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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (22 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Buenas noches,
mis
—saludó Yeremías—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Traigo un recado para
massa
Antón. —Había practicado tanto la frase que le salió con toda naturalidad—. ¿Está siempre esto tan oscuro?

—Hemos tenido un problema con la electricidad. No sé cuánto tardarán en arreglarlo. —Yeremías hizo un gesto indicando un lugar—. Tendrá que aparcar un poco antes de la casa. Los nigerianos han llenado el patio principal para…

—De acuerdo —lo interrumpió ella con prisa, pensando que el hombre se iba a extender con explicaciones innecesarias—. Muchas gracias.

Julia hizo avanzar el vehículo unos metros y sin saber cómo, este empezó a ser rodeado por una masa de hombres que hacían bailar machetes en las manos. Algunos sujetaban con una mano un quinqué de petróleo a la altura de la cabeza, haciendo que las enormes bolas blancas de sus ojos destacasen tenebrosamente sobre la piel oscura de sus rostros al inclinarse para observar a la inesperada conductora. Julia calculó que si dejaba el coche allí, apenas tendría que caminar unos cincuenta metros para llegar a la escalera de la casa colonial, aunque para ello tendría que atravesar parte de aquella masa humana. Otra opción sería quedarse en el coche, o ponerse a tocar el claxon como una loca, dar la vuelta y salir de allí. Respiró hondo y dedicó unos segundos a analizar la situación. Se estaba poniendo histérica y la actitud de los hombres, en realidad, no parecía violenta. La miraban un momento y luego continuaban su camino. Decidió armarse de valor y salir del coche. Con las piernas temblorosas, comenzó a caminar con paso ligero acompañada por frases y comentarios que no llegó a comprender, pero cuyo significado podía intuir por el tono en que eran pronunciados. Decenas de torsos desnudos y brazos musculosos la rodeaban por todas partes, un sudor frío le cubrió el cuerpo y la vista se le nubló. Cuando llegó al borde de la escalinata y chocó contra los brazos de alguien que pretendía sujetarla, estaba al borde del desmayo.

—¡Julia! ¡Por todos los santos! ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas?

Ella jamás pensó que el sonido de una voz pudiera resultar tan reconfortante. Levantó la vista hacia el hombre:

—Tampoco es tan tarde, Manuel. Vengo a traer un recado a Antón de parte de mi padre.

—¿Y no podías enviar a uno de los
boys
?

—No estaban en casa —mintió ella notando que se sonrojaba—, así que de camino al cine he entrado un momento.

—¡Pues vaya rodeo has dado para ir al cine!

Estando al lado de Manuel, Julia se atrevió a mirar a los hombres que continuaban agrupándose a sus espaldas.

—¿Me puedes explicar qué ocurre aquí?

—Los braceros han decidido organizar una cacería masiva de ratas de bosque a golpe de machete en las tierras de los tres patios.

—¿De
grompis
? ¿A oscuras?

—Así cogerán más. Si no las exterminan ahora, se reproducirán demasiado y dañarán los frutos de la nueva cosecha. Después montarán fiestas en los patios para comérselas.

—¿Y vosotros participáis?

—Yo no, aunque confieso que estoy intrigado porque no he asistido a ninguna. Los demás empleados y los capataces darán alguna vuelta para que no haya problemas.

Julia no sabía si romper a reír o a llorar. De todos los contratiempos que podían haber surgido para entorpecer su encuentro con Jacobo, en ningún momento se le podía haber pasado por la imaginación que unos roedores desbaratarían sus planes.

—¿Te gustaría echar un vistazo? —preguntó Manuel—. La selva por la noche está llena de misterios.

Antes de que Julia pudiera responder, la voz de Jacobo, que descendía por la escalera junto con Kilian, Mateo, Marcial y Gregorio, los interrumpió.

—¿Qué haces tú por aquí?

Julia se mordió el labio con fuerza mientras discurría otra mentira con la que salir airosa del lío en el que se había metido. Se sujetó al brazo de Manuel y con el calor de toda una noche tropical pegado a sus mejillas respondió:

—Manuel me ha invitado a asistir a la cacería y he aceptado encantada.

Manuel la miró con extrañeza, pero algo en sus ojos le hizo comprender que era mejor no preguntar nada. Se hicieron a un lado para que los empleados blancos accedieran al patio principal y esperaron a que los grupos se distribuyeran por zonas y se alejaran. Manuel le pidió que lo acompañara a uno de los almacenes para hacerse con un quinqué y propuso quedarse al final de la brigada que se situaría en los cacaotales más próximos a la finca. No se veía nada. Solo se escuchaban susurros y algún golpe seco de vez en cuando. Aparte del nerviosismo de sentirse rodeada de vegetación por todas partes, y de la inquietante sensación de que bajo sus pies corrían millones de insectos, la cacería no tenía nada de emocionante.

—Tengo la impresión de que alguien nos observa —susurró Julia, frotándose los brazos.

—Eso pasa siempre en la selva. Si te parece, podemos tomarnos un café en el comedor y esperar a que regresen con sus trofeos.

Julia aceptó encantada. Durante un buen rato conversaron sobre muchas cosas, enlazando un tema con otro como si se conocieran desde hacía años.

El sonido de unos tambores los llevó de regreso a la realidad de la finca.

Delante de los barracones de los braceros las mujeres habían encendido varias hogueras donde ya se asaban algunas de las ratas de bosque descabezadas por los machetes. A Kilian la cacería se le había hecho larga en la oscuridad de los cacaotales. Agradeció el calor del fuego porque el fresco de las noches indicaba la cercanía de la época húmeda. Un trabajador se aproximó a los empleados blancos para ofrecerles una botella de
malamba
y Simón corrió a buscar vasos. Regresó acompañado de Antón, Santiago y José, quienes, aunque no habían participado en la cacería, sí querían apuntarse a la fiesta. Solo faltaba el gerente. Garuz solía reunirse con su familia en su casa de Santa Isabel al término de la jornada laboral. No se quedaba por la noche en la finca a no ser que se celebrase algo muy especial.

—¡Esto es fuerte como un demonio! —Mateo resopló y agitó una mano en el aire al sentir el aguardiente de caña de azúcar quemarle la garganta—. No sé cómo lo pueden resistir.

—¡Pero si ya tendrías que estar acostumbrado! —bromeó Marcial, vaciando su vaso de un trago y pidiendo a Simón que lo volviera a rellenar.

Kilian probó un sorbo de su
malamba
y los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a toser.

—¡Cuidado, hombre! —Marcial, a su lado, le golpeó la espalda con su manaza—. Al principio hay que ir poco a poco. Este sulfato no va al estómago. ¡Pasa directamente a la sangre!

—Me parece que todos tendremos dolor de cabeza mañana por la mañana —advirtió Antón sonriendo mientras se humedecía los labios con el licor.

Kilian, ya recuperado, aunque con las mejillas ardiendo, se alegró de que su padre se hubiera animado a compartir con ellos la velada. Cerró los ojos, volvió a probar el líquido con cuidado y sintió un agradable calor que le recorría los músculos. Cuando abrió los ojos vio que Julia y Manuel se acercaban caminando.

Julia dio un respingo cuando distinguió a Antón e hizo el gesto de darse la vuelta, pero Manuel la cogió del brazo y le murmuró unas palabras:

—Tranquila. Tu secreto está a salvo conmigo.

Si alguna vez Manuel dedujo la razón por la que Julia había ido esa noche a Sampaka, nunca se lo dijo.

Julia asintió, agradecida y excitada por la oportunidad de participar en una fiesta africana.

—¿Todavía estás aquí? —preguntó Jacobo, sorprendido, cuando ella se acercó a saludar a Antón.

—¡Julia! —Antón también estaba sorprendido—. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo están Generosa y Emilio?

—Muy bien, gracias. Mi padre echa de menos las veladas con usted.

—Diles que algún día pasaré. ¿Y cómo es que estás aquí a estas horas?

Manuel acudió en su ayuda:

—Le prometí que la invitaría a una cacería de
grompis
y ha venido.

Jacobo frunció el ceño.

—La cacería hace rato que terminó. Pensaba que ya te habrías ido.

—¿Y perderme este espectáculo? —le respondió ella con coquetería.

—No sé si es un lugar apropiado… —comenzó Jacobo mirando a Manuel y a Antón.

—¿Para una mujer blanca? —terminó la frase ella con una sonrisa maliciosa—. Vamos, Jacobo. No me seas antiguo.

Antón miró a su hijo mayor y se encogió de hombros. El súbito recuerdo de una Mariana curiosa que había insistido hasta la saciedad para que le permitiera ver uno de esos bailes le dibujó una pequeña sonrisa. De aquello hacía casi treinta años. ¡Toda una vida! Suspiró, bebió un poco más de
malamba
, se sentó en una silla que José le había traído amablemente y decidió dejarse llevar esa noche por las imágenes del pasado que los sonidos repetitivos de los tambores a buen seguro le evocarían.

Kilian se sentó en el suelo cerca de Manuel y de Julia y unos metros más allá lo fueron haciendo los demás empleados. Para él, esa también iba a ser la primera fiesta típicamente africana, así que podía entender la curiosidad que sentía la joven por la novedad. Se había sorprendido por la reacción de Jacobo. De repente, su hermano se había preocupado por lo que pudiera sentir Julia y no dejaba de observarla con el ceño fruncido. ¿Sería posible que sintiera celos? No le pareció nada mal que ella le diera a probar una pequeña dosis de su propia medicina, aunque a Jacobo las penas se le pasaban rápido. Aceptó un nuevo vaso de bebida que le ofreció Simón y una deliciosa sensación de bienestar envolvió sus sentidos. Se concentró en el espectáculo y decidió dejarse llevar, al igual que Julia, por la magia de la noche que surgía de las llamas del fuego.

Muchas de las mujeres se habían adornado el cuello, la cintura y los tobillos con collares. Su único atuendo eran unas faldas deshilachadas que se abrían con los movimientos con los que acompañaban la música repetitiva, vibrante y contagiosa de los cueros de los tambores. Los nervios de los brazos trazaban caminos sobre los músculos sudorosos de los músicos.

El ritmo de la música se aceleró y las bailarinas comenzaron a contorsionarse y retorcerse moviendo cada centímetro de su piel y de su cuerpo a un ritmo frenético. Sus pechos oscilaban de manera enloquecedora ante la mirada orgullosa de sus hombres. Julia hubiera deseado quitarse el vestido y dejarse contagiar por la energía de esos cuerpos nacidos para gozar y bailar. Manuel la miraba por el rabillo del ojo, hechizado por el brillo de curiosidad de los ojos de la joven, que parecían absorber la escena y metérsela directamente en la sangre de sus venas.

Los imposibles movimientos continuaron durante un buen rato. A las mujeres se unieron varios hombres en un baile endiabladamente salvaje y erótico. Kilian reconoció a Ekon, a Mosi y a Nelson. Sonrió para sus adentros. Si hubiera estado Umaru, el grupo de sus
conocidos
estaría completo. Los cuerpos brillaban y gotas de sudor se deslizaban por los miembros en tensión. Cuando el pecho de Kilian —y seguramente el de los demás blancos— estuvo a punto de estallar suplicando el retorno del aliento contenido, el ritmo se volvió más lento y varios chiquillos aprovecharon para practicar unos pasos hasta que la música cesó. Entonces se repartieron trozos de carne y más bebida entre los gritos y los cantos de los nigerianos y el silencio de los españoles, todavía eufóricos y sobrecogidos por la pasión de la danza ancestral.

Para Julia, la magia se rompió en cuanto miró el reloj.

—¡Cielo santo! Es tardísimo. ¡Mis padres…! —dijo en un susurro.

—Si quieres —Manuel se inclinó hacia ella y le habló al oído—, cojo otro coche, te acompaño a casa y decimos que nos hemos encontrado en el cine y nos hemos ido luego a tomar algo.

—¿Harías eso?

—Lo haré encantado. Pero no les diremos qué película hemos visto —añadió con un guiño de complicidad.

Julia y Manuel se despidieron de los otros y se fueron mientras Jacobo los seguía con la mirada.

—Adiós, Julia —dijo Gregorio en voz alta cuando ya estaban lejos—. Recuerdos a Emilio.

Ella se giró y al ver de quién provenía la frase solo hizo un gesto vago.

—No sabía que conocieras a Julia —dijo Jacobo.

—Oh, sí. De hecho, la vi en su tienda hace unas semanas. Me preguntó no sé qué de unos incidentes en la finca. La saqué de su error. ¿No te lo ha contado tu hermanito?

Jacobo miró a Kilian, que hizo un gesto resignado de asentimiento con la cabeza, y supo entonces quién se había ido de la lengua.

—Gregorio, eres un verdadero imbécil —escupió en voz alta y clara. Se levantó como impulsado por un resorte y se plantó frente a él—. ¡Levántate! ¡Te voy a partir la cara!

Antón y los demás se acercaron rápidamente. Gregorio ya estaba de pie dispuesto a enfrentarse a Jacobo. Muchos braceros los observaban en silencio con un brillo divertido en la mirada. Era muy infrecuente que dos blancos se peleasen.

—Tú no vas a hacer nada, Jacobo —dijo Antón con firmeza, cogiéndole del brazo—. Estamos todos cansados y hemos bebido demasiado. Por la mañana se ven las cosas de otra manera.

Jacobo se soltó y, protestando, se alejó acompañado de Mateo y Marcial en busca de más bebida. Gregorio volvió a sentarse buscando con la mirada alguna mujer con la que terminar la noche.

Kilian decidió retirarse con los mayores. Las piernas le parecían de goma por culpa de la bebida y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que su padre no notara lo ebrio que se sentía.

La sensación de calor y tranquilidad seguía acompañándolo cuando entró en su dormitorio. Todavía no había luz eléctrica, y caminó torpemente hacia la ventana con intención de abrir las láminas de madera para que la oscuridad no fuera tan absoluta. Tropezó con un objeto blando y a punto estuvo de caerse. De pronto, escuchó un susurro parecido a un silbido. Se dio la vuelta y toda la sangre se le agolpó en la cabeza mientras los músculos se le paralizaban de terror. Frente a él divisó, erguida con insolencia, con la cabeza triangular del tamaño de un coco, una serpiente de más de un metro de longitud que lo observaba amenazante.

Kilian quiso moverse, pero no pudo. Era como si su cerebro solo pudiera asimilar las funciones de sus ojos, hechizados con las cortas ondulaciones del diabólico animal. Tenía el hocico apuntado y dos largos y agudos cuernos separados por otros más pequeños entre las fosas nasales. Sobre su cabeza destacaba una gran mancha negra en forma de punta de flecha, a juego con los negros rombos unidos de dos en dos por dibujos amarillos que formaban un fascinante mosaico sobre su dorso.

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