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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (21 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—¡Julia! ¡No digas eso! No es lo mismo… No te compares con ellas. —A Kilian la pieza musical ya se le estaba haciendo eterna—. Ahora estás enfadada, y con razón, pero…

—¡No puedo con esta doble moral, Kilian! —le interrumpió la joven—. Todos hacéis la vista gorda con el comportamiento relajado de las amigas negras, y las blancas tenemos que esperar hasta que os canséis de ellas para que acudáis a nosotras en busca de una buena y fiel esposa. ¿Qué pasaría si fuera al revés? ¿Si yo me juntara con un negro? ¿Os parecería bien?

—Julia, yo… —Kilian tragó saliva—. Todo esto es nuevo para mí. Es un asunto difícil…

—No has respondido a mi pregunta.

Kilian titubeó. No estaba acostumbrado a hablar de esos temas con una mujer. Se sentía un poco escandalizado y Julia podía ser realmente insistente.

—Con los hombres es diferente… Y no creo que esta sea una conversación apropiada…

—Sí, ya… Para una mujer —concluyó ella, irritada.

Para alivio de Kilian, justo entonces terminó el pasodoble y la orquesta continuó con un swing.

—Demasiado complicado… —dijo Kilian, forzando una sonrisa.

Salieron de la glorieta y se cruzaron con Mateo, Ascensión, Marcial y Mercedes, que se habían animado a bailar. Caminaron en silencio hasta la mesa, donde encontraron a Manuel tomándose una copa.

—Aquí estoy —le dijo a Kilian—, descansando un rato. No he parado de hablar desde que hemos llegado.

—Manuel, te presento a Julia, la hija de unos amigos de mis padres.

Manuel se levantó y, muy cortés, saludó a la muchacha. Se fijó en cómo la cinta azul de su cabello castaño enmarcaba una bonita cara de ojos expresivos.

—Manuel es el médico de la finca —explicó Kilian—. Antes trabajaba en el hospital de Santa Isabel.

—¿No nos hemos visto antes? —preguntó ella, escrutando sus facciones, su pelo rubio oscuro y sus ojos claros tras las gruesas gafas de pasta—. Seguro que has estado más veces en el casino.

—Sí. Muchas tardes solía venir a nadar. Y los domingos a jugar a las cartas o a tomar algo con compañeros de trabajo.

—Yo vengo todos los domingos y alguna que otra tarde. ¡Qué raro que no hayamos coincidido hasta hoy!

—Bueno, desde que estoy en Sampaka no salgo tanto…

—Con vuestro permiso iré a buscar algo de beber. —Kilian quiso aprovechar que los jóvenes continuaban hablando para dar una vuelta por el salón.

Se alegró de poder estar un rato a solas después del mal trago pasado con Julia. Dentro, el sonido de las voces había aumentado de volumen. Saludó a Generosa y a Emilio y continuó hasta la zona del billar, donde distinguió a Jacobo envuelto en una nube de humo. Jacobo lo miró, pero no hizo ningún gesto para que se acercase. Cuando llegó a su lado, dijo sin mirarle:

—¡Ah! Estás aquí. —Kilian pensó que todavía le duraba el enfado por la reacción de Julia—. Estos son mis amigos, Dick y Pao. Han venido desde Bata. Nos conocimos en mi primer viaje.

Kilian les estrechó la mano y pronto supo que Dick era un inglés que había trabajado años en Duala y que, desde hacía poco, trabajaba con Pao en la industria de la madera de la parte continental. De vez en cuando, aprovechaban su amistad con el piloto del Dragon Rapide para realizar el trayecto de una hora de Bata a Santa Isabel. Dick era un hombre alto y fuerte, de piel muy clara enrojecida por el sol, y con una mirada extraña emitida por los ojos más azules que Kilian había visto en su vida. A su lado, el portugués Pao parecía un huesudo mulato de nariz afilada y largas extremidades. Los tres habían bebido más de la cuenta y, entre risas y bromas, se empeñaron en contarle a Kilian la última vez que habían coincidido con Jacobo.

—Fue en una cacería de elefantes en Camerún —comenzó a explicar su hermano con los ojos brillantes—. ¡La experiencia más impactante que he tenido en toda mi vida! Salimos un montón de hombres armados de escopetas. Seguíamos al guía por la senda de ramas rotas que uno de esos animales había abierto en la selva. Un ruido similar al de un terremoto nos indicó que el elefante caminaba cerca, por delante de nosotros, y que no muy lejos había más…

—¡Estabas muerto de miedo! —intervino Dick en un buen castellano, aunque con fuerte acento—. Tu cara estaba pálida como la cera…

—¡Es que yo pensaba que esperaría escondido en algún lugar seguro y elevado para ver al animal! Pero no, ahí estaba, bien cerca. El guía, un experto cazador, claro, le disparó a un oído y el elefante se volvió loco. Echamos a correr en dirección contraria…

—Porque sabíamos que al ser tan grande le costaría darse la vuelta —continuó Pao con un acento cantarín plagado de palabras terminadas en
u
—. Pero ese día no lo hizo. Chorreando sangre por la oreja, continuó hacia delante y nosotros seguimos detrás…

A medida que pasaban los minutos, a Kilian le desagradaban más Dick y Pao. Había algo en ellos que le producía una sensación de desconfianza y rechazo. Dick no miraba a los ojos de sus interlocutores y Pao soltaba risitas fastidiosas cada poco.

—Por fin, el animal empezó a estar cansado y a aflojar el paso. Entonces aprovechamos para dispararle varias veces y… —Jacobo levantó las palmas de sus manos—. ¡El elefante se marchó! ¡Desapareció de nuestra vista! ¡La cacería había terminado y ahí estaba yo, todo frustrado porque no lo había visto caer!

—A esos bichos les cuesta morir. —Dick inhaló el humo de su cigarrillo y lo retuvo unos segundos en los pulmones antes de expulsarlo.

—¡A este, un par de días! —intervino Pao—. Cuando volvimos con el guía y localizamos su cuerpo, aún estaba caliente.

—Lo descuartizaron con habilidad entre varios hombres… ¡Y no dejaron más que los huesos! —Jacobo había adoptado el tono exultante y embriagado de los otros dos—. ¡Los colmillos eran tan altos como esa puerta!

A Kilian la narración de la cacería le había resultado terrible. Él estaba acostumbrado a cazar sarrios o rebecos en las montañas de los Pirineos, pero no se podía ni imaginar una escena como la que acababan de describir. Desde siempre, a los animales se les evitaba el sufrimiento con un tiro certero. No conocía a ningún hombre de su entorno que disfrutase con el tormento continuo y prolongado de un animal. Solo se le ocurrió decir:

—Suena realmente peligroso.

—¡Ya lo creo! —Dick le miró con sus ojos azules, fríos e inexpresivos. Kilian se encendió un cigarrillo para eludir la mirada—. Yo estuve en una cacería en la que el elefante cogió a uno de los negros con la trompa, lo levantó en el aire, lo arrojó contra el suelo y lo aplastó hasta convertirlo en un amasijo de carne y huesos…

—¡No lo hubiera reconocido ni su madre! —se rio Pao de manera insulsa, mostrando unos dientes irregulares—. ¡Menos mal que no fuimos ninguno de nosotros!

Kilian ya había escuchado suficiente. ¡Menuda nochecita llevaba! Entre el incidente con Julia, la atrevida conversación con ella, la sensación de estar rodeado de personas de un nivel al que él nunca tendría acceso, y la cruel cacería contada por esos idiotas, su primera noche en el famoso casino probablemente sería la última. La bebida se le estaba subiendo a la cabeza, y para colmo, la corbata le molestaba de tal manera que no podía evitar tirar continuamente del nudo para aflojarlo.

—¿Qué te pasa ahora? —le preguntó Jacobo en voz baja.

—Al final resultará que donde mejor me encuentro es en el bosque… —murmuró Kilian, encendiéndose otro cigarrillo con la colilla del anterior.

—¿Cómo dices?

—Nada, nada. ¿Te vas a quedar más rato?

—Oh, nosotros nos vamos a otro sitio más animado. —Jacobo dudó si invitar a su hermano a acompañarlos, pero finalmente dijo—: Puedes regresar a la finca con los demás.

—Sí, claro.

«Si a ellos tampoco les molesto», pensó.

Jacobo, Dick y Pao se marcharon y Kilian se entretuvo unos minutos viendo a unos jóvenes jugar al billar.

Unas voces llamaron su atención. Se giró y a pocos pasos reconoció a Emilio, todo acalorado, discutiendo con un fornido hombre negro, enfundado en un elegante traje de color tostado. Generosa tiraba del brazo de su marido, pero este no le hacía caso. Las voces subían de tono y las personas que los rodeaban comenzaron a guardar silencio. Kilian se acercó para ver qué pasaba.

—¿Cómo puedes decirme tú eso, precisamente tú, Gustavo? —casi gritaba Emilio—. ¡He sido amigo de tu padre desde hace muchos años! ¿Acaso os he tratado mal alguna vez? ¡Me atrevería a decir que he vivido más años en la isla que tú!

—No lo quieres entender, Emilio —se defendía el otro. Unas gotas de sudor perlaban su ancha frente fruncida en arrugas de enfado y se deslizaban por las sienes bajo unas grandes gafas de cristales cuadrados—. Hablo de todos los blancos. Ya nos habéis explotado mucho. Antes o después tendréis que marcharos.

—Sí, claro, eso es lo que queréis la mitad de los que estáis aquí esta noche. Que nos marchemos nosotros para quedaros vosotros con todo… ¡También con mi negocio! ¡Pues eso no lo verán tus ojos, Gustavo!

Golpeó con un dedo el pecho del hombre

—Me he dejado la piel en esta tierra para que mi familia tenga una vida mejor. ¡No consentiré que ni tú ni nadie me amenace!

Generosa, completamente abochornada, no sabía qué hacer. Suplicaba a su marido que se marcharan de allí. Kilian percibió alivio en su cara al ver a Julia dirigirse hacia ellos acompañada de Manuel.

—¡Nadie te está amenazando, Emilio! Pensaba que eras más razonable. ¿Alguna vez te has puesto en nuestro lugar? —Al tal Gustavo le aleteaban las amplias ventanillas de la nariz por culpa de la agitación.

—¿En vuestro lugar? —bramó Emilio—. ¡A mí nadie me ha regalado nada!

—¡Ya está bien, papá! —Julia lo cogió del brazo y lanzó una dura mirada a los dos hombres—. ¡Por menos de esto han sancionado a otros! ¿Se puede saber qué os pasa? Papá, Gustavo… ¿Vais a permitir que la dichosa política acabe con vuestra amistad? Pues estáis perdiendo el tiempo, porque aquí las cosas van a seguir igual por muchos años.

Los dos hombres se miraron en silencio, pero ninguno se disculpó. Emilio accedió finalmente a seguir a Generosa hacia la salida. Poco a poco, todos los presentes reanudaron sus conversaciones, en las que, a buen seguro, el tema principal sería la disputa de la que habían sido testigos. Manuel y Kilian los acompañaron a la puerta.

—¿Estás bien, Julia? —preguntó Manuel al ver que la joven estaba acalorada y respiraba agitadamente.

—Bien, gracias, Manuel. —Estrechó su mano con afecto—. He pasado un rato muy agradable contigo. En realidad, el único rato bueno de la noche. —De reojo, vio que Kilian torcía el gesto y se apresuró a añadir—: El baile contigo tampoco ha estado mal. Bueno, será mejor que nos marchemos ya. ¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡No podré volver al casino en semanas!

—Lo siento, hija —dijo Emilio en tono apesadumbrado—. No lo he podido evitar. Generosa, me he calentado…

—Tranquilo, Emilio —lo consoló su mujer, ajustándose con gestos nerviosos los finos guantes de encaje—. Me temo que a partir de ahora nos tendremos que ir acostumbrando a las pretensiones de estos desagradecidos. Porque eso es lo que son: unos desagradecidos.

—Vale ya, mamá. —Julia miró a Kilian y a Manuel—. Ya nos veremos.

—Eso espero —deseó Manuel en voz alta—. Y que sea pronto. Buenas noches, Julia.

Manuel y Kilian permanecieron unos segundos en la puerta del casino hasta que los perdieron de vista.

—Una mujer encantadora —dijo Manuel mientras se limpiaba las gafas con el pañuelo.

Kilian sonrió ampliamente por primera vez en mucho rato.

Pocos días después, Julia recibió de manos de un
boy
de Sampaka una nota escrita por Jacobo:

«Lamento de veras mi comportamiento. Espero me disculpes. No volverá a suceder».

Ese par de líneas rondaron por su cabeza varios días en los que no dejó de imaginar los ojos verdes y brillantes, el cabello negro y el musculoso cuerpo del hombre del que creía estar enamorada. A fuerza de repetirse las palabras de la nota, se forjó en su mente la idea de que esa tregua podría significar
algo
; de que tal vez su desplante en el casino le había hecho reaccionar y darse cuenta de que ambos podían compartir un futuro juntos.

Resistió dos semanas, pero a la tercera ya no pudo más. Necesitaba verlo y escuchar su voz. Pensó en diferentes opciones para coincidir con él, pero las fue rechazando una a una: otra cena en su casa avivaría las sospechas de su madre de que sentía algo especial por el mayor de los hermanos; no estaba segura de que Jacobo aceptase una invitación para ir ellos dos solos al cine o a tomar algo y no quería arriesgarse a una negativa; y recurrir a otro encuentro en el casino con más amigos no le parecía buena idea después del enfado de su padre, que probablemente aún estaría dando que hablar a los más chismosos. Eso era lo peor de Santa Isabel: en una ciudad tan pequeña, las pocas noticias que rompían la monotonía tardaban semanas en caer en el olvido.

Julia tuvo una súbita y descabellada idea. En un primer momento la desestimó, pero a los pocos minutos lo tenía claro: iría a verlo a la finca una noche después de cenar. Había estado un par de veces con su padre y recordaba la casa principal perfectamente. Se inventaría cualquier excusa y se colaría en su habitación, donde podrían hablar a solas y tal vez… Se mordió el labio inferior presa de una gran excitación. Si alguien la pillaba accediendo a la galería de los dormitorios, siempre podía decir que llevaba un recado de Emilio a Antón. ¡Nadie dudaría de semejante coartada!

Poco a poco fue puliendo los detalles y eligió el jueves como el día perfecto para llevar a cabo su plan. Los jueves sus padres jugaban a las cartas con unos vecinos, era el día que ella usaba el coche para ir al cine, y no había ninguna razón por la que Jacobo no fuera a estar en Sampaka.

El jueves después de cenar, Julia se arregló como de costumbre para no levantar sospechas, aunque se entretuvo en conseguir un maquillaje perfecto. En cuanto se sentó ante el volante del Vauxhall Cresta rojo y crema de su padre, se desabrochó dos botones de la parte superior del vestido rosa con pequeñas flores y manga hasta el codo que finalmente había elegido y cambió el discreto color de los labios por un tono más intenso. El corazón le latía a tal velocidad que lo podía escuchar a pesar del ruido del motor.

En pocos minutos dejó atrás las luces de la ciudad y la oscuridad se adueñó del camino. Los faros apenas iluminaban unos metros por delante del coche. Un escalofrío de miedo recorrió su cuerpo. Podía imaginarse la cantidad de vida que surcaba las venas del bosque por la noche. Mientras unos animales dormían, otros aprovechaban la ausencia de luz para llevar a cabo sus fechorías. Cuando atravesó el poblado de Zaragoza, las débiles llamas de los fuegos de algunas de las frágiles casas proyectaban sombras a través de las ventanas sin cristales. Por un momento, Julia deseó haber elegido una noche de luna llena para que esta iluminase como un potente proyector. Por el rabillo del ojo veía las palmeras de la entrada a Sampaka aparecer y desaparecer como fantasmas a medida que el coche avanzaba. Cuando un hombre de pelo blanco que portaba un pequeño farol levantó su mano para obligarla a parar, el corazón le dio un vuelco. El hombre se acercó a la ventanilla y mostró un gesto de extrañeza al distinguir a una mujer blanca, sola, al volante:

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