macías, y tus remedios de plantas funcionan con él. Los he probado.

Bisila sonrió. En cualquier otra circunstancia, Edmundo podría haber sido un buen compañero de vida. Era evidente que él deseaba algo más con ella y a ella le resultaba muy difícil mantener el equilibrio de una relación de amistad y trabajo. Por un lado, no podía rechazar sus insinuaciones abiertamente. —No sería la primera acusada de conspiración contra el régimen por el despecho de un amante rechazado—. Por otro, la soledad era tremendamente cruel en esos tiempos de abandono y desánimo.

Se puso en pie y caminó hacia la ventana. El sol del atardecer intentaba abrirse paso entre las brumas. En pocas horas llegaría la noche y, con ella, los recuerdos. Se llevó una mano a los labios que tanto añoraban los besos de Kilian. Habían pasado años desde su marcha y todavía podía sentir su olor, su sabor y el sonido de su voz. A veces soñaba con él, y las imágenes eran tan nítidas que odiaba despertarse. ¿Qué estaría haciendo Kilian en esos momentos? ¿La echaría tanto de menos como ella a él?

—Trae a la niña. —Carmen cogió a Daniela de los brazos de Kilian—. Nos vamos a casa, Clarence, que empieza a hacer frío.

—Nosotros también nos vamos —dijo Jacobo.

Los últimos rayos del sol otoñal chocaron contra los cristales de un enorme hotel construido junto al río y produjeron cientos de destellos. Kilian y Jacobo siguieron los pasos de Carmen, aunque con mayor lentitud. Al poco, ya la habían perdido de vista.

—Cómo ha cambiado todo, ¿verdad? —comentó Jacobo.

Kilian asintió. El antiguo sendero a las fincas más alejadas del pueblo se había convertido en una ancha carretera a cuyos lados se elevaban bloques de apartamentos. Su mente se trasladó a otro lugar donde la selva y las tradiciones habían sucumbido, primero a la colonización de extranjeros, y luego a la incertidumbre. Cualquier cosa o comentario servía para que sus pensamientos se llenasen de imágenes de aquellas personas a quienes no había visto en una década y de quienes no había podido saber nada después de las noticias de Waldo.

Jacobo carraspeó. No sabía muy bien cómo sacar el tema. En los últimos años habían pasado muchas cosas. Las negociaciones de permuta de terrenos con la estación de esquí estaban siendo más lentas de lo previsto. Jacobo no podía asistir a las reuniones porque le hervía la sangre. Ambos hermanos se sentían ofendidos por la actitud intimidatoria de los abogados de la empresa de la estación de esquí, que pretendía obtener los terrenos de los vecinos a precios irrisorios, con el argumento de que, gracias a ellos, llegaría la prosperidad al valle, y la promesa de que, a cambio, recibirían parcelas urbanizadas sin fecha de entrega.

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