Pues qué bien…
¡Todo un país nuevo para ella, y no tenía nada que hacer!
La verdad era —tuvo que admitir— que su irritación se debía no solo a su temor a volver a salir sola, sino a que su visita a Sampaka no había sido lo fructífera que había deseado. Por un lado, no había podido ver nada por culpa de la lluvia, y, por otro, ahora las palabras de Julia se le antojaban más imposibles que nunca. Allí no encontraría nada.
Tendría que esperar hasta su encuentro con Laha para sonsacarle información sobre su infancia y la de su hermano. Él podría ser un cabo del que tirar. Afortunadamente, no se parecía a Iniko, con quien conversar sería tan difícil como que nevara en Bioko. Si Iniko había nacido o vivido en Sampaka, era lógico pensar que Laha también. «Algo es algo», pensó.
Permaneció unos minutos más cavilando sobre qué hacer y finalmente cogió el teléfono y marcó el número de Tomás.
En su agenda de propósitos había anotado tres lugares que quería visitar en Bioko. Ya conocía Sampaka… ¿Por qué no aprovechar el siguiente día para conocer el segundo?
—Qué poco me gusta este sitio, Clarence —dijo Tomás, arrugando el entrecejo mientras lanzaba miradas nerviosas hacia el viejo cementerio de Malabo, que se encontraba en el barrio Ela Nguema—. Yo la esperaré fuera.
—Tomás, a partir de ahora nos tutearemos. ¿De acuerdo? Tenemos la misma edad.
—Como quieras, pero no pienso entrar.
—Muy bien, pero ni se te ocurra marcharte.
Nada más llegar a la puerta, Clarence se arrepintió de su decisión de visitar el cementerio. No le atraía mucho la idea de deambular ella sola por un lugar que, ya desde la misma entrada, se intuía tenebroso. Preguntó con la mirada a Tomás, en un último intento de que él la acompañase, y este negó con la cabeza. Apoyó la mano en la herrumbrosa verja y se detuvo, debatiéndose entre la curiosidad por ver la tumba de su abuelo y las ganas de echar a correr y refugiarse en el Volga azul.
—¿Desea algo? —preguntó una grave voz masculina.
Se llevó tal susto que definitivamente optó por darse la vuelta y marcharse, pero enseguida la voz continuó:
—Puede usted pasar. La puerta está abierta.
Clarence se detuvo y se giró. La voz pertenecía a un anciano menudo de aspecto amable, con el pelo completamente blanco y casi sin dientes.
—Soy el guardián del camposanto —se presentó—. Dígame si puedo ayudarla en algo.
Caminó hacia él con el pequeño ramo de orquídeas que había comprado en un mercado callejero y le explicó que su abuelo había sido enterrado allí en los años cincuenta y que, puesto que estaba pasando unos días en la isla, le apetecía visitar su tumba si es que aún existía.
—Por la fecha —dijo el hombre—, tendría que estar en la parte vieja. Si quiere, yo la puedo acompañar. No suele venir mucha gente por aquí.
¡Ni en los pueblos abandonados de su tierra había visto un cementerio más descuidado! Algunas tumbas sobresalían a duras penas entre la maleza y otras se habían hundido. La sensación era de completo abandono. Por lo visto, era cierto eso de que a los nativos no les gustaba visitar las tumbas de sus fallecidos… Su guía explicó, con la normalidad que dan los años, que, debido a la elevada mortalidad del país, era frecuente cavar encima de otras tumbas provocando situaciones muy desagradables. No se veían ni las lápidas perfectamente ordenadas ni las inscripciones a las que Clarence estaba acostumbrada. Parecía una selva, y eso que, según el hombre, ahora el cementerio estaba mejor cuidado. Hacía pocos años, dijo, no se podía ni entrar sin peligro de que se te comiera una boa.
La parte vieja del cementerio, no obstante, resultaba más tranquilizadora. Quizá porque se distinguían mejor las tumbas, rodeadas de verjas oxidadas por el paso de los años. O quizá porque las tumbas se encontraban a los pies de unos enormes y hermosos árboles cuya corteza le recordó a la piel de los elefantes. Por su tamaño, debían de ser centenarios, y aunque algunos parecían secos, no habían perdido nada de su majestuosidad.
—¡Qué ceibas más hermosas! —exclamó Clarence, sobrecogida por su imponente presencia.
—Es un árbol sagrado —comenzó a explicar el anciano—. Ni los huracanes ni los rayos pueden con ellas. Nadie toca las ceibas. Nadie se atrevería a tocarlas. Echarlas abajo es pecado. Y las ceibas no perdonan. Si su familiar fue enterrado aquí, su tumba estará igual de intacta que ellas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Clarence. Por un lado, aún tenía ganas de salir corriendo, pero algo la retenía allí. Había una quietud especial, una paz que conseguía aplacar el miedo.
Comenzó a pasear mientras leía los nombres de las cruces y lápidas de las tumbas. Se acercó a una en concreto que parecía querer esconderse entre los pliegues de dos ceibas entrelazadas. También estaba escoltada por un árbol más pequeño que no supo identificar. Esa tumba llamó su atención porque estaba más cuidada que las demás.
Alzó la vista y leyó en voz alta:
Antón de Rabaltué. Pasolobino 1898-Sampaka 1955
.
El corazón le dio un vuelco y no pudo controlar las lágrimas.
¡Qué extraño le resultaba ver escrito el nombre de su pueblo en un sitio como aquel! ¡Como si no hubiera miles de kilómetros de separación entre el origen y el final de la vida de su abuelo!
Se limpió las lágrimas y se agachó para retirar un ramo casi marchito, que alguien había apoyado sobre la cruz de piedra, y colocar el suyo.
¿Pero qué…? ¡Esas flores eran relativamente recientes!
¡Alguien continuaba visitando esa recóndita parte del cementerio y le llevaba flores a Antón!
Frunció el ceño.
—¿Ha visto usted a la persona que visita esta tumba? —El guardián del camposanto había permanecido todo el tiempo unos pasos tras ella.
—No, señora. Los pocos que vienen no me necesitan para acompañarlos. Solo los extranjeros como usted me piden ayuda, muy de cuando en cuando… Y ninguno ha visitado esta tumba. De eso me acordaría, sí, de eso sí.
—Y esos pocos que vienen, nativos por lo que dice, ¿son hombres o mujeres?
—No sabría decirle, hombres y mujeres. Siento no poder ayudarla.
—Gracias de todos modos.
La guió de nuevo a la entrada, donde ella le dio una propina que agradeció estrechándole la mano repetidamente.
Tomás se fijó en los ojos enrojecidos de la mujer y dijo:
—Esta isla no te sienta bien, Clarence. Allá donde vas, lloras.
—Es que soy demasiado sentimental, Tomás. No lo puedo evitar.
—¿Quieres que nos tomemos una cerveza en una terraza frente al mar? A mí me funciona cuando estoy triste.
—Buena idea, Tomás. Qué suerte he tenido de conocerte. Eres muy amable.
—Es que soy bubi —dijo él. Y su cara reflejó la convicción de quien sabe que lo que ha dicho es pura lógica.
El lunes por la mañana, Clarence acudió a su cita con Laha un poco antes de lo acordado. Como el día anterior, hacía una mañana fresca y soleada. Con el paso de las horas, probablemente llegaría el calor insoportable que impedía hacer nada que no fuese dormitar o tomarse unas cervezas en alguna terraza.
Ya le habían advertido que no estaba permitido hacer fotos ni filmar en el país —y de que era conveniente actuar con discreción en cuanto a comentarios y actitudes en público—, pero a esas horas estaba todo muy tranquilo, así que sacó su pequeña cámara digital y comenzó a disparar en dirección a la catedral. Empezó por la fachada principal, frente a una fuente de mármol blanco, redonda, con varias figuras que sujetaban sobre sus hombros una pequeña ceiba. Luego, caminó por una callejuela lateral. En algún momento, su entusiasmo le hizo olvidar la prudencia porque, de pronto, se encontró escoltada por dos policías que le pedían la documentación de malas maneras.
Se estaba empezando a poner nerviosa al ver que ni el pasaporte ni todos los demás papeles que les enseñaba parecían satisfacerles. Asustada, elevó el tono de voz, recriminándoles su paranoia. ¿Tenía ella pinta de ser una espía? Ellos tomaron su miedo por chulería y endurecieron su actitud aún más, y cuando ya tenía la mano de uno de ellos agarrándola por el brazo, un tercer hombre salido de la nada intervino y muy amablemente se ofreció a aclarar la situación.
Laha hablaba deprisa, pero con tono firme. Explicó quién era ella y qué hacía allí. Se metió la mano en el bolsillo y de la manera más sutil posible extrajo unos billetes. Con esa mano estrechó afectuosamente la mano de uno de los policías y le dijo:
—No querrá que el rector de la universidad se entere de cómo tratamos a sus invitadas, ¿verdad?
Y, antes de que Clarence pudiera abrir la boca para expresar su asombro y agradecimiento, la empujó suavemente pero con decisión en dirección a un coche.
Los policías parecieron darse por satisfechos y hasta se despidieron amablemente de su salvador, que en aquel momento le pareció el hombre más atractivo y maravilloso del mundo. Esa mañana se había puesto un traje claro. Probablemente se vistiese así para ir al trabajo.
—Muchas gracias, Laha —dijo ella—. Ya estaba un poco apurada.
—Lo siento, Clarence. Son cosas como estas las que detesto de mi país. Bueno, y más, pero en fin, ya tendrás ocasión de descubrirlas por ti misma…
—¿No tendrías que estar en tu trabajo a estas horas? —preguntó ella.
—Vengo de allí. Lo bueno de los ingenieros americanos es que nadie nos controla. —Se rio—. Al menos a mí. ¿Sabes? La mayoría prefiere quedarse en sus bungalós de Pleasantville, como llamamos a un barrio de mentira con aire acondicionado, supermercados y comodidades iguales que las de las casas americanas. Viven aparte de todo. Aunque no me extraña. Conozco a más de uno que ha sido devuelto a su país por criticar al régimen. Así que mejor no moverse. Ya se sabe: ojos que no ven…
Clarence agradeció una vez más que Laha fuese tan hablador. Además, acompañaba sus palabras con tal cantidad de risas contagiosas y gestos que ocupaba todo el aire a su alrededor, envolviendo a su interlocutor en una atmósfera jovial y cercana. Estudió su perfil. Había algo en su rostro de facciones proporcionadas que le resultaba familiar. Tenía la vaga sensación de haberlo visto antes. Probablemente, su desbordante y natural cordialidad hicieran que ella se sintiera como si lo hubiese conocido toda la vida.
—Por cierto —continuó diciendo él—, anteayer te quise preguntar una cosa y al final no lo hice. ¿Sabías que Malabo se llamó en tiempos Clarence? ¿No es un nombre extraño para una española?
—Sí, lo sé —respondió ella, sacudiendo la cabeza con resignación—. Durante años pensé que era el nombre de alguna heroína de novela inglesa. Más tarde descubrí que así se llamaba esta isla cuando fue declarada colonia inglesa, en honor al rey Jorge, duque de Clarence.
Ella le explicó muy brevemente que varios hombres de su familia habían formado parte de la época colonial. No entró en detalles porque no quería mostrarse apasionada respecto a un tema que, al fin y al cabo, tenía que ver con la colonización de su propio país. Después del encuentro con Iniko, intuía que no todos guardaban buenos recuerdos de esa época. Y también era muy consciente de que solo sabía historias del lado blanco, por eso se mostraba precavida a la hora de hablar sobre España. A Laha no pareció molestarle que una descendiente de aquellos colonizadores tuviera interés en saber más del pasado.
—¡Por eso fuiste a visitar Sampaka! —exclamó él—. Iniko me contó que buscabas documentos antiguos, de cuando tu padre trabajó allí. ¡Ha llovido mucho desde entonces! Me imagino que verás las cosas muy diferentes de como te las han contado…
—Pues sí, muy diferentes —repuso ella, fingiendo decepción—. De momento no he visto ni salacots, ni machetes, ni sacos de cacao.
Laha se rio y Clarence se alegró de que tuviera sentido del humor. Eso quería decir que podría hablar de muchos temas con él.
—No sé si sabes —dijo él—, que Malabo se llamaba
Ripotò
o lugar de los extranjeros en bubi. ¡Menos mal que tu padre eligió uno y no otro! Bueno, si tu padre te puso el nombre de este lugar, es porque realmente sentía algo por él.
—Te voy a decir una cosa, Laha. Todos los que he conocido, y son bastantes, que vivieron en esta isla y que aún están vivos para contarlo coinciden en una cosa: todos admiten que siguen soñando con ella.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Y se les llenan los ojos de lágrimas cuando lo dicen.
Laha asintió con la cabeza como si comprendiera en el fondo de su corazón lo que quería decir.
—Y ellos no habían nacido aquí… —Interrumpió su comentario con mirada triste.
A Clarence le vino a la mente algo que había leído sobre los blancos, de los que nadie hablaba, que sí habían nacido allí y se sentían de allí; blancos que no habían elegido dónde nacer y que habían sido obligados a marcharse de la que consideraban la tierra de su infancia, perdiendo la posibilidad de revisitar los primeros lugares que habían visto sus ojos… Pero no dijo nada porque era improbable que Laha se estuviera refiriendo a ellos.
—¡Imagínate lo que sienten los que viven en el exilio…! —Laha se interrumpió de nuevo tras un leve suspiro—. Bueno, ya hemos llegado. Espero que encuentres lo que buscas, pero no te hagas ilusiones. En los países con graves carencias, la educación se encuentra al final de la lista de cuestiones a mejorar.
Ella asintió, pensativa. Caminaron en silencio hacia los edificios de paredes blancas con arcos bajo tejados rojos rematados con estrechos aleros verdes que conformaban el recinto de la universidad, lleno de parterres de césped brillante salpicados de palmeras y delimitados por senderos de tierra batida. Cuando llegaron a la puerta del edificio principal, Clarence dijo:
—Dime una cosa, Laha. Me imagino la respuesta, pero por estar segura. Tu hermano y tú, ¿sois bubis o fang?
—Bubis. ¡Menos mal que me lo has preguntado a mí y no a Iniko! —Laha se rio—. Él te hubiera respondido en tono ofendido: «¿Acaso no es obvio?».
En los siguientes días, Laha fue el anfitrión perfecto para Clarence. Por las mañanas, se dedicaban cada uno a su trabajo. Mientras él revisaba las instalaciones petroleras, Clarence buscaba viejos documentos sobre la historia de Guinea, tanto en la biblioteca de la universidad como en las otras de la ciudad, especialmente en la del Centro Cultural Hispano-Guineano y la del Colegio Español del barrio Ela Nguema, con la débil esperanza de encontrar algo útil sobre la época que le interesaba, fuesen censos, fotografías o testimonios. Por las tardes, Laha la llevaba a conocer diferentes rincones de la ciudad y terminaban conversando tranquilamente en alguna terraza frente al mar. Por las noches, quiso que conociera restaurantes de comida típica del país, pero a los dos días Laha tuvo claro que ella se inclinaba más por los pescados y mariscos del Club Náutico y la comida italiana del Pizza Place que por los enormes caracoles que ofrecían en muchos locales.