Quiso gritar y no pudo. La serpiente avanzaba hacia él hinchando todavía más el cuerpo y aumentando la intensidad y la duración del silbido. Proyectaba la cabeza hacia delante enseñándole unos largos dientes, ganchudos y acanalados, llenos de un veneno mortal. Los ojos de Kilian localizaron el machete a su derecha, sobre una silla. Solo tenía que estirar el brazo y hacerse con él, pero el brazo le pesaba como una viga de madera. Cientos de golpes de martillo le golpeaban las sienes y un gran vacío había convertido su cuerpo en un tronco hueco. Sintió que el sudor le cubría la piel.
Tenía que hacer algo, vencer esa pesadez con la que lo había paralizado el miedo.
Concentró todos sus esfuerzos en los músculos de la garganta y emitió un grito vibrante, como un rugido, que fue subiendo de volumen cuando su mano agarró el machete y lo volteó en el aire con furia para segar la cabeza de la serpiente. Continuó gritando mientras la machacaba y la convertía en un amasijo de carne con una violencia que no podía controlar. La visión de la sangre provocó que la suya, mezclada aún con el aguardiente, comenzara a circular por las venas enviando mensajes de desorbitada euforia a sus sentidos. Pinchó la cabeza con el machete y salió del dormitorio con una rabia desconocida en él.
En la galería se tropezó con Simón, quien corría hacia el dormitorio alertado por los gritos. Lo agarró con la mano libre y lo zarandeó.
—¡Esto no ha llegado a mi habitación por su cuenta! —aulló—. ¡Tú eres el encargado de mis cosas! ¿Quién te ha pagado para que lo hicieras, eh? ¿Quién?
Simón no reconocía al hombre que le atenazaba el brazo con una mano de hierro.
—¡Yo no he sido,
massa
! —se defendió con voz suplicante—. ¡He estado todo el tiempo con usted abajo!
Dos puertas se abrieron y Antón y Santiago se asomaron. Rápidamente liberaron a Simón entre palabras que Kilian no escuchaba porque su mente estaba concentrada recorriendo con la mirada al grupo que aún permanecía junto a las hogueras. En su cabeza se sucedían discontinuas imágenes de cuerpos desnudos moviéndose al ritmo del sonido de los tambores, risas inconexas y sonrisas torcidas, sangre y más sangre, un elefante desplomándose en su agonía, ratas sin cabeza, serpientes resbaladizas, golpes de machetes, Mosi, Ekon, Nelson…
Concentró su mirada en Simón.
—¿Has visto a alguien merodeando por aquí?
—No,
massa
…, bueno, sí,
massa
. —El muchacho se mordió el labio inferior con fuerza.
—¿En qué quedamos? —gritó Kilian con impaciencia, indicando con un gesto a Antón y a Santiago que no intervinieran.
—Cuando he venido a por los vasos, he visto que Umaru bajaba las escaleras.
«Umaru…»
—¡Limpia la habitación! —le ordenó—. ¡Ya!
Kilian voló sobre los peldaños, cruzó el patio a grandes zancadas y mostró la cabeza ensartada en el machete a los que seguían junto a las brasas del fuego. Las luces de los quinqués de petróleo proyectaron una grotesca sombra sobre el suelo. Jacobo, Marcial y Mateo se levantaron de un salto, sobresaltados por el aspecto ensangrentado y descontrolado de Kilian.
—Que no se mueva de aquí —señaló con un gesto a Gregorio—. ¡Y tú, Nelson! ¿Dónde está Umaru?
—No lo sé,
massa
. —El capataz mostró las claras palmas de las manos—. Hace rato que no lo veo.
—¡Búscalo y tráelo! ¿Me oyes?
Tell him make him come
! ¡Tráelo, maldita sea! ¡Y trae también tu vara!
Se hizo un silencio sepulcral. Las mujeres cogieron a los niños y se retiraron sigilosamente. Jacobo y los demás intercambiaron miradas de extrañeza. Antón, Santiago y José llegaron hasta ellos.
Al poco, apareció Nelson sujetando del brazo a Umaru. Lo situó ante Kilian.
—¿Quién te ha ordenado que pusieras esto —le acercó la cabeza de la serpiente a la cara— en mi habitación? ¿Eh? ¿Quién te ha pagado?
A Umaru comenzaron a castañetearle los dientes. Adoptó una actitud de sumisión absoluta y repitió varias veces las mismas palabras, que Nelson tradujo:
—Dice que él no sabe nada, que ha estado todo el rato bailando en la fiesta.
Kilian se le acercó e inclinó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Eso es mentira. —Mordió las palabras—. Te han visto por el pasillo de las habitaciones.
Tiró el machete al suelo y extendió la mano hacia Nelson.
—Dame la vara. —Nelson titubeó—. ¡He dicho que me des la vara! Umaru…
If you no tell me true, I go bit you
!
Antón dio un paso para intervenir, pero Jacobo lo detuvo.
—No, papá. Deje que lo resuelva él.
Kilian sintió la delgadez de la vara entre sus manos. Le dolían las sienes, el pecho, los dientes… ¡Odiaba ese lugar! ¡Estaba harto del calor, de los bichos, de las órdenes, de los cacaotales, de Gregorio! ¡Dios, si pudiera regresar a Pasolobino! Apenas podía respirar. Umaru seguía sin decir nada. Decenas de ojos esperaban su reacción. Levantó la mano y descargó un golpe contra los brazos de Umaru. Este chilló de dolor e hizo ademán de marcharse.
—¡Sujétalo, Nelson!
Levantó la vara y volvió a preguntar:
—¿Quién te ha pagado, Umaru?
Umaru movió la cabeza de un lado a otro.
—
I know no, massa
!
I know no
!
Kilian lo rodeó y descargó la vara de nuevo contra la espalda del muchacho, una vez, dos veces, tres, cuatro… Los golpes abrieron finos surcos sobre su carne y la sangre comenzó a salpicar el suelo. Kilian estaba fuera de sí. Ya no oía ni las súplicas ni los lloros de Umaru, que, de rodillas, le imploraba que se detuviera.
Iba a golpearlo otra vez cuando una mano le sujetó el brazo y una voz tranquila le dijo:
—Es suficiente,
massa
Kilian. El chico ha dicho que se lo contará todo.
Kilian miró al hombre que le hablaba. Era José. Se sintió desconcertado. Un gran vacío lo convirtió de nuevo en un hombre hueco. Fue incapaz de aguantar su mirada. Umaru permanecía arrodillado y entre hipidos y gimoteos explicó que había descubierto el nido de la
bitis
en los cacaotales, cerca del límite con el bosque; que había llamado a
massa
Gregor para que la matase; y que este le había ordenado que fuera a buscar una caja, donde la había guardado hasta la noche. La ausencia de luz había favorecido la ocasión para colarse en su habitación.
—¿Y tu miedo a las serpientes? —preguntó Kilian con repentina apatía—. ¿Cuánto te ha pagado
massa
Gregor para superarlo?
No esperó la respuesta. Se acercó al propietario de la idea, que, impávido, había observado toda la escena con los brazos cruzados sobre su pecho. Cuando tuvo a Kilian frente a frente, sus labios trazaron una pequeña sonrisa y ladeó la cabeza.
—Enhorabuena —dijo Gregorio con desdén—. Ya casi eres como yo. Te irá bien en la isla.
Kilian sostuvo la mirada de rata de Gregorio durante unos segundos que a todos les parecieron horas. Sin previo aviso, y ante el asombro de sus compañeros, le asestó un puñetazo en el estómago tan fuerte que el otro cayó al suelo.
—Se acabó la cuestión. —Arrojó la vara al suelo con rabia—.
Palabra conclú
.
Y se marchó envuelto en el más absoluto silencio.
Cuando entró en la habitación, Simón había limpiado todo y había dejado un quinqué encendido. No quedaba ni rastro de los despojos de la serpiente. Kilian se sentó en la cama y ocultó la cara entre las manos con los ojos cerrados. Todavía sentía la respiración agitada. Los últimos minutos de su vida desfilaban nítidos y mudos sobre el telón de su oscuridad interior. Veía a un hombre blanco golpeando brutalmente a un hombre negro. Veía como se abría la carne y salía la sangre. Veía a decenas de hombres mudos, impertérritos, mientras los golpes del hombre blanco continuaban. ¡Ese hombre era él! ¡Se había dejado dominar por la ira y había golpeado con saña a Umaru! ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Qué demonio se había apoderado de su espíritu?
Sintió asco de sí mismo.
La cabeza le daba vueltas. A duras penas se puso de pie. Se acercó al lavabo y se apoyó en él. Una náusea le recorrió las entrañas y vomitó hasta que no le quedó ni bilis. Levantó la cabeza y vio su cara reflejada en el espejo colgado sobre el lavabo.
No se reconoció.
Sus verdes ojos, hundidos en dos cuencas oscuras que resaltaban sobre la palidez de sus angulosos pómulos salpicados de gotas de sangre, parecían más grises que nunca, y tenía el ceño fruncido en diminutas y profundas arrugas.
—Yo no soy como él —se dijo—. ¡No soy como él!
Los hombros le empezaron a temblar y profundos sollozos le nacieron en las entrañas buscando una salida. Kilian no quiso controlarlos y lloró.
Lloró amargamente hasta que no le quedaron lágrimas.
A la mañana siguiente, el gerente lo mandó llamar a primera hora. En su despacho, Kilian se encontró con Gregorio, Antón y José.
—Iré directo al grano —dijo Garuz en un tono que ponía de manifiesto su malhumor—. Sé todo lo que sucedió anoche, así que os ahorraré el interrogatorio—. Es evidente que ya no podéis continuar juntos. —Se dirigió a Gregorio—. Enviaré a Marcial contigo a
Obsay
. Es el único que sabe mantenerte a raya y a él no le importa.
Le habló a Kilian, que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para aguantar el tipo. Las palabras del hombre rebotaban en su cabeza con la intensidad de un taladro. Se había levantado con una terrible jaqueca y a ratos se le nublaba la vista. Ojalá los
optalidones
que se había tomado en ayunas hicieran pronto su efecto.
—A partir de ahora trabajarás con Antón y con José en el patio principal. No lo interpretes como un premio. Un incidente más, del tipo que sea, y serás despedido, ¿está claro? —Dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa—. Si no te despido ahora mismo es por tu padre, así que dale las gracias a él. Eso es todo.
Abrió un cajón y empezó a sacar papeles.
—Bien. Podéis marcharos.
Los hombres se levantaron y se dirigieron en silencio hacia la puerta. Kilian iba en último lugar, con la cabeza baja porque no se atrevía a mirar a su padre. Afuera, los demás se marcharon y Kilian decidió ir al comedor a por un café para despejarse. Al poco, entró Jacobo.
—Te estaba buscando. —La voz de Jacobo sonaba ronca—. Papá me ha puesto al día. ¿Te encuentras bien?
Kilian asintió.
—Me alegro de no volver a
Obsay
—dijo—, pero siento quitarte el puesto. Supongo que te tocaba a ti estar en el patio principal.
—¡Qué va! —Jacobo sacudió una mano en el aire—. Yo estoy muy bien donde estoy. En Yakató no me controla nadie.
Le guiñó un ojo y le dio un codazo amistoso
—Mateo y yo nos lo hemos montado muy bien. En el patio principal se ve todo… Y a los crápulas nos gusta la oscuridad.
Vio que Kilian no se reía y abandonó el tono jocoso.
—Hiciste lo correcto, Kilian. Les demostraste quién manda. A partir de ahora te respetarán. También Gregorio.
Kilian apretó los labios. Su recién adquirida autoridad no le enorgullecía lo más mínimo. Se sentó y aceptó el café que le ofrecía Simón. Con un gesto de la mano rechazó que el muchacho añadiera un poco de coñac.
—Yo me voy —se despidió su hermano—. Nos veremos en la cena.
En cuanto cruzó la puerta, Simón se acercó a Kilian. Por dos veces hizo el gesto de hablar, pero se contuvo.
—Estoy bien, Simón —dijo Kilian—. No necesito nada más. Puedes irte.
Simón no se movió.
—¿Te pasa algo, chico?
—Verá,
massa
… Hay algo que debería saber.
—Tú dirás —dijo con voz de fastidio. El café le calentaba el estómago, pero el dolor de cabeza persistía. Lo que menos le apetecía era escuchar problemas de nadie. Bastante tenía con lo suyo.
—Esta noche ha pasado algo,
massa
. Dos amigos de Umaru quisieron vengarse de la paliza y fueron a por usted. —Kilian, aturdido, levantó la cabeza—. Sí,
massa
. Después de la fiesta, José no se fue a dormir como los demás. Me dijo que notaba algo raro. Se quedó en vela toda la noche por usted. Sí, sí, y yo también. Aprovechando la oscuridad, subieron a su habitación, y allí estábamos escondidos José, yo y dos de la guardia que deben favores a José.
Abrió sus brillantes ojos oscuros para poner más énfasis en sus palabras.
—¡Llevaban machetes para matarle! ¡Menos mal que estaba José,
massa
! ¡Menos mal!
Kilian quiso decir algo, pero no pudo. Alzó la taza hacia Simón y este fue a por más café.
—¿Qué pasará con ellos? —preguntó por fin cuando el
boy
regresó de la cocina.
—La guardia se ha encargado de castigarlos y los enviarán de vuelta a Nigeria. A Umaru también. Pero no se preocupe, el
big massa
no se enterará de nada. Y nadie dirá nada. No creo que a otros les queden ganas de volver a intentarlo. Ya no hay peligro,
massa
, pero durante un tiempo será mejor que cierre bien la ventana y la puerta.
—Gracias, Simón —murmuró Kilian pensativo—. Por tu ayuda y por decírmelo.
—Por favor,
massa
—el tono del muchacho se volvió suplicante—, no le diga a José que se lo he contado. José conoce a mi familia, somos del mismo poblado… Me hizo prometer que no diría nada…
—¿Y entonces por qué lo has hecho?
—Usted es bueno conmigo,
massa
. Y lo de la serpiente no estuvo bien, no,
massa
, no estuvo bien…
—Tranquilo, Simón. —Kilian se puso en pie y colocó una mano sobre el hombro del otro—. Guardaré el secreto.
Salió al exterior, miró hacia lo alto y contempló las oscuras nubes bajas que ocultaban al sol. Se podía respirar la humedad. A medida que se consumieran las horas, el calor sería pegajoso, pero solo el hecho de poder disfrutar de un nuevo día lo reconfortó a pesar de su dolor de cabeza, del remordimiento que se había instalado en su corazón y del miedo por lo que podía haber sucedido.
A unos metros, distinguió el andar pausado de José, que se movía de un lado a otro organizando a los hombres para las tareas del día en el patio principal. Era un hombre de mediana estatura y fuerte, a pesar de su constitución delgada, que contrastaba con los cuerpos musculosos de los braceros. De vez en cuando, antes de tomar una decisión, se atusaba la corta y canosa barba con movimientos lentos en actitud pensativa. Los trabajadores lo respetaban, tal vez porque parecía el padre de todos ellos. Se sabía el nombre de cada uno y les hablaba con autoridad pero sin gritos, con gestos enérgicos pero sin violencia, como si supiera en cada momento cómo se sentían, y eso le permitiera incluso anticiparse a sus reacciones.