—Ojalá lo hubieseis visto hace unos años… Ahora está todo que da pena verlo. Con los que estamos no llegamos a mantener la maleza a raya. Y, además, no sacamos ni una décima parte de la producción anterior… —Unas gotas comenzaron a caer desde el cielo y los tres entraron rápidamente en el vehículo.
El trayecto más corto y seguro al bloque de pisos que ocupaban los miembros del equipo de televisión discurría por la zona residencial donde estaba la casa de la familia de Julia. El par de veces que Kilian había pasado por delante de la factoría Ribagorza se le había encogido el corazón. Había tenido la sensación de que en cualquier momento la puerta se abriría para que saliera Emilio o su hija…
—¿A dónde van todos esos? —preguntó Baltasar.
Sin previo aviso, la calle se había ido llenando de jóvenes que corrían en diferentes direcciones. Los que iban en el mismo sentido que ellos llevaban las manos vacías. Aquellos con quienes se cruzaban llevaban objetos de todo tipo y botellas que rompían contra el suelo, entre risas descontroladas, para beber el contenido. Tuvo un mal presentimiento. Sin aminorar la velocidad, Kilian hizo avanzar el vehículo y, a pocos metros de la antigua factoría de Emilio, se detuvo.
—¡Oh, Dios mío! ¿Pero qué hacen?
Decenas de jóvenes estaban destrozando la tienda. Unos rompían los cristales con gruesos palos de madera. Otros entraban en el local para salir cargados de productos. De pronto, vieron que sacaban a empujones a un hombre blanco, probablemente el nuevo dueño, el portugués João, quien, con las manos juntas, imploraba que no le hicieran nada. Sin escuchar sus súplicas, comenzaron a darle una paliza brutal. La sangre salpicó el suelo. Sin pensarlo dos veces, Kilian salió del coche disparado y corrió hacia ellos gritando y agitando los brazos.
—¡Parad! ¡Parad de una vez!
Enseguida se dio cuenta de su error. Un joven alto con la cabeza rasurada se giró y esbozó una sonrisa burlona.
—¡Ahí viene otro! ¡A por él!
Con el corazón latiéndole a gran velocidad, a la mente de Kilian llegaron instrucciones confusas de otros tiempos de cómo tratar a los braceros: firmeza, serenidad, entereza…
—¡Dejad ahora mismo a ese hombre! —gritó.
—¿Y por qué, blanco? —El joven de la cabeza rasurada se le acercó balanceando el cuerpo con arrogancia—. ¿Porque lo digas tú?
En un segundo, Kilian se vio rodeado por varios hombres, la mayoría de los cuales no tendría más de veinte años. Sintió que la convicción lo abandonaba.
—Ningún blanco nos da órdenes —dijo el otro.
Los palos se alzaron en el aire. Kilian cruzó los brazos sobre su cara. Esperó, pero no sucedió nada. Entonces, escuchó una voz familiar que, en tono firme pero amable, decía:
—Yo en vuestro lugar no haría eso. —Baltasar se había colocado entre él y los jóvenes sedientos de venganza—. Soy el sobrino del jefe de policía, de Maximiano, y este hombre es amigo suyo.
Sin girarse, le dijo a Kilian:
—Vuelve al coche. Yo quiero hablar con estos muchachos y que me expliquen por qué están tan enfadados. —Les hizo una pregunta en fang y los otros soltaron una retahíla eufórica de explicaciones.
Kilian entró en el coche. Las piernas todavía le temblaban. Miguel estaba encogido en el asiento de atrás.
Kilian no dijo nada. Miró por la ventanilla hacia la ventana del salón de la vivienda y sintió un nudo en la boca del estómago. Una mujer con un bebé en brazos apretaba contra su cintura a un niño de unos cinco o seis años. A pesar de la distancia, creyó escuchar sus lloros provocados por el atroz terror del que estaban siendo testigos. ¿Volverían a ver a su padre y marido con vida?
Baltasar regresó al coche acompañado del joven de la cabeza rasurada. Baltasar se despidió y entró. El joven se inclinó en busca de la mirada de Kilian.
—Otro día no tendrás tanta suerte.
Kilian puso el motor en marcha y comenzaron a alejarse.
—Gracias, Baltasar —dijo—. Me has salvado la vida.
El otro, abatido, sacudió una mano en el aire como queriendo olvidar el asunto y no dijo nada.
—¿Se puede saber qué mosca les ha picado? —preguntó Miguel al cabo de un rato.
—Un grupo de mercenarios portugueses ha intentado invadir Guinea Conackry. Macías ha dado vía libre a sus juventudes para que se manifiesten contra los portugueses.
Miguel soltó un bufido.
—Pues vaya manera de expresar su protesta… Esta tarde me subo a la emisora del pico y no pienso bajar en una semana.
—No es mala idea, tal como están los ánimos… —musitó Baltasar.
Kilian lo miró de soslayo. Estaba seguro de que en su mente se repetía el mismo pensamiento que en la de todos.
¿Qué demonios le estaba pasando a ese maldito país?
—¿Por qué no nos vamos? —insistió Kilian.
—¿Irnos adónde?
Esa conversación ya había tenido lugar.
—A España. Juntos. Eres mi esposa. Te llevaré conmigo.
—Mi sitio está aquí.
—Tu sitio está conmigo.
Kilian se incorporó, se sentó en el borde de la cama y agachó la cabeza.
—Todos se marchan —dijo—. Por eso pienso en todas las opciones.
Bisila se sentó a su lado.
—No puedo irme de aquí. Los hijos de blanco y negra son guineanos, no españoles. No los dejarían salir.
Un silencio.
—Además, yo no pertenezco a Pasolobino. No encajaría. Siempre sería la negra que se trajo Kilian de Rabaltué de la colonia.
Kilian protestó:
—¡Serías mi mujer! ¡Ya se acostumbrarían!
—Pero yo no quiero que nadie se tenga que acostumbrar a mí.
—También podríamos vivir en Madrid, o en Barcelona… Me colocaría en cualquier fábrica.
—Eres un hombre de tierra, de montaña, de finca… En una ciudad serías infeliz. Con el paso de los años me echarías a mí la culpa de tu tristeza y nuestro amor se acabaría.
—Entonces, solo tenemos una opción: quedarme aquí. En la finca todavía me siento seguro.
Bisila se levantó, caminó unos pasos, miró por la ventana, deshizo el camino y se dirigió hacia la mesa sobre la que se apoyaba un pequeño espejo. En el espejo Kilian había pegado la única foto que tenían de los dos juntos. Sonrió al recordar el día que Simón se presentó ante ellos con su recién adquirida máquina de fotos:
A ver, Bisila. Tú ponte aquí… Así… Fernando, ven, ponte junto a tu madre. Aquí quieto. Y ahora sonríe… Kilian, ahora tú, aquí, sí, así está bien. Puedes apoyarte en el camión si quieres. ¡Espero que salga bien
!
La vida tenía ironías: en cuanto habían conseguido ser libres para amarse sin esconderse, había comenzado la persecución de los blancos.
—Sí, en la finca estás seguro —repitió ella sin apartar la vista de la fotografía—. Pero… ¿hasta cuándo?
—¿Adónde van? —Kilian, extrañado, siguió a Garuz hasta el centro del patio principal. Varios braceros que portaban abultados fardos con sus escasas pertenencias se habían agrupado allí. Iban acompañados de sus mujeres e hijos. Distinguió a Bisila cogida del brazo de Lialia, y a Oba con uno de los hijos de Ekon en brazos.
—¿Adónde vais? —repitió Garuz.
—Nosotros también nos marchamos,
massa
—respondió Nelson con voz grave—. Han llegado noticias de que podemos regresar a casa. Aquí hay poca cosa que hacer.
—Pero… ¿y la guerra? —preguntó Kilian.
—Ha terminado. Van a perdonar a los vencidos. Bueno, eso dicen. Y han enviado barcos a buscarnos.
—No queremos que nos pase como a los portugueses —intervino Ekon—. El presidente de aquí solo quiere a los guineanos.
Kilian agachó la cabeza. También ellos. También ellos se iban. Sus últimos compañeros. ¿Y la cosecha? ¿Quién recogería los frutos que maduraban en los árboles?
Garuz soltó un juramento y se fue a su despacho.
Bisila se situó junto a Kilian. Nelson extendió la mano para despedirse de su jefe, pero este sacudió la cabeza.
—Os llevaré en el camión. Es un largo camino para los niños.
—No sé si es…
—Me da igual si es prudente o no. Iré con vosotros.
—Yo también iré —dijo Bisila.
Una hora más tarde, el grupo de nigerianos comenzó a descender por la
cuesta de las fiebres
con la determinación convertida en preocupación. Cientos de personas se amontonaban en el pequeño espigón mientras las autoridades guineanas pedían la documentación uno por uno, antes de permitirles acceder a la estrecha pasarela por la que subían al barco que el Gobierno nigeriano había enviado para llevarlos a casa.
Kilian y Bisila se quedaron apoyados en la balaustrada de la balconada superior, mezclados con los numerosos curiosos que se habían desplazado al puerto para ver la marcha de los nigerianos. Afortunadamente, no era el único blanco, pensó Kilian. Entre otros, distinguió a lo lejos a varios compañeros de Miguel y Baltasar. Cada pocos segundos, Bisila levantaba la mano y saludaba a Lialia y a sus hijos. Kilian admiró su capacidad para esbozar sonrisas de ánimo cuando sabía lo triste que se sentía al perder a su mejor amiga. Los hijos de Ekon y Lialia, a quienes había curado pequeñas heridas y enfermedades desde pequeños, también se despidieron de ella varias veces desde la distancia hasta que les llegó el turno de embarcar.
Nelson y Ekon mostraron sus papeles. Lialia hizo lo mismo. Cuando le llegó el turno, Oba enseñó su pasaporte y el policía frunció el ceño. Conversó con su compañero unos segundos que a ella le parecieron eternos y finalmente dijo:
—Tú eres guineana. No te puedes marchar.
Oba sintió que la tierra se ablandaba bajo sus pies.
—Pero me voy con mi marido…
Nelson retrocedió unos pasos. Los pasajeros tras Oba comenzaron a impacientarse y a emitir gritos de protesta.
—¿Qué ocurre?
El policía levantó la vista hacia el grandullón de cara redonda que no apartaba la vista de la muchacha intentando mantener una calma que no sentía.
—¿Y a ti qué te importa?
—Esta mujer es mi esposa.
—A ver, papeles.
Nelson y Oba sintieron un súbito temor. Desde mucho antes de que ella se fuera a vivir a la finca tenían planeado casarse, pero, por una razón u otra, lo habían ido retrasando.
—¿Dónde está el certificado de matrimonio?
—Lo hemos perdido —respondió rápidamente Nelson, deseando con todas las fuerzas de su corazón que el policía aceptara la mentira y dejara pasar a Oba.
—Pues entonces no se va. —La agarró por el brazo y la separó de la fila con tanta fuerza que Oba cayó al suelo. Los gritos de impaciencia aumentaron, ahora ya mezclados con la indignación por los malos modos del hombre.
—¡Oba! —Nelson empujó a los dos policías y se agachó junto a ella. Desde el barco llegaron las voces desesperadas de Ekon, Lialia y los familiares de Nelson, extrañados de que tardaran en subir. La sirena del barco indicó que estaba próximo a partir. Los que quedaban en tierra comenzaron a empujar y arrollaron a los policías. Desde el suelo, uno de ellos sacó su arma y comenzó a disparar indiscriminadamente. El otro lo imitó, y varias personas cayeron al suelo. Los gritos de impaciencia e indignación se transformaron en aullidos de pánico y dolor. Los que pudieron subir llegaron hasta la pasarela. Otros, aturdidos, intentaban socorrer a sus familiares heridos.
Desde arriba, Kilian y Bisila observaban atónitos la escena. Cuando los disparos cesaron, el barco comenzó a deslizarse tranquilamente sobre las aguas, ajeno al desconcierto de las personas que inclinaban sus cuerpos sobre la barandilla de cubierta en un vano intento de saber qué les había sucedido a sus amigos o familiares. En el espigón, varios cadáveres yacían en el suelo junto a hombres y mujeres que se llevaban las manos a la cabeza entre lamentos. Bisila apretó con fuerza la mano de Kilian y ahogó un grito cuando reconoció a Oba.
Sentada, con la cabeza ensangrentada de Nelson en su regazo, Oba se mecía hacia delante y hacia atrás, como si estuviera acunándolo. Ningún sonido salía de su garganta. Como un indefenso pez a punto de morir, abría y cerraba la boca mientras sus pequeñas manos acariciaban el cabello de su hombre, empapándose de su sangre.
—¡Qué sorpresa, Kilian! —exclamó una voz mordaz a su lado—. ¿Todavía por aquí? Pensaba que ya no estarías entre nosotros…
Kilian captó la doble intención de las palabras de Sade. No creía que se refiriera tanto a la isla de Fernando Poo como al mundo de los vivos. No había dejado de sospechar que la mujer y sus amistades habían estado detrás de la paliza a Gregorio. Tal como había puesto de manifiesto en el casino, gozaba de la amistad de personas de alto rango. Cogió a Bisila de la mano.
—Será mejor que nos alejemos de aquí —dijo.
Sade entornó los ojos. ¿Por qué le resultaba familiar esa mujer? ¿Dónde la había visto antes? Esos ojos tan claros… Entonces recordó el día en que, a petición de Jacobo, fue al hospital a cuidar de Kilian y ella estaba allí, sujetándole la mano… Y después, el mismo día que Kilian rompió con ella, la había visto cerca de la vivienda de los europeos. ¿Así que esa era la que le había robado los favores de Kilian? Se pasó la lengua por el labio inferior.
No sabía cómo, pero algún día también se vengaría de ella.
Los tres hombres apuraron unos
saltos
de coñac después de cenar. Hacía semanas que la comida europea escaseaba, pero, gracias a la generosidad de la naturaleza, los huertos seguían produciendo abundantes verduras, y las gallinas, abandonadas a su libre albedrío tras la misteriosa desaparición de Yeremías, no habían alterado su producción de huevos.
—Se habrá marchado a su pueblo —dijo Garuz—. Otro menos.
—¿De dónde era? —preguntó Kilian.
—De Ureka —respondió el padre Rafael—. Se ha ido con Dimas, que va y viene del poblado a Santa Isabel para ayudar a huir a sus amigos. Esta vez no ha querido ni esperarse a la farsa de juicio que Macías ha montado contra los condenados por el intento de golpe de Estado del año pasado. La mayoría ya han sido asesinados. Y de otros, como su hermano Gustavo, no se sabe nada.
De pronto, la luz sobre la mesa del comedor se apagó. Instintivamente miraron por la ventana y solo vieron oscuridad.
—Dichosos generadores… —Garuz buscó unas cerillas en su bolsillo—. ¿Qué más queda por estropearse?
—Iré a ver qué pasa. —Kilian se levantó y cogió un quinqué de una mesita auxiliar.
Salió al exterior, bordeó el edificio y abrió la puerta del pequeño cuarto de máquinas.