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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (49 page)

Clarence asintió pensativa. Su mente era un hervidero de suposiciones y conclusiones atropelladas. Se empezaba a imaginar una historia confusa e imposible a partir de fichas que solo encajaban parcialmente. ¡Tendría que releer todas las cartas que había por casa!

Le entró una repentina urgencia por volver a Pasolobino y acribillar a su padre a preguntas, pero en cuanto entraron en Malabo, al atardecer, ese sentimiento se transformó en desazón.

Hubiese dado cualquier cosa por regresar a la playa de Moraka y a la casita de Ureka. Más que eso: le iba a costar tiempo volver a centrarse en su vida diaria.

—¿Quieres quedarte en el hotel esta noche conmigo? —le preguntó a Iniko. No quería estar sola.

No… No era eso exactamente.

No quería estar
sin
él.

XI

El regreso de Clarence

—¿Por qué me miras tan fijamente? —Laha entornó los ojos mientras tomaba un sorbo de su cerveza y se pasaba la lengua por los labios—. ¿Acaso no quieres olvidarte de mi cara?

Clarence bajó la vista, un poco avergonzada, y él le dio una palmadita en el brazo.

—Te prometo que buscaré alguna excusa para que la empresa me envíe a Madrid. ¿Cuánto hay de Madrid a Pasolobino? —Miró el reloj—. Iniko está tardando mucho. ¿Dónde habrá ido?

—A Baney —respondió ella con voz apagada—. A recoger a Bisila.

No se sentía muy habladora esa noche.

—¡Ah! —Laha se rio—. ¡Ya sabes tú más que yo!

Estaban sentados en una terraza junto al puerto viejo de Malabo. Hacía una noche espléndida, la más hermosa de todas en esas semanas.

Como si los cielos se hubieran esmerado en ofrecerle una despedida que no pudiera olvidar, pensó Clarence.

Miró a Tomás. También a él lo echaría de menos. Rihéka, Köpé y Börihí se habían ido hacia un rato y Melania no había acudido a la sencilla fiesta de despedida que le habían preparado, y eso que ya había regresado de Luba. Nadie hizo ningún comentario sobre la ausencia de la muchacha, una ausencia que ella agradeció porque no hubiera podido mirarla a los ojos después del viaje con Iniko, y no tanto por arrepentimiento como por los celos de saber que sería Melania quien disfrutaría de él en cuanto ella desapareciera de la isla.

—Lo siento mucho, pero me tengo que ir ya —dijo Tomás, levantándose para acercarse a Clarence—. Si alguna vez vuelves, ya sabes…

Carraspeó para apartar la emoción que sentía y se limpió las gafas con un extremo de su camiseta.

—… Me llamas y te llevaré adonde quieras.

—¿También al cementerio? —bromeó ella.

—También. ¡Pero te esperaré en la puerta!

Los dos sonrieron. Tomás cogió una mano de Clarence, la estrechó entre las suyas y se la llevó al corazón al modo bubi.

Clarence permaneció de pie hasta que desapareció de su vista. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no romper a llorar. Se sentó y tomó un largo trago de su bebida.

—Odio las despedidas —dijo.

—Bueno, las despedidas de ahora ya no son como las de antes —comentó Laha con la clara intención de animarla—. Internet ha terminado con muchas lágrimas.

—No es lo mismo —alegó ella, pensando más bien en Iniko. Laha estaba acostumbrado a viajar por el mundo y a disfrutar de las ventajas de la tecnología, pero su hermano no. Dudaba mucho de que lo volviera a ver, a no ser que ella regresara a Bioko.

—Menos es nada —rebatió él, echando hacia atrás un largo mechón rebelde de su cabello rizado.

Clarence lo miró con cierta envidia. Laha derrochaba un optimismo contagioso. ¡Ojalá pudiera pasar más días con él! Bueno…, con él y su familia. No sabía cómo explicarlo, pero tenía la sensación de que había estado muy cerca de descubrir algo. Apenas había tenido tiempo para pensar con serenidad en las palabras de Simón y en el detalle de que Laha, como muchos otros, también se llamase Fernando. Ni la impetuosidad de Iniko, ni sus frustrados avances en la investigación, ni siquiera su rechazo hacia el hijo de Mamá Sade, le habían hecho olvidar el motivo inicial de su viaje. ¿Y si esa fuese la última ocasión para preguntarle a Laha en persona por su infancia…? Decidió contarle su encuentro con Simón, omitiendo el descubrimiento de que Bisila había conocido a su padre.

—¿Simón? —se extrañó él—. Me suena su nombre de oídas, pero yo no lo conozco. La verdad es que yo sé bien poco de Sampaka. De niño me llevaba mi abuelo y de mayor habré estado un par de veces con Iniko. Ya te dije que mis primeros recuerdos eran del colegio, aquí, en la ciudad.

—Pensé que como habías nacido allí…

—No. Yo nací en Bissappoo. Mi madre había subido a pasar unos días con su familia en el poblado y a mí me entraron ganas de llegar al mundo antes de tiempo.

Clarence se quedó de piedra. Había dado por sentado que ambos hermanos habían nacido en Sampaka.

—Vaya…

Laha entornó los ojos.

—Parece como si te desilusionara…

—No. Lo que pasa es que he conocido más cosas de este lugar de las que nunca pude imaginar, pero me hubiera gustado saber más de la vida en Sampaka en la época en que mi padre vivió allí. Por lo visto, el único que se acuerda de mi familia es Simón. Y a tu madre —añadió con un punto de reproche— no le gusta recordar su vida allí.

—No sé por qué no le gusta hablar de Sampaka, Clarence, pero estoy seguro de que si se acordara de tu padre te lo hubiera dicho.

Clarence sacudió la cabeza. Había visto demasiadas películas. Probablemente había establecido una relación infundada entre su familia y Bisila. Y, en cualquier caso, si hubiera algo de verdad en todo ello, la única forma de seguir adelante sería, además de torturar a preguntas a su padre, que se cumpliera la propuesta de Laha de visitarla en España. En Bioko ella ya no podía hacer más.

—¿Una última 33? —sugirió Laha, poniéndose en pie.

—Sí, por favor.

«Lo malo de las despedidas es que antes de irte ya empiezas a echar de menos cosas tan nimias como una cerveza», pensó.

En ese momento, llegó Iniko y se sentó a su lado. Llevaba una bolsa de plástico en la mano.

—Perdona que llegue tan tarde —dijo, con un guiño—. No había forma de salir de aquella casa. Toma. Mi madre me ha dicho que te diera esto.

Clarence abrió la bolsa y sacó un sombrero esférico de tela y corcho.

—¿Un salacot? —preguntó, observando el objeto con extrañeza. Parecía desgastado y tenía un desgarro en una parte del aro rígido.

—Ha dicho que te gustaría porque una vez perteneció a alguien como tú. —Levantó las palmas hacia ella—. No me preguntes, porque yo tampoco lo entiendo. Bueno, y también me ha repetido varias veces que lleves sus mejores deseos allá donde vas de su parte, que alguien los aceptará.

—¿Es una fórmula de despedida bubi o algo así?

—No estoy seguro. Muchas veces mi madre es un misterio hasta para mí.

Clarence guardó el salacot. Al poco tiempo, llegó Laha con dos cervezas.

—¿Tú no quieres? —preguntó Clarence.

—Me voy ya. Mañana tengo que madrugar mucho. —Ella percibió la mentira en su voz y agradeció su comprensión. Laha tenía claro que, esa última noche, a Iniko y Clarence les sobraban todos los demás.

Clarence se levantó para darle un fuerte abrazo y de nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas, por culpa de las cuales la última imagen que tuvo de Fernando Laha, caminando por el ancho y desvencijado paseo marítimo de Malabo, junto al puerto viejo donde décadas atrás los sacos de cacao de Sampaka partían rumbo al resto del mundo, fue borrosa.

El avión aterrizó en Madrid a la hora prevista. Un taxi la llevó a la estación de tren. Tres horas más tarde, Clarence llegó a Zaragoza, aturdida por el rápido cambio de escenarios, que en pocos meses aún sería mucho más drástico con la puesta en marcha del primer tren de alta velocidad entre ambas ciudades. Había dejado el coche en el garaje del apartamento que tenía alquilado en la ciudad. Estaba cansada, pero en un par de horas largas podía llegar a su pueblo. Rechazó la idea. Necesitaba más tiempo de transición. La cama que había compartido con Iniko en el hotel de Malabo la noche anterior se convertiría en su cama de Pasolobino en un solo día. No podía ajustarse tan rápidamente a semejante cambio. No podía pasar en unas horas de los brazos de Iniko y de la exuberante frondosidad de la isla a las abruptas montañas de su valle. Por un instante, envidió los largos viajes en barco de principios y mediados del siglo anterior. Los largos días sobre el mar tenían por fuerza que permitir que el alma se recompusiera. Era posible ir olvidándose de lo vivido y prepararse para la siguiente etapa del viaje de la vida.

Decidió pasar la noche en Zaragoza. Necesitaba estar sola, aunque solo fuera por unas horas. Tal vez por la mañana viera las cosas de otra manera.

Tumbada en la cama de su apartamento, con los ojos cerrados, agotada por el viaje y con la piel libre ya de la pegajosidad que le había acompañado las últimas semanas, no podía conciliar el sueño. Iniko insistía en existir a su lado, sobre ella, debajo de ella.

¿Por qué se había sentido atraída por él y no por Laha? ¿No hubiera sido más fácil una relación con alguien cuya vida era más parecida a la suya? Además, objetivamente, Laha era más atractivo que su hermano, y más joven. Su conversación era inteligente y educada. Estaba acostumbrado a viajar y a tratar con gente diferente…

Pero no, ¡tenía que fijarse en Iniko! Esbozó una sonrisa irónica. Igual los espíritus que impregnaban cada centímetro de la isla habían tenido algo que ver. O igual todo era más sencillo y la casualidad simplemente se había encargado de emparejar a dos almas gemelas. Había un punto de absoluta convergencia entre Iniko y ella: él jamás viviría en otro sitio que no fuera Bioko, y ella nunca podría vivir lejos de Pasolobino, por más que le garantizasen la misma intensidad de los últimos días para el resto de su vida. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Ser consciente de esa verdad le producía una honda tristeza, porque las cadenas que los ataban a sus respectivos mundos, libremente aceptadas, no podían ser rotas ni por el amor ni por la pasión.

Quizá si Iniko y ella hubieran sido más jóvenes, el momento de su despedida en el aeropuerto, fundidos en un silencioso y profundo abrazo, habría estado adornado de gran dramatismo. O quizá, si ambos hubieran sido obligados a separarse por circunstancias ajenas a ellos, la amargura les acompañaría el resto de sus vidas. Sin embargo, un amor razonado, una pasión consentida y una separación aceptada habían forjado otro tipo de drama muy diferente, el de la resignación, más cruel si cabe, pensó, mientras enjugaba sus lágrimas con un pañuelo, porque consigue que pases por la vida permitiendo que nada te afecte demasiado, evitando que nada se vuelva tan doloroso como para no poder resistirlo, y soportando con conformidad las situaciones adversas.

¡Cómo añoraría a ese hombre…! Iniko poseía la fuerza de las olas de la playa de Riaba, la majestuosidad y el ímpetu de las lenguas de espuma de los saltos de Ilachi, que caían cientos de metros por las paredes verticales del bosque de Moka, el brío de la cascada de Ureka, y el ardor de una tormenta tropical sobre los penachos de las palmeras. Echaría de menos esas cualidades, sí. Pero, sobre todo, lamentaría la ausencia de la inquebrantable solidez de ese guardián de la isla, fiel heredero bubi del gran sacerdote,
abba möóte
, a cuyos pies ella había depositado una pequeña ofrenda a cambio de un gran deseo.

Ella todavía era muy joven. A buen seguro, a lo largo de su vida germinarían muchas semillas, con o sin ayuda de la intervención de los dioses. ¿Pero sería lo suficientemente valiente a la hora de recoger los frutos o permitiría que se estropeara la cosecha?

Todos estos pensamientos recurrentes la acompañaron hasta que, al día siguiente, aparcó el coche en el patio exterior de Casa Rabaltué.

La primera que salió a recibirla fue su prima. La abrazó muy fuerte y le preguntó:

—¿Qué, Clarence? ¿Ha sido todo como te esperabas? ¿Tenían razón nuestros padres?

—Pues aunque te parezca increíble, Daniela —respondió Clarence—, había mucha vida más allá de Sampaka y de las fiestas de Santa Isabel…

Cuando entró en casa, tanto la agradable sensación de familiaridad como la inquietante certidumbre de que sus dudas sobre la posible existencia de su hermano ya solo podrían ser resueltas en Pasolobino entraron en conflicto con el pequeño atisbo de indiferencia y rechazo que la recién aparecida nostalgia por Bioko intentaba anidar en su corazón.

—¡A saber qué habrás comido todas estas semanas! —Carmen no hacía más que rellenar el plato de su hija.

—¿Has comido tortuga? —quiso saber Daniela—. ¿Y serpiente?

—Pues la carne de serpiente —se adelantó a contestar Jacobo— era bien sabrosa y tierna. Y la sopa de tortuga, un manjar. ¿Verdad, Kilian?

—Casi tanto como el guiso de mono —respondió Kilian, con un leve matiz de burla en el tono.

—¡Clarence! —Daniela abrió sus enormes ojos marrones—. No me creo que aún coman esas cosas y que tú las hayas probado.

—He comido sobre todo pescado, muy bueno, por cierto. Y me encantó la
pepe-sup
.

Jacobo y Kilian se rieron.

—¡Veo que os acordáis de la sopa de pescado picante! —Ellos asintieron—. En fin, y mucha fruta, papaya, piña, banana…

—¡Ah, el plátano frito de Guinea! —exclamó Jacobo—. ¡Eso sí que era delicioso! En Sampaka teníamos un cocinero camerunés que preparaba los mejores plátanos…

Clarence dudó de que pudiera narrar su viaje de manera ordenada. Aquella noche, todos estaban contentos y expectantes. Por fin, Kilian adoptó un tono serio para preguntarle cómo había encontrado todo aquello y ella pudo hablar unos minutos sin que nadie interviniera o comentase algo. Les contó las anécdotas más generales y amenas, los lugares de interés turístico que había visitado y resumió aspectos curiosos de lo que había aprendido de la cultura bubi. El maravilloso recorrido por la parte este de la isla quedó reducido a los nombres de los poblados que había visitado en compañía —mintió— de un par de profesores de la Universidad de Malabo que la ayudaron en su labor de campo.

De manera deliberada, reservó para el final sus visitas a Sampaka. Describió cómo estaba la finca y cómo se seguía produciendo el cacao. De repente, se dio cuenta de que había mucho silencio a su alrededor. Daniela y Carmen la escuchaban atentamente. Jacobo jugueteaba con un trozo de pan carraspeando continuamente, como si tuviera algo en la garganta. Y Kilian mantenía la vista fija en el plato.

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