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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (43 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Pero… —interrumpió ella suavemente— ¿de qué se les acusaba?

—De cualquier cosa. De traición, terrorismo, tenencia ilícita de explosivos, introducción clandestina de armas, atentado contra la seguridad nacional, intento de golpe de Estado, secesión… Surrealista, ¿verdad? Afortunadamente, hace dos años varios prisioneros fueron indultados, entre ellos Iniko. Era una libertad condicionada, pero por fin pudo salir de ese infierno. Igual que Melania. Se conocieron allí.

Clarence estaba aturdida. ¿Esas cosas pasaban en el siglo XXI? A alguien como ella, acostumbrada a disfrutar de las ventajas de un Estado democrático por el que habían luchado sus antepasados no hacía tanto tiempo —pero sí el suficiente como para que jóvenes como ella lo hubiesen olvidado—, le resultaba difícil asimilar todo lo que Laha le había contado. Comprendió la pasividad y nerviosismo del grupo ante la detención de aquella extranjera.

¡Pobre Iniko!

Entonces, recordó la proposición que le había hecho Iniko y sintió un pinchazo de desazón en el pecho. Se había sentido tentada de aceptar, pero ya no estaba tan segura después de lo que Laha le había contado.

Esa noche le costó conciliar el sueño.

Finalmente había aceptado la invitación de Iniko. Recorrería parte de la isla con él. Conocería poblaciones que solo por el nombre ya le evocaban historias o anécdotas de Jacobo y Kilian. Dos o tres días. A ella se le acababan las vacaciones, había argumentado él, y no había salido de Malabo. El viaje incluía una visita a un lugar especial llamado Ureka y una parada rápida en Sampaka. Le había prometido que no olvidaría ese viaje, que Bioko era una isla preciosa y que con él llegaría a lugares que pocos conocían.

¿Y si los detenían en algún control?

Otra vez el miedo…

Iniko era un conocido representante de empresas de cacao y se encargaba de pagar a los agricultores bubis. Además, se conocía la isla como la palma de su mano.

Nadie, excepto Laha, sabría de su paradero. Si le pasara algo, tardarían días en echarla de menos desde España.

Por otro lado, ¡qué oportuno que Iniko tuviera que hacer ese viaje! De alguna manera, esto la obligaba a agotar los últimos cartuchos relacionados con su familia. Sintió una súbita y renovada excitación. ¿Cómo era posible que hubiera abandonado la investigación sobre su presunto hermano tan deprisa?

La respuesta era simple. Cada vez que se recriminaba su cobarde renuncia a encontrar respuestas, se le aparecían las imágenes de Mamá Sade y su hijo. Tal vez no fuese buena idea remover el pasado. Igual había cosas que era mejor no descubrir. Todas las familias guardaban secretos y no pasaba nada. La vida seguía…

Suspiró sonoramente.

Recorrer la isla con Iniko…

Era ridículo. El sueño no llegaba y ella permitía que su mente diseñara absurdas conspiraciones amorosas. ¡Como si tuviera quince años!

Vaya, vaya, pensó: la miedosa de Clarence se iba a la selva con una mole de hombre que había estado en prisión y que probablemente tuviera novia.

Iniko.

Tenía que reconocerlo. Le resultaba enormemente atractivo.

Unos días con él. Solos.

Un hombre inteligente, sensible, comprometido, buen conversador, atento y amable.

Quizá le faltase un poco más de sentido del humor…

A las siete en punto estaba en la recepción del hotel y cuál fue su sorpresa al descubrir que Bisila los acompañaría durante la primera parte del viaje. En cierta medida agradeció su presencia, pues así no tenía que estar completamente a solas con Iniko. Una cosa era la libertad de los pensamientos azuzados por la complicidad de la noche y otra muy distinta la realidad.

Clarence se acercó a Bisila y le dio dos afectuosos besos. Aprobó mentalmente su vistoso vestido fruncido bajo el pecho, de la misma tela anaranjada que el pañuelo que cubría su cabeza a modo de tocado africano.

Subieron al Land Rover blanco de Iniko, quien le explicó que, aunque las dos principales carreteras de la isla, la que llevaba a Luba por el este y la que conducía a Riaba por el oeste, estaban perfectamente asfaltadas, toda Bioko estaba comunicada por otras carreteras secundarias llenas de obras cada pocos kilómetros, detenciones, baches, desviaciones provisionales de firme polvoriento, y pistas de tierra difíciles de recorrer sin un coche apropiado. En concreto, la parte sur era la más aislada no solo por la ausencia de población, sino por las características naturales del relieve, que dificultaban un acceso que empeoraba en la época de lluvias.

Y estaban en época de lluvias. De hecho, el día había amanecido bastante nublado y desapacible. Unas ligeras brumas se paseaban sobre la cima del majestuoso pico Basilé, a cuyos pies se extendía la ciudad de Malabo. Clarence había tenido suerte en los días anteriores, impropios del mes de abril, pues había hecho un calor bochornoso. Esa mañana el tiempo era más fresco y el cielo amenazaba lluvia.

Miró por la ventanilla del vehículo y mentalmente rogó para que no tuviera que vivir la experiencia de un tornado.

Iniko la tranquilizó:

—Iremos por zonas conocidas. Esta isla se recorre rápido y la mayor parte del tiempo estaremos en aldeas donde nos podremos cobijar si llueve.

—De acuerdo. ¿Y cuál será nuestro primer destino? —preguntó, dando por sentado que sería Sampaka.

—He pensado viajar siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Empezaremos por Rebola.

—¡Ah! Como está tan cerca de Malabo, creí que tu primera parada sería Sampaka.

—Bueno, si no te importa, dejaremos la finca para el final del viaje. —Iniko se giró un poco para mirarla—. Prefiero ir antes a los otros sitios. Además, a mi madre no le gusta ir a Sampaka.

Clarence dirigió su atención hacia Bisila, que, sentada a su lado en los asientos traseros, la observaba en silencio. No sabía si eran imaginaciones suyas o realmente la mujer analizaba cada uno de sus movimientos, como deseando encontrar algún gesto familiar. Tenía una mirada intensa. A la luz del día todavía le pareció más hermosa. Bisila le sonrió con timidez, esperando su aprobación por el cambio de ruta.

—Claro que no me importa —dijo Clarence con una sonrisa.

Sentía verdadera curiosidad por saber más cosas de la mujer, pero no le pareció el momento oportuno para comenzar un interrogatorio.

A medida que se alejaban de la ciudad hacia el este, la imagen del pico le trajo recuerdos de su valle, presidido también por una enorme montaña que se divisaba desde todos los pueblos de los alrededores. El paisaje le recordaba al que estaba acostumbrada en sus montañas, solo que en Bioko la vegetación era mucho más verde, y, sobre todo, más densa.

—El pico Basilé es impresionante —murmuró, dirigiéndose a Bisila.

Ella asintió con la cabeza.

—Es la cima más alta de la isla —explicó—. Desde lo alto se ve toda la isla cuando está despejado. En realidad es un antiguo volcán hoy extinguido. La última erupción conocida fue en 1923.

—Tiene que ser impactante presenciar un volcán en acción —comentó Clarence ensimismada—. Me lo imagino como un derroche de pasión. Durante un tiempo permanece dormido, contenido, oculto ante el exterior… Solo él sabe lo vivo que está por dentro… —Se dio cuenta de lo seria que se había puesto y se rio—: En fin. No me extraña que las tierras volcánicas sean extraordinariamente fértiles. Bueno, eso dicen, ¿no?

Iniko la miró por el espejo retrovisor con tal intensidad que se sonrojó.

—Me ha gustado tu descripción —dijo—. Creo que encaja muy bien con nuestra forma de ser. En todos los sentidos.

—No te ofendas —replicó ella con ironía—, pero yo creía que los de tu pueblo teníais fama de tranquilos.

—Hasta que explotamos… —Iniko esbozó una sonrisa maliciosa.

Bisila carraspeó para interrumpir el diálogo, que tomaba una dirección peligrosa.

—¿Sabes que este pico del que hablamos tiene cinco nombres? —preguntó.

—Yo sé dos: Basilé y Santa Isabel. Mi padre y mi tío siempre se referían a él como pico Santa Isabel. ¿Y los otros tres?

—En bubi se llama
Öwassa
—respondió Bisila—. Los nigerianos lo conocían como
Big Pico
. Y los británicos lo llamaron
Clarence Peak
.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Iniko con sarcasmo—. ¡El volcán de Clarence! No te ofendas, pero a mí me pareces una mujer muy tranquila.

Los tres estallaron en carcajadas. Poco a poco, hasta Bisila parecía más relajada. Continuaron hablando de cosas triviales hasta que llegaron a Rebola, un pueblo formado por casitas bajas de tejados rojos y marrones construidas en la ladera de una pequeña colina y a los pies de una preciosa iglesia católica. Iniko fue a visitar a unas personas y, mientras, las dos mujeres pasearon por las calles hasta llegar a la parte alta del pueblo, desde la cual tenían una vista impresionante de la bahía de Malabo. Era la primera vez que Clarence estaba a solas con Bisila y, aparte de la curiosidad que sentía por su pasado, no sabía muy bien de qué hablar.

—Me resulta extraña la combinación de iglesias como las de mi pueblo en un lugar lleno de espíritus…

Bisila le explicó brevemente por qué la religión católica había arraigado tanto entre ellos. Clarence la escuchó, sorprendida por las similitudes entre la creación según la tradición bubi y la que ella había aprendido desde niña.

—No hay tanta diferencia —añadió Bisila— entre nuestro
Mmò
y el Espíritu Santo, entre nuestros
bahulá abé
y los malos espíritus o demonios, entre nuestros
bahulá
y los espíritus puros o ángeles, o entre Bisila y la Virgen María…

—Se parece bastante, pero, desde luego, vosotros tenéis fama de ser mucho más supersticiosos que nosotros. Por todas partes hay amuletos, huesos de animales, conchas y plumas…

Bisila la miró con una expresión divertida.

—¿Y qué me dices de vuestras reliquias, huesos de santos, estampas y medallas…?

Clarence no supo cómo rebatir ese argumento, así que decidió preguntar por qué los bubis honraban tanto a las almas de los muertos. Bisila le explicó que el mundo no consistía solo en lo material, sino que también incluía la región etérea o de los espíritus. Los espíritus puros o
bahulá
se encargaban de las leyes físicas del mundo. Pero de las almas humanas se encargaban los
baribò
, o almas de los diferentes cabezas de las familias que componían la etnia bubi. Al ver que Clarence fruncía el ceño sin comprender, dijo:

—Me pondré de ejemplo. Dios creó mi alma, pero se la cedió o vendió al
morimò
o alma de
uno
de mis antepasados, que la ha protegido y protegerá toda mi vida a cambio de que yo lo honre como es debido. Y yo, como una heredera más de mi familia o linaje, me esfuerzo en rendir homenaje tanto a mi espíritu protector como a los del resto de mi familia para que velen por la prosperidad de todos los míos, tanto en la tierra como cuando me haya ido de ella.

—Quiere decir cuando se haya… muerto.

—Lo dices como si fuera algo terrible —dijo Bisila, enarcando las cejas.

—Es que lo es.

—Para mí, no. Cuando nos vamos de aquí, el alma sobrevive la muerte del cuerpo y pasa a un mundo mucho más cómodo. Precisamente, para evitar que el alma de un cuerpo muerto se pierda por el camino, vague atormentada y se convierta en un espíritu malvado, es necesario realizar funerales de duelo y adoración a nuestros ancestros.

La cabeza de Clarence intentaba procesar esa información. Podía entender el respeto por los antepasados, pero creer en espíritus le resultaba un tanto infantil.

—Por tanto —dijo, procurando que su rostro no reflejase ningún gesto ofensivo hacia las creencias de Bisila—, usted cree que es posible que aquí y ahora haya uno o varios espíritus errando, tal vez buscando su camino.

—Si sus familias no los han honrado bien —repuso Bisila con convicción—, sí, claro.

Clarence, pensativa, deslizó su mirada por los tejados rojos de las casitas de la ladera y se detuvo en la preciosa imagen del mar que se perdía en el horizonte. Una débil brisa comenzó a mover las hojas de las palmeras. A su lado, Bisila se frotó los antebrazos.

De repente, algo corrió hacia ellas y se detuvo en seco a pocos pasos. Clarence emitió un grito. Instintivamente, se aferró al brazo de Bisila, que no mostraba ningún signo de miedo.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Bisila soltó una carcajada.

—Es solo una lagartija, Clarence. No te asustes.

—Querrá decir un lagarto o un cocodrilo de colores —dijo Clarence, observando al enorme animal verde, rojo y amarillo.

—Se marchará enseguida.

El reptil no hizo tal cosa. Las miraba con curiosidad, moviendo su corto y rugoso cuello de una a otra hasta que pareció elegir a Clarence y salió disparada hacia ella. La joven se quedó todo lo quieta que pudo, dispuesta a darle una patada en cuanto tuviera ocasión, pero la lagartija no parecía agresiva. Se detuvo a pocos centímetros de ella y, como si le hubiera dado un ataque de locura, empezó a dar vueltas intentando morderse la cola. Así estuvo un buen rato hasta que lo consiguió. Entonces se paró, miró a las mujeres, primero a una, luego a la otra, liberó la cola, dio varias vueltas alrededor de Clarence, y desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.

Clarence estaba perpleja. Se giró hacia Bisila y comprobó que la mujer se había tapado la boca con una mano. Parecía más sorprendida que ella.

—¿Suelen moverse así estos bichos?

Bisila negó con la cabeza.

—Es un mensaje —dijo con voz profunda—. Algo va a pasar. Y no tardará mucho…

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Clarence. Afortunadamente, una voz familiar interrumpió la conversación.

—¡Listo para continuar! —exclamó Iniko a sus espaldas.

Cuando llegó a su lado, la miró y preguntó con gesto preocupado:

—¿Has visto un fantasma? ¡Tienes cara de susto!

—¡Pobre Clarence! —explicó Bisila—. Hemos estado hablando sobre nuestra religión y creo que la he asustado un poco con tanto espíritu y tantas almas de muertos.

—¡Menos mal que es mediodía! —bromeó la joven—. Si llegamos a hablar de esto por la noche, me muero de miedo…

Iniko se giró y se plantó frente a Clarence, haciendo que esta se detuviera. Bisila continuó caminando hacia el coche.

—Creo que tengo el remedio para tus miedos —dijo él.

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