—Y dice que Manuel le ayudó y luego usted le devolvió el favor…
Dimas se frotó el entrecejo como si quisiera frenar los recuerdos de aquella época de su vida.
—Fueron tiempos difíciles para todos, negros y blancos…
—Los blancos encarcelaron a tu hermano —intervino abruptamente Iniko, molesto por la actitud nostálgica de Dimas—. Y lo enviaron a Black Beach. Y lo torturaron.
Dimas asintió primero y movió la cabeza a ambos lados después:
—No lo mataron los blancos. Lo mató Macías. Él se encargó de liquidar a los que despuntaban económicamente y a los que se salvaron los arruinó. Como a mí, sí. Pero no es lo mismo.
—Los blancos pusieron a Macías —insistió Iniko, obstinado.
—Pero también os dieron la independencia —apuntó Clarence rápidamente, esperando otra ocasión para regresar al tema que le interesaba a ella—. ¿No era eso lo que queríais, que mi país os dejara en paz?
—A mí nadie me ha dado la independencia —repuso él en tono ofendido sin mirarla—. Yo soy bubi. Los habitantes de esta isla, los primeros, los nativos, antes de que ningún barco se tropezara por una maldita casualidad con la isla, eran los bubis. Aquí no había ni portugueses, ni ingleses, ni españoles, ni fang. Pero cuando a España le interesó y no le quedó más remedio que dar la independencia a Guinea, porque se lo exigía la ONU, lo hizo de la manera más gloriosa que se le ocurrió: entregándosela a un fang paranoico con el brillante pretexto de que seríamos una nación única. ¡Como si juntar la noche y el día fuera posible!
Deslizó la vista por los presentes y elevó la voz:
—Esta isla y la parte continental de Mbini son, bueno, eran hasta hace poco, dos mundos completamente diferentes con etnias distintas. Mis tradiciones bubis son diferentes de las tradiciones fang. —Se giró hacia Clarence y ella vio que los ojos le brillaban con fiereza—. Antes te han explicado cómo obtenemos los bubis nuestro vino de palma. Subimos al árbol y extraemos el líquido. ¿Sabes cómo lo obtienen los fang?
No esperó a la respuesta de la joven.
—Cortan la palmera… Sí, Clarence, los de tu país nos obligaron a aceptar un Estado ficticio, único e indisoluble, sabiendo que no podía funcionar y luego se quejaron de que éramos problemáticos. ¿Y qué pasó después? ¿Has escuchado a Dimas? Él, al menos, tuvo suerte de poder refugiarse en este apartado lugar…
Los hombres mayores movieron la cabeza en señal de asentimiento. Clarence apretó los labios, irritada tanto por la interrupción de Iniko como por su tono. En cuanto las conversaciones derivaban a temas políticos, su actitud hacia ella cambiaba por completo. Y lo que era peor: tal vez no tuviera otra ocasión de preguntar a Dimas sin levantar sospechas con su curiosidad.
—Iniko, tienes razón —intervino Gabriel con voz suave—, pero hablas con el corazón. Los tiempos antiguos no regresarán. Antes era el cacao, ahora es el petróleo.
—Malditas materias primas… —dijo Iniko—. ¡Ojalá esta isla fuese un desierto! Seguro que entonces nadie la querría.
Clarence frunció el ceño y tomó otro sorbo de vino. ¿Cómo podría decirle que estaba equivocado, que esas materias primas podían significar el adelanto de un pueblo? Ella aún tenía recuerdos infantiles de un Pasolobino más bien pobre. Las carreteras estaban sin asfaltar; los cortes de luz y agua eran frecuentes; los cables colgaban de las paredes; algunas casas presentaban el aspecto de estar abandonadas; y, por supuesto, la asistencia médica era escasa. Todavía recordaba la matanza de los cerdos, el ordeño de las vacas, los cepos para las tordas, las cacerías de sarrios, la limpieza de las cuadras, la recogida de hierba para el ganado, la suciedad en las calles transitadas por animales y el barro de los caminos.
Cuando ella tenía diez años —no hacía tanto tiempo—, cualquier europeo de Francia para arriba, o norteamericano que hubiera visto fotos de su pueblo, hubiera pensado que vivían en la Edad Media. En menos de cuarenta años, España había dado la vuelta hasta el extremo de que lugares tan recónditos como Pasolobino se habían convertido en pequeños paraísos turísticos. Tal vez esa minúscula parte de África también necesitara tiempo para equilibrar los extremos.
—No estoy de acuerdo, Iniko —empezó a decir—. Donde yo vivo, gracias a la explotación de la nieve, la vida ha mejorado para muchas personas…
—¡Por favor! —la interrumpió él, enfadado—. ¡No me compares! Aquí hay dinero, gobernantes corruptos y millones de personas viviendo en condiciones precarias. No creo que tú sepas qué es eso.
Clarence le lanzó una dura mirada y se esforzó por no responderle de malas maneras delante de los vecinos de Ureka. No estaba acostumbrada a que le hablasen en ese tono y a que cuestionasen de manera desdeñosa sus opiniones. Afortunadamente, los demás no parecían estar pendientes de su reacción porque un murmullo creciente confirmaba que estaban comentando las palabras dichas hasta el momento. Iniko le sostuvo la mirada, frunció el ceño y se refugió en la acción de buscar algo en la mochila que tenía al lado. Clarence bebió en silencio. El aguardiente le taladró el estómago, pero consiguió frenar las ganas de levantarse y marcharse de allí.
Pocos minutos después, Dimas levantó la mano y la asamblea calló.
—Veo que traes papeles, Iniko. ¿Hay alguna novedad?
—Sí. El Gobierno está preparando la nueva ley de propiedad de las tierras. Os he traído un borrador de solicitud para que las registréis a vuestro nombre.
—¿Para qué? —dijo un hombre albino de ojos despiertos.
Clarence lo observó con curiosidad. Le resultaba extraño que el hombre tuviese los rasgos de los otros, pero que su piel fuera completamente blanca. Una singular fusión de negro y blanco, pensó.
—El bosque no es de nadie, pero el hombre es del bosque. No necesitamos papeles para saber lo que es nuestro.
Varios hombres asintieron
—Hablas como un fang. —Iniko levantó un dedo en el aire—. Con esa teoría se van a lapidar los derechos centenarios de propiedad de muchas familias.
—Desde hace siglos se ha respetado de palabra la posesión de la tierra que ocupamos —dijo Dimas—. La palabra es sagrada.
—La palabra ya no sirve en estos tiempos, Dimas. Ahora hay que tener los papeles en regla. La nueva ley sigue acogiéndose al derecho africano que rechaza la propiedad privada del suelo y favorece el usufructo, sí, pero al menos se incluye una cláusula sobre el patrimonio familiar tradicional. Dicen que nadie podrá molestaros en las tierras que venís ocupando habitualmente para fines agrícolas o residenciales. Algo es algo. Si mi abuelo hubiera presentado planes para gestionar la finca cuando se marcharon los españoles, quizá se la hubiera podido quedar. Pero no lo hizo. Los españoles no pudieron traspasar el derecho de propiedad porque no tenían la propiedad del suelo, pero sí pudieron traspasar el derecho de la concesión para que otros pudieran continuar con la explotación. Yo lo que quiero es que vuestros hijos puedan recibir el derecho de la concesión del suelo. Para que no vengan otros y se lo quiten.
Hubo un murmullo. Clarence vio que la mayoría de los presentes asentían con la cabeza. A lo lejos se oyeron unos cánticos.
—Gracias, Iniko. Estudiaremos lo que dices y hablaremos la próxima vez que vengas. Ahora disfrutaremos del baile. Llevamos mucho rato hablando y no queremos que nuestra invitada se aburra.
Clarence agradeció que el jefe diera la reunión por concluida. El vino de palma se le estaba subiendo a la cabeza y se sentía somnolienta. El día había sido largo e intenso. Las diferentes enseñanzas de Iniko y sus cambios de actitud hacia ella la tenían un poco desorientada y molesta. Por una parte, se sentía una mujer privilegiada por haber visitado esos lugares tan maravillosos y recónditos en compañía de un hombre por quien sentía una fuerte atracción. Pero, por otra parte, lamentaba que su relación estuviera empañada por un pasado del que ella no había formado parte, y que Iniko no supiera separar a la verdadera Clarence de su nacionalidad. ¿Se comportaría igual si ella fuera australiana?, se preguntó. Quizá en ese supuesto su subconsciente no tendría ninguna razón para aflorar en forma de recriminación como le sucedía cada vez que salía a relucir la época colonial.
Iniko le dio un leve codazo y le indicó que mirase al frente. Clarence levantó la cabeza. Algo distraída y con la vista un poco borrosa, se fijó en el grupo de mujeres que interpretaban un sencillo baile. Iban vestidas con una falda de flecos de rafia y adornadas con collares de conchas y pulseras de las que colgaban amuletos en tobillos y muñecas. Llevaban el pecho al descubierto, el rostro pintado con marcas blancas y el pelo recogido en pequeñas trenzas. Algunas portaban unas campanas de madera que producían un sonido grave y monótono, similar a las voces que coreaban el canto de una de ellas. Otras golpeaban el suelo con palos y con los pies en una danza simple pero penetrante. Al cabo de un rato, Clarence se descubrió acompañando con murmullos alguna estrofa. No entendía lo que decían, pero no le importó. A pesar de la bebida y el cansancio, el mensaje le llegaba nítido, transparente, puro. Todos formaban parte de la misma comunidad, de la misma tierra, de la misma historia. Todos compartían el mismo ciclo vital desde el comienzo de los tiempos. El espectáculo ancestral reducía la distancia temporal desde el infinito hasta ese mismo momento, que ya había sucedido y que volvería a suceder.
Cuando el baile terminó, Clarence se sintió tranquila, reconfortada y relajada. A su lado, Iniko apuró los últimos sorbos de su bebida. Clarence lo observó mientras mentalmente intentaba comunicarse con él. ¿Cómo decirle que había más cosas que los unían de las que él creía? Ella sentía que tenía más en común con él —una misma lengua, una misma tradición católica, unas mismas canciones de la infancia— que con un holandés. ¿Cómo terminar con su resentimiento? ¿Cómo decirle que el rencor no era bueno, que terminaba por salpicar a quienes no tenían culpa? ¿Cómo hacerle entender que cuando ya no se podía luchar por una causa perdida, la mejor opción era lograr un equilibrio? ¿Que a veces tenían que pasar años para que las aguas turbulentas encontrasen un camino adecuado?
Iniko se estiró con lentitud haciendo alarde de su gran envergadura, extendió una mano hacia ella y, con una sonrisa cautivadora dibujada en sus fuertes labios, se inclinó buscando su mirada.
—Podría quedarme semanas aquí… ¿No te gustaría bañarte todas las mañanas en la cascada?
Ella se estremeció al recordar aquellos momentos. Por lo visto, el Iniko encantador había vuelto.
—Es muy tentador, sí, pero yo también tengo mis pequeños paraísos en Pasolobino… Además, ¿qué hay del resto de la isla, de San Carlos o Luba como lo llamáis ahora, y de su gran caldera, de la maravillosa playa de arena blanca, la playa de Aleñá, desde donde viajan los pescadores a la isla de los Loros? ¿Qué hay de Batete y su iglesia construida toda de madera? ¿No querías enseñarme todo eso? ¿Cómo puedes pedirme que renuncie a la mitad del mejor viaje turístico de mi vida?
—Te recompensaré ahora y te lo deberé si alguna vez vuelves a Bioko.
Ella le lanzó una mirada pícara.
—De acuerdo —accedió, deseando que captara el doble sentido de sus palabras—: De todas formas, no creo que nada pueda superar lo de la playa de Moraka.
—¡Espera y verás!
Clarence entrecerró los ojos mientras un escalofrío de placer le recorría la espalda.
—Me refiero a que, por supuesto, por fin recorrerás toda Sampaka. —Se percató de que ella se sonrojaba e hizo una pausa cargada de intención—. ¿Qué te pensabas? ¿Que también te pediría que renunciaras a visitar el lugar donde nos conocimos?
Se puso en pie y extendió la mano para ayudarla a levantarse.
—¿Sabes, Clarence? Hubiera sido imposible que a tu llegada a la isla hubieses conocido a otros que no fuésemos Laha o yo mismo. Los espíritus lo han querido así. Y no se puede luchar contra la voluntad de los espíritus. Deben tener alguna razón.
Recordó haberse preguntado ella misma por qué se había sentido atraída por Iniko y no por Laha. Posiblemente los espíritus también tuvieran una razón para eso.
Afuera comenzó a llover.
El comentario de Iniko le produjo una sensación extraña.
Como si parte de su sangre reconociera esa situación.
—¿Recuerdas el día que me tropecé contigo? —Aquello había sucedido apenas tres semanas antes, pero a Clarence le parecía una eternidad.
—¿Cuando te confundí con una secretaria recién llegada? —preguntó Iniko.
Clarence se rio.
—¡Sí! He de reconocer que me diste un poco de miedo.
—Espero que ya se te haya pasado.
—Hmmm. No del todo. Cuando te conocí en Sampaka, y luego en casa de tu madre, me pareciste hosco y huraño.
Él se giró hacia ella sorprendido.
—Sí —insistió ella—. Incluso me pareció que no te caía nada bien. ¿No te acuerdas? En la cena, tu madre te dijo algo en bubi y entonces cambiaste. —Iniko hizo un gesto de asentimiento—. ¿Qué te dijo?
—Un tópico. Que no te juzgase sin conocerte.
—Pues fue un consejo muy acertado. Fíjate cómo han cambiado las cosas. Si ahora reinara el rey Eweera, estarías amenazado por simpatizar con una blanca.
Él estalló en carcajadas antes de replicar:
—Si ahora reinara el rey Eweera,
tú
estarías amenazada por intentar apoderarte de un bubi.
Iniko detuvo el todoterreno frente a la oxidada verja con restos de pintura roja sobre la que lucía un nombre soldado —SA_PAK_— que había perdido dos letras.
—Ya que eres tan lista, has leído tanto y te gustan tanto los nombres… ¿Sabes qué significa
Sampaka
?
Clarence pensó durante unos segundos. La finca había nacido junto al poblado al que se había llamado Zaragoza…
—Me imagino que es el nombre original del poblado.
Iniko sonrió con aires de superioridad.
—Sampaka es la contracción del nombre de uno de los primeros libertos que desembarcaron en el puerto de Clarence, en la época en que la isla estaba ocupada por los ingleses. El nombre de este liberto, Samuel Parker, se transformó primero en Sam Parker y luego terminó siendo pronunciado como Sampaka.
Clarence se giró hacia él.
—Y esto, ¿cómo lo sabías?
Iniko se encogió de hombros.
—Me lo dirían de pequeño en el colegio. O lo escucharía cuando estuve trabajando de bracero. No me acuerdo. Bueno, ¿entramos?