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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (81 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Haz lo que tengas que hacer —respondió Garuz a su dilema—. Yo me quedo.

—Yo también —dijo Kilian. Él no se iría hasta que fueran a buscarlo personalmente con una pistola.

—Y yo… —Gregorio dudó—, sí, de momento también.

Emilio se encogió de hombros.

—¿Y usted, padre Rafael?

—Me quedo, hijo. Mi sitio está aquí.

—Allá vosotros. En cuanto marche la Guardia Civil, la seguridad será por vuestra cuenta y riesgo. —Estrechó la mano de quienes habían decidido quedarse, uno por uno, con los labios apretados y el ceño fruncido para controlar la emoción—. Kilian…, si fuera tu padre…, te sacaría de aquí a rastras.

Tres horas más tarde, Waldo y Kilian terminaban de ayudar a cargar el oscuro y elegante Mercedes que Garuz había ofrecido para llevar a la familia de Manuel a la ciudad. Los pequeños Ismael y Francisco jugaban en la tierra, ajenos a la tristeza que embargaba a sus padres. Julia entraba y salía de la casa con los ojos enrojecidos y Manuel ultimaba su despedida de las dependencias del hospital donde había trabajado dieciséis años.

Kilian se encendió un cigarrillo. Un niño se acercó corriendo adonde estaba él y se sumó, como tantas otras veces, al juego de los hijos de Julia. Kilian sonrió y buscó con la mirada a la madre del pequeño. Bisila se acercaba, acompañada de Simón.

—Los echará de menos —dijo ella.

—Sí, y yo también —dijo Kilian.

Julia salió con su bolso de mano. Lanzó una última mirada al interior de su casa, cerró la puerta, agachó la cabeza y permaneció unos minutos en silencio. El temblor de sus hombros indicaba que sollozaba. Finalmente, extrajo un pañuelo del bolso, se enderezó y se giró para dirigirse hacia el coche.

—¿Dónde está Manuel? —preguntó con voz temblorosa.

—Dentro, en el hospital —respondió Kilian.

—¿Me harías el favor de ir a buscarlo? Quiero que esto acabe cuanto antes.

—Sí, claro.

Kilian encontró a Manuel en el cuartito donde estudiaba y clasificaba sus plantas.

—No he podido llevarme casi nada —dijo en voz alta cuando Kilian entró.

—Tal vez puedas regresar algún día…

—Sí, tal vez.

—Te echaré de menos, Manuel.

El médico sacudió la cabeza con la mirada baja.

—Yo también.

Se pasó la lengua por los labios, nervioso. Dudó si decirle a Kilian lo que hacía tiempo que quería decirle, y al final se decidió:

—Kilian… Sé lo que pasó, sé lo que hizo Jacobo con Bisila… —Su amigo se apoyó contra la mesa—. Tengo incluso mis dudas de quién es el verdadero padre de Fernando, pero es evidente que tú actúas como tal… Yo también tengo hijos, Kilian. Yo tampoco los abandonaría. Pero ten cuidado, ¿de acuerdo?

Kilian asintió. Luego, preguntó:

—¿Lo sabe Julia?

—Siempre tuvo a Jacobo en un pedestal. ¿Para qué sacarla de su error?

—Eres un caballero, siempre lo has sido.

Manuel sonrió débilmente, lanzó una mirada a su alrededor y apoyó la mano en el pomo de la puerta.

—¿Te acuerdas cuando nos conocimos en el Ambos Mundos? —Kilian asintió—. Parece que han pasado siglos… Ahora ya no existe ni la sala…

Salieron al exterior, donde Julia observaba en silencio a los niños junto a Bisila. Manuel se despidió de todos, abrazó a Kilian con fuerza, introdujo a los niños en el coche y se dirigió a la parte delantera con los ojos llenos de lágrimas.

—Venga, Waldo. Haznos de chófer por última vez.

Julia repitió la despedida de su marido. Cuando le llegó el turno a Kilian, se desmoronó en sus brazos.

—Oh, Kilian, ese pequeño cada día se te parece más… Cuida de él, Kilian, no lo abandones… ¿Qué pasará con todos? —Kilian le acarició el cabello y esperó en silencio, con el corazón en un puño, a que ella se tranquilizara un poco. Julia se incorporó y se llevó el pañuelo a la nariz—. Adiós, Kilian. Danos noticias.

Waldo puso el motor en marcha y condujo a través del patio principal de Sampaka en dirección al camino de las palmeras reales. Julia cerró los ojos y se dejó invadir por una languidez y un abatimiento que desfiguraron las últimas imágenes del trayecto hasta la ciudad: una compungida Oba ante la casa de sus padres, la Factoría Ribagorza, donde una joven Julia había esperado que un apuesto Jacobo abriera con energía juvenil la puerta para alegrarle el día; y el casino, donde había hablado con Manuel por primera vez sin saber que acabarían uniendo sus vidas.

Años más tarde, habría de recordar de manera borrosa su viaje de regreso en el barco en el que finalmente embarcaron en Bata. Habría de ser la memoria prodigiosa de su madre, Generosa, la que consiguiera hacerle rememorar los detalles del buque de la unidad de operaciones especiales de la Infantería de Marina en el que se repatriaba a los últimos miembros de la Guardia Civil, a un grupo de religiosos de Fernando Poo, al último miembro de una expedición científica que, años atrás, había encontrado y enviado al zoo de Barcelona un gorila albino al que llamaron
Copito de Nieve
; a varios gerentes y propietarios de fincas, a cacatúas, loros, monos y otras especies que la tripulación llevaba de recuerdo a sus familiares, a la última bandera española en aquellas tierras, y a tres generaciones de una misma familia. El buque se llamaba
Aragón
, habrían de pensar Emilio, Generosa y Julia con ironía en más de una ocasión; la nave que los alejaba con dolor de su pasado reciente se llamaba como la región a la que pertenecía Pasolobino, el lugar que los había visto nacer.

—¿Ve? Ya se lo dije. —Simón señaló en dirección al mar desde la balaustrada—. Ahí siguen los sacos. No embarcaron ni uno solo. Se estropeará toda la cosecha, si no lo ha hecho ya.

Garuz no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. En el pequeño espigón de cemento del muelle de Santa Isabel se amontonaban cientos de sacos de esparto, llenos a rebosar, con el sello de Sampaka.

—¡Están locos! —dijo Kilian, desolado—. ¡Eso de ahí vale una fortuna!

—¿Así es como piensan encargarse de todo aquello por lo que hemos luchado durante años? —Garuz sintió que un brote de rabia se gestaba en sus entrañas—. ¡La cosecha de un año de trabajo pudriéndose por la insensatez de un gobierno incompetente! —Vio que dos policías salían de la caseta de guardia y se dispuso a descender por la
cuesta de las fiebres
—. Ahora mismo voy a solucionar esto. ¡Si hace falta hablaré con el mismísimo presidente!

Kilian lo sujetó por el brazo.

—¡Espere! No sé si es buena idea…

—¿Te crees que me dan miedo esos dos?—Garuz se soltó bruscamente.

—Si baja ahí de malos modos, les dará una buena excusa para que lo detengan. Deberíamos volver a la finca. Cuando esté más calmado, ya decidirá qué hacer o con quién hablar.

Justo entonces, un coche se detuvo, varios hombres bajaron y se encaminaron hacia la cuesta. Garuz reconoció a uno de ellos y se acercó.

—Hombre, Maximiano. ¡Qué casualidad! Me alegra encontrarme con usted. Acabo de saber que la cosecha de la finca no ha embarcado. Le estaría muy agradecido si se me informara de las razones.

—¿Usted quiere que
yo
le dé explicaciones?

—Usted o quien sea, pero no puedo consentir que se tire por la borda mi capital.

Maximiano se lamió el labio inferior con lentitud.

—¿Está poniendo en duda el buen hacer de nuestro presidente?

—¿Cómo? —Algo en la fría mirada de los ojos entrecerrados del jefe de policía le hizo comprender a Garuz que lo mejor sería cambiar completamente de actitud—. Por supuesto que no. Nada más lejos. Si me disculpa…

Hizo un gesto a los otros dos.

—Buenas tardes. Kilian, Simón…, vámonos.

Comenzaron a caminar hacia el coche. Una voz los detuvo.

—¡Eh, Simón! Parece que te has curado muy rápido de tu cojera.

Simón entró rápidamente en el coche. Garuz se dio la vuelta y su mirada se encontró con la de Maximiano, quien levantó el dedo índice en el aire en ademán acusador.

Una vez dentro del coche, Garuz se hundió en su asiento, maldiciendo por lo bajo. Kilian comprendió que el gerente se tenía que sentir enojado y humillado. No le había quedado más remedio que tragarse su orgullo y huir cuanto antes del lugar donde se pudriría su cacao. ¿Qué pasaría ahora?, se preguntó.

Las labores de cuidado de cacaotales proseguían a duras penas. Pocos acudían al trabajo. Se había cancelado el tratado laboral con Nigeria, pero ese no era el problema porque braceros sobraban: no había más que verlos dando vueltas por ahí, desorientados, sin saber muy bien qué hacer ni adónde dirigirse. En realidad, era como si todo el mundo se hubiera contagiado del desaliento que las palabras y los actos de las instancias superiores transmitían.

En su fuero interno, Kilian aún deseaba inocentemente que una voz alegre dijera que las relaciones entre ambos países eran inmejorables y que, aunque el Gobierno de la nueva Guinea fuese independiente, la vida diaria y el trabajo discurrirían con normalidad. Pero la realidad era otra. La sensación general era de abandono. Los escasos medios de comunicación, como Radio Santa Isabel, Radio Madrid y el periódico
Ébano
, habían ido narrando la metamorfosis verbal desde las primeras palabras optimistas del himno de la recién estrenada independencia —«caminemos pisando la senda de nuestra inmensa felicidad»— hasta el desencanto generalizado y las amenazas contra los blancos. No llegaban las ayudas esperadas, no había dinero, resultaba difícil ajustarse al nuevo orden civil establecido; la población no apreciaba ningún cambio en su bajo nivel de vida ni las promesas electorales se veían por ningún sitio. Era difícil que las palabras de Macías no acudieran continuamente a las mentes de quienes se resistían a marcharse. «Se acabó la esclavitud —repetía—, que nadie ayude al blanco, que ningún negro tenga miedo del blanco…; no somos pobres, Guinea es rica, estamos sobre una bolsa de petróleo…; ahora meteré a los blancos en la cárcel si van contra el Gobierno…»

Condujeron de vuelta a la finca por calles sucias, llenas de basura y manchas de sangre. Al paso del coche, sintieron las miradas de desconfianza de muchos transeúntes.

Garuz le pidió a Simón que acelerara.

—No sé, Kilian —murmuró, pensativo, cuando dejaron el asfalto atrás—, no sé si nos estamos arriesgando mucho. Hasta los de la tele se han marchado ya…

Simón frenó bruscamente. Una menuda mujer caminaba por el arcén portando un abultado hatillo sobre su cabeza. Simón se giró hacia Kilian y le suplicó con la mirada que intercediera ante Garuz para llevarla.

Kilian salió del coche.

—Oba… ¿Qué haces sola por aquí?

—Voy a vivir con Nelson. En la factoría no hay trabajo,
massa
. Espero que al
big massa
no le importe…

—Vamos, te llevaremos.

Oba y Kilian subieron al coche. Ella se sorprendió al reconocer a Garuz junto al conductor. Garuz no se dio la vuelta. Tampoco abrió la boca. Le daba exactamente igual lo que la joven hiciera o dejara de hacer, aunque… Abandonó su flaqueza de unos segundos antes y se incorporó en el asiento. Si las mujeres eran la razón por la que hombres como Kilian y Nelson seguían junto a él, en esos momentos le resultaba tan válida como cualquier otra. Además, lo que sobraban en Sampaka eran viviendas de braceros.

A partir del verano, la tensión decreció y los ánimos parecieron calmarse. En octubre de 1969, se firmaron nuevos acuerdos bilaterales y España garantizó un crédito millonario a Guinea. Aprovechando la ocasión del regreso de algunos coloniales a sus propiedades, y después de varios encuentros con ellos, Garuz reconsideró un cambio de actitud y decidió tomar el pulso a la situación real acudiendo a una cena de gala en el casino.

Ante la insistencia del gerente de la conveniencia de codearse con los altos cargos y autoridades del país, a Kilian y a Gregorio no les quedó más remedio que acompañarle. Kilian aceptó con resignación. No le apetecía nada, pero haría cualquier cosa con tal de poder quedarse más tiempo. Recordó a Waldo que tuviera listas varias docenas de huevos y unas botellas de coñac para no tener problemas en los puestos de guardia y, después de mucho tiempo sin asistir a una fiesta, se puso un traje oscuro y una pajarita que le prestó el propio Garuz.

Nada más entrar en el casino, Kilian pudo comprobar con asombro que solo habían cambiado dos cosas en la sala principal desde su primera visita. La primera, que la mayoría de los asistentes eran nativos mientras que los blancos se podían contar con los dedos de las manos, y, la segunda, que el número de uniformes militares casi superaba a los esmóquines. Por lo demás, la música de una orquesta llamada
Etofili
acompañaba las conversaciones, y los numerosos camareros se aseguraban de que todo el mundo estuviera perfectamente atendido.

Garuz, escoltado por Gregorio y Kilian, saludó a varios de los presentes con exagerada cordialidad, especialmente a quienes presentó como el director general de Seguridad, un hombre recio de mirada severa, y el secretario de Defensa, un hombre serio y pensativo que llevaba uniforme de comandante. Kilian estrechó sus manos y sintió un escalofrío. Ninguna sonrisa se dibujó en las caras de aquellos en cuyas manos estaba el futuro del país y de su vida.

Un sonido de risas llegó desde la puerta que conducía a la terraza exterior, donde estaba la glorieta de baile. Garuz miró en aquella dirección y sonrió con cierto alivio al distinguir a un grupo de europeos disfrutando de la fiesta. Se dirigieron hacia ellos. Kilian tenía la sensación de haberlos visto antes, pero no recordaba dónde. Garuz los saludó e intercambió unas palabras con dos de ellos, en compañía de los cuales se encaminó a una pequeña salita.

—Hola —dijo una voz a su lado—. Si has venido con Garuz, me imagino que serás uno de sus empleados.

Extendió la mano.

—Yo soy Miguel. Trabajo en la televisión. —Hizo un gesto hacia los otros—. Todos trabajamos en la tele. Unos, en la emisora y otros, en los estudios.

Kilian observó al joven de ojos vivos y corta barba y recordó una escena, antes de las elecciones, en la que un hombre ebrio había acusado a Miguel de echarle el humo del cigarrillo al rostro.

—Yo soy Kilian, y sí, trabajo en Sampaka. Pensaba que los de la tele os habíais marchado todos. —Por el rabillo del ojo vio que Gregorio iniciaba una conversación con dos de las jóvenes que integraban el grupo. Por su actitud, Kilian creyó entender que trataba de impresionarlas con historias de sus experiencias coloniales.

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