Un golpe en la espalda lo dejó sin respiración. No pudo ni gritar. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, nuevos golpes, puñetazos y patadas cayeron sobre cada centímetro de su piel hasta que se derrumbó. Instantes después, perdió el conocimiento.
En el comedor, Garuz y el padre Rafael comenzaron a extrañarse de la tardanza de Kilian. Cogieron otro quinqué y decidieron ir en su busca. Cuando llegaron al pequeño cuarto, Kilian yacía inmóvil en un charco de sangre.
—Kilian, ya está todo organizado —anunció José—. La semana que viene cogerás un avión de vuelta a España. Viajarás con Garuz y el padre Rafael. Los últimos de los últimos. Si no lo haces, Simón y yo te llevaremos a rastras.
—…
—Dime algo, Kilian. No me mires así. Lo hago por ti. Lo hago por Antón. Se lo prometí a tu padre. ¡Le prometí que cuidaría de ti!
—Bisila…
—¡Bisila, ven! ¡Vente conmigo!
—No puedo, Kilian, y tú lo sabes.
—Yo tampoco puedo irme.
—Si no lo haces, te matarán.
—Y si me voy, también me moriré.
—No. No lo harás. Recuerda las veces que me hablaste de tu obligación para con tu pasado. ¿Ves? Los espíritus han resuelto tu dilema moral. Debes irte y vivir tu vida, ocupar tu puesto en Casa Rabaltué. Sé que lo harás tan bien como siempre se ha esperado de ti.
—¿Cómo puedes hablarme de los espíritus ahora? ¿Es esto lo que quieren? ¿Es esto lo que quiere Dios? ¿Separarnos? ¿Qué pasará con Iniko y con Fernando? ¿Qué pasará contigo?
—No te preocupes por mí. Seguiré trabajando. Las enfermeras siempre tenemos trabajo y más en tiempos de conflictos. No me pasará nada, ya lo verás.
—¿Cómo lo sabré? ¿Cómo podré tener noticias de ti?
—Lo sabrás, Kilian. Lo sentirás. Estaremos lejos, pero estaremos cerca. Siempre estaré a tu lado.
¿Cómo habría de recordar Kilian lo que nunca pudo olvidar, sino que permaneció continuamente presente, aunque en medio de una neblina, a ratos nítida, a ratos confusa?:
El apretón de manos de Waldo.
Las lágrimas de Simón y su silenciosa promesa de no hablar más el idioma de aquel a quien había logrado apreciar a pesar de sus sentimientos políticos.
Las palabras de un apesadumbrado Lorenzo Garuz encargándole a José el cuidado de la finca.
El llanto silencioso del padre Rafael.
La textura del cabello de Fernando Laha.
La desesperación con la que amó a Bisila la última noche. Su esencia. El sabor de su piel. El brillo de sus ojos transparentes.
La lluvia tropical. Los relámpagos. El collar de conchas sobre su pecho.
Su guardiana, su
waíríbo
, su amor, su
mötémá
, su dulce compañía en la incertidumbre, en el miedo, en los momentos de debilidad, en la alegría y en la tristeza, hasta que la muerte…
La ternura cálida, densa, perezosa y cruel de un último beso.
Los sollozos.
Las palmeras reales, firmes hacia el cielo, impávidas ante la estela de dolor que dejaba a sus pies aquel que se veía obligado a abandonar Sampaka.
La insuficiente presión de las manos de Ösé. El último contacto de sus yemas. El largo, profundo y emotivo abrazo. Su promesa de llevar flores a la tumba de su padre.
El DC8 sobre aquel mundo verde que una vez invadió su ser y que se fue convirtiendo en una leve mancha en el horizonte hasta que desapareció.
Garuz, Miguel y Baltasar a su lado.
Las palabras de su padre, pronunciadas miles de años atrás:
No puedo decirte ni cómo ni cuándo, pero llegará un día en que esta pequeña isla se apoderará de ti y desearás no abandonarla… No conozco a nadie que se haya marchado sin derramar lágrimas de desconsuelo…
La brevedad del viaje en avión que le hizo añorar la sosegada labilidad de aquellos buques.
El aterrizaje en Madrid.
La despedida de Garuz, después de abrazar a su esposa:
—Anímate, al menos estamos vivos.
Las palabras de Baltasar:
—Algún día podremos regresar sin problemas.
Las palabras de Miguel:
—¿Sabes qué es lo primero que me han dicho los jefes de la tele al bajar del avión? Que de todo esto, ni una palabra a la prensa…
El tren a Zaragoza. El autobús hasta Pasolobino.
Los once años de oscuridad.
El silencio.
El tenue pero cada vez más intenso y esperanzador rayo de luz cuando nació su hija, pocos meses después de que él cumpliera cincuenta años.
Daniela.
Como ella.
Materia reservada
1971-1980
—Si algún día sales de aquí, Waldo —dijo Gustavo, recostado contra la fría pared de su celda—, prométeme que buscarás a mi hermano Dimas de Ureka y le hablarás de mí.
Waldo asintió con los ojos cerrados y mentalmente se hizo otra promesa.
Saldría de ese lugar.
De pronto, escucharon jaleo de gritos, insultos, golpes y pisadas. Segundos después, el cerrojo de la puerta de hierro chirrió, la puerta se abrió y dos fornidos guardias arrojaron un cuerpo desnudo, como si fuera un saco de patatas, al suelo de tierra de la celda.
—¡Aquí tenéis a un nuevo compañero! —gritó uno de los guardias mientras lanzaba una lata vacía al fondo del cubículo—. ¡Enseñadle las normas!
Soltó una carcajada.
Gustavo y Waldo esperaron a que las pisadas se alejaran y entonces se arrodillaron junto al hombre malherido. ¿Cuántas veces habían pasado por esa misma situación? Más de una docena desde aquel día que cruzaron la puerta de hierro, primero Gustavo y un tiempo después Waldo, hasta el gran patio rodeado de altos muros en los que se alzaban tres tenebrosas construcciones en forma de nave. Ambos habían sufrido la misma rutina. Los llevaron a la oficina del jefe, los azotaron hasta que perdieron el conocimiento y los encerraron en una caja de cemento, de la altura y anchura de un hombre, exactamente igual que las otras dispuestas en hileras dentro de una de las naves. Un pequeño tragaluz en el techo, protegido por barrotes, permitía la entrada de los inquietantes sonidos de la noche y la comunicación con otros presos, siempre y cuando todavía no hubiesen pasado por el cuarto de interrogatorios. Entonces, los únicos sonidos que circulaban por los muros de la prisión de Black Beach eran los alaridos inhumanos, los gritos de desesperación y de sufrimiento y algún ronquido gutural.
El hombre intentó moverse.
—Quieto —dijo Gustavo—. Es mejor que te quedes tumbado sobre el pecho y el vientre. Sé lo que digo.
Los guardias se habían ensañado salvajemente con ese pobre hombre. Tenía la espalda y las piernas llenas de heridas abiertas y le faltaba piel y algún trozo de carne. Seguro que el sargento jefe de la cárcel había soltado a su perro. Tardaría dos o tres días en poder cambiar de posición. Cuando pudiera hacerlo, se lo llevarían de nuevo para darle más azotes sobre el cuerpo cubierto de llagas. Y así hasta que se muriese, o se cansasen, o decidiesen enviarlo a chapear como a ellos. Para los carceleros, el preso no tenía alma, así que no se le debía ningún respeto y se le podía matar sin que constituyera ningún crimen, ni siquiera una leve falta. Si pudieran leer las inscripciones de las paredes, pensó Gustavo, en las que los presos habían escrito con su propia sangre sus últimos pensamientos angustiados, sabrían qué habían hecho con sus almas…
Durante un buen rato, Gustavo y Waldo hablaron sin obtener respuesta. Sabían por experiencia que las palabras de consuelo hacían mucho bien a los recién llegados. Le explicaron dónde estaban, cuál sería la rutina de comidas y de limpieza de la lata donde tendría que hacer sus necesidades. Le dijeron que el cuerpo se acostumbraba a los golpes y que existía la posibilidad de sobrevivir —como ellos, que llevaban mucho tiempo en la cárcel y aún estaban vivos— o de salir, por cualquier golpe de fortuna.
Cuando percibió que la respiración del otro se calmaba, Waldo le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Maximiano… ¿Por qué estáis aquí?
—Por lo mismo que todos.
Gustavo prefirió no dar más explicaciones. Desde que Macías había concentrado en su persona todos los poderes del Estado y creado un régimen de partido único, había comenzado una interminable y cruel caza y una indiscriminada purga tanto de opositores como de todos aquellos que, por su capacidad e influencia, pudiesen pretender llegar a la presidencia de la república. De repente, cualquiera podía ser un subversivo o enemigo del pueblo. En el caso de Gustavo, que había pertenecido a un movimiento político, las razones de su detención eran evidentes; no así las de Waldo, cuyos atrevidos y desafortunados comentarios en presencia de un antiguo guardia colonial, vestido de paisano, reconvertido en espía de Macías, habían bastado para encarcelarlo. En muchos otros casos funcionaba el sistema de la denuncia por cualquier motivo absurdo, incluso entre miembros de la misma familia, con tal de conseguir una promoción o saldar viejas cuentas. Gracias al ir y venir de presos, Waldo y él habían ido recibiendo noticias del exterior y de la paranoia del caprichoso presidente de la república.
—¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?
—Alguien me acusó de quejarme por el sueldo.
—Oh, eso ya es mucho —bromeó con amargura Gustavo.
Los funcionarios nunca sabían cuándo iban a recibir su sueldo ni el importe exacto. Cuando a Macías le convenía, sacaba algo del dinero de la nación, que guardaba en el cuarto de baño de su casa, y obligaba a los empleados del Gobierno a acudir a una reunión multitudinaria para entregarles la cantidad que a él le daba la gana como fruto de la benevolencia del «incansable trabajador al servicio del pueblo», que era como le gustaba referirse a sí mismo.
—Conocimos a uno a quien encerraron por criticar la calidad del arroz chino… ¿Verdad, Waldo?
—¿Y qué pasó con él? —preguntó Maximiano. En su voz había un deje de desesperación.
—Se lo llevaron de nuestra celda —mintió Gustavo.
Waldo se recostó contra la pared. Estaba harto de esa sucesión de días de pesadilla y noches de lamentos. Hacía semanas que él ya no derramaba lágrimas de dolor y rabia como Maximiano. Una única idea le permitía soportar los golpes y latigazos.
Aún no sabía cómo, pero un día encontraría la ocasión de fugarse.
—A ver, Laha. ¿Quién expulsó a los colonialistas e imperialistas españoles de Guinea Ecuatorial?
—¡Su excelencia Masie Nguema Biyogo Ñegue Ndong!
—Muy bien. ¿Y quién abortó las maquinaciones del imperialismo español del 5 de marzo de 1969?
—¡Su excelencia, el Gran Maestro en Enseñanza Popular, Arte y Cultura Tradicional, el Incansable Trabajador al Servicio del Pueblo…!
—¿Y quién ha construido los soberbios nuevos edificios de Malabo?
Laha recordó haber leído un cartel con el nombre de una empresa constructora frente a uno de esos edificios.
—¡La compañía Transmetal! —respondió sin dudar.
El maestro le arreó un golpe con una vara de madera. Laha soltó un quejido y se frotó el hombro.
—No. Los ha hecho su excelencia. Ten cuidado, Laha. Dentro de unos días nos visitará personalmente y te haré estas mismas preguntas. Más te vale que lo digas bien.
La semana siguiente, Laha y sus compañeros, perfectamente arreglados para la ocasión y contagiados por los nervios de los maestros, esperaban de pie a que la puerta de la clase se abriera y el objeto de sus devotos calificativos los visitara. Afuera se veía la fila de coches elegantes que conformaban la comitiva presidencial. Pasaban los minutos y nadie acudía al aula. De pronto, escucharon gritos y voces. El maestro fue el primero que se lanzó a mirar por la ventana. Varios escoltas se llevaban por la fuerza al director del colegio y a tres de sus compañeros sin escuchar ni sus explicaciones ni sus súplicas. Uno de los escoltas blandió una foto del presidente, como las que colgaban en cada aula, para que todos aquellos que miraban a través de la ventana la vieran. Alguien había dibujado una soga alrededor del cuello de Macías.
El maestro se sentó en su mesa y continuó la clase con voz temblorosa. Laha y sus compañeros se sintieron decepcionados por no poder conocer en persona al Único Milagro de su país.
Unos minutos después, Laha miró por la ventana y distinguió una figura conocida. Se puso en pie de un salto y llamó al maestro. Volvieron a pegar sus narices contra los cristales. Otro maestro de los cursos superiores daba instrucciones a cuatro o cinco jóvenes entre los que se encontraba Iniko. El maestro de Laha abandonó el aula. Al poco tiempo, se sumó al grupo del patio. Laha no comprendía qué pasaba, pero los adultos hacían gestos nerviosos mientras hablaban a los muchachos, quienes, después de asentir varias veces con la cabeza, desaparecieron. Laha apoyó una mano en el cristal. ¿A dónde iría su hermano?
El maestro regresó al aula y fue directo a Laha. Se agachó y le susurró al oído:
—Dile a tu madre que Iniko se ha ido a Bissappoo. Es mejor que se quede allí algún tiempo.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí?
Waldo, sobrecogido por los altísimos edificios de Madrid y los cientos de coches que cruzaban las avenidas más anchas que había visto en su vida, salió de su escondite y se situó frente al policía con la mirada fija en el suelo.
—Solo quería dormir un poco.
—¡Vaya! Hablas muy bien español. ¿De dónde eres?
—De Guinea Ecuatorial —repitió por enésima vez desde que había llegado a la Península.
—Enséñame los papeles.
Waldo sacó una pequeña tarjeta plastificada que se había encontrado cerca del muelle de Bata y se la entregó, confiando en que el hombre no notara la diferencia entre su rostro y el de la fotografía.
—Esto ya no sirve. Nos han avisado en una circular de la Dirección General de Seguridad de que tenemos que retirar el DNI a los guineanos que lo tenéis.
—No tengo nada más.
Waldo se frotó los antebrazos. Tenía frío y no había comido nada en varios días. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Todos sus esfuerzos no habían servido para nada. Todavía no se había recuperado del agotador viaje que había comenzado aquella mañana en que una boa de dos metros y medio había provocado la confusión en los cañaverales del aeropuerto y con la disputa entre los guardias para ver quién la mataba y se la llevaba de regalo al jefe de Black Beach para que se la comiera. Él mismo se había arrastrado como una serpiente, reptando sin respirar para alejarse del horror, durante cientos de metros hasta que le sangró la piel. Horas después había comenzado la huida nocturna en cayuco desde la isla hasta el continente y luego, el terror de las noches en la selva, el arriesgado paso a Camerún, la odisea como polizón en un buque mercante hasta Canarias y de ahí en otro hasta Cádiz.