Al mirar a José, sintió un profundo agradecimiento. Habían intentado vengarse mientras dormía… ¡Le debía la vida! Si José se hubiera acostado como los demás, a esas horas él estaría… ¡muerto! ¿Por qué lo habría hecho? ¿Por qué tendría que preocuparse por lo que le sucediera a un blanco? Probablemente, el afecto de José por Antón hubiera jugado a su favor. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No sabía cómo, pero encontraría el modo de demostrar a ese hombre que su noble y valiente acción había valido la pena.
Esa misma noche, Kilian cogió una
picú
y, sin decir nada a sus compañeros, condujo hasta Santa Isabel.
Entró en el Anita Guau y fue directo a la barra. Pidió un whisky y preguntó por Sade.
Esa noche, Kilian se aferró al cuerpo de la mujer con la fría avaricia de la impaciencia y disfrutó de ella como el musgo de la ceiba: celebrando la vida sin necesidad de alimentarse de ella.
Inside the bush
(En la selva)
1955
El último camión cargado de sacos de cacao se dirigió hacia la salida de la finca por el camino de las palmeras reales en dirección al puerto de Santa Isabel. Kilian lo vio partir con alivio, orgullo y satisfacción. Había finalizado con éxito su primera campaña completa en la isla. Después de veinticuatro meses se consideraba todo un experto en el proceso de producción del cacao. El de Sampaka era famoso en todo el mundo porque se elaboraba de manera meticulosa para conseguir la máxima calidad, con lo cual se vendía cinco pesetas más caro por kilo en producciones de toneladas. Eso suponía una verdadera fortuna que Kilian había ayudado a conseguir tras interminables horas en los secaderos: noche y día comprobando con sus propias manos la textura de los granos, vigilando que se hinchasen sin descascarillarse y se tostasen al punto —ni un segundo antes ni un segundo después— para que no se volvieran blancos. El cacao seco y bien fermentado que llenaba los sacos, listo para su embarque, era grueso, de color marrón o chocolate, quebradizo, de sabor medianamente amargo y aroma agradable.
Cerca de él, con gestos de cansancio, Jacobo y Mateo se sentaron en un muro bajo y se encendieron sendos cigarrillos. Marcial se quedó de pie.
—Estoy reventado —resopló Mateo—. Tengo polvo de cacao hasta en el bigote.
Jacobo sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente.
—Garuz estará contento con esta cosecha —dijo—. La mejor en años. ¡Nos tendría que dar una paga especial!
También Kilian estaba agotado. Más de un día le había tentado imitar a algún que otro bracero y aprovechar el jaleo de las fiestas navideñas para escaparse del trabajo. Se sentó junto a los otros y aceptó el pitillo que le ofrecía su hermano. Inspiró profundamente. Un fino polvillo de color chocolate se colaba hasta el último poro de su piel. Cuando cesase del todo la actividad de los secaderos, aún persistiría el olor a cacao tostado. El sol ya descendía, pero el calor horroroso no remitía. Todavía resonaban en su cabeza los ecos de los villancicos y las fiestas cargadas de alcohol de su segunda Navidad lejos de casa y aún le resultaba extraño sentir la ropa pegada al cuerpo por el sudor en enero. Recordó la misa del veinticinco de diciembre en manga corta, las pieles curtidas por el sol y los chapuzones de madrugada en la piscina de la finca. Esa estación seca estaba siendo más calurosa de lo normal y en Sampaka los chubascos ocasionales no conseguían mitigar el bochorno.
—Seguro que en las montañas de Pasolobino hace un frío de mil demonios, ¿eh, chicos? —dijo Marcial desabrochándose los diminutos botones de la camisa con dificultad.
Kilian imaginó a sus padres y a Catalina frente al fuego del hogar mientras el ganado se alimentaba tranquilamente en los establos y la nieve cubría los prados con un grueso manto. Los echaba de menos, pero con el paso de los meses la terrible nostalgia de sus primeras semanas en la isla se había debilitado o, al menos, no le atenazaba el pecho de manera insoportable.
—La verdad es que ya tengo ganas de cambiar de aires —comentó Kilian.
—Pues ya te queda poco. En cuanto vuelva papá, porque me apuesto lo que quieras a que vuelve, te irás de vacaciones a España. ¡Qué envidia!
Antón se había despedido de sus hijos como si no fuera a regresar nunca a la finca. Kilian no tenía que apostarse nada con Jacobo porque también estaba convencido de que, al igual que el año anterior, regresaría, descansado y un poco más grueso.
—Oye, no te quejes —le recriminó Kilian a su hermano—, que luego irás tú.
—Me fastidia decirlo en voz alta, pero reconozco que te has ganado el primer turno, ¿verdad, Mateo? —Este asintió—. ¡Quién lo hubiera dicho! Si hasta te ha cambiado el aspecto… Cuando llegaste estabas todo flaco… ¡Y mírate ahora! ¡Tienes más músculos que ese Mosi!
Kilian sonrió por la exagerada comparación, pero lo cierto era que había dado lo mejor de sí mismo para que su padre, su hermano, sus compañeros y el propio gerente se sintieran orgullosos de él, y en parte también para expiar su culpa tras el incidente con Umaru y Gregorio. No le había resultado difícil porque estaba acostumbrado a trabajar y a hacer lo que se esperaba de él. Recordó sus primeros días en la isla y se sorprendió de lo bien que, a pesar de todo, se había instalado en la rutina diaria marcada por el sonido de la
tumba
o de la
droma
y los cantos nigerianos. Pronto comenzaría una vez más el trabajo al aire libre en los cacaotales, junto a la fascinante selva, horas y horas en las que el
cutlass
sería el protagonista, el machete cayendo implacable sobre el
bicoro
, el
caldo bordelés
rociando los tiernos brotes…
—Al final tendré que daros la razón a todos, a papá y a ti, y a Julia… Sí, me he acostumbrado a la isla. Pero no me irá nada mal un descanso largo en casa.
Percibió por el rabillo del ojo que Jacobo apretaba los labios al oír el nombre de Julia. El noviembre anterior, contagiados por el ambiente festivo de bailes, conciertos y carreras de cayucos de las fiestas de Santa Isabel, Julia y Manuel habían hecho oficial su noviazgo. A partir de entonces, siguieron organizando su tiempo libre a su manera, pero ya sin la presión de la clandestinidad, recorriendo la isla en busca de plantas para los estudios de él, merendando en el parador de Moka, o disfrutando de una buena película o de un buen baño en la piscina del casino. Emilio y Generosa estaban encantados con Manuel porque, además de ser un hombre educado y respetuoso, era médico.
Su hija
era la novia de un médico. Jacobo pareció aceptar la noticia de buen grado, aunque, en el fondo, su orgullo hubiera resultado levemente herido. Fue plenamente consciente de que su negativa a comprometerse tan pronto había sido aprovechada sin demora por otro hombre para ganarse el corazón de una mujer extraordinaria. Para superar la transitoria pena, continuó con su metódica existencia entre Sampaka y las noches de Santa Isabel, y de lo único que se lamentaba abiertamente era de la ausencia de compañeros para sus juergas. Bata no estaba tan cerca como para que Dick y Pao fuesen a la isla con regularidad, y Mateo y Marcial alternaban sus libertinos escarceos con encuentros —cada vez más frecuentes— con las amigas de Julia en el casino.
—La que sentirá tu marcha será esa preciosidad de… —Mateo entrecerró maliciosamente los ojos—. ¿Cómo se llama? ¡Siempre se me olvida…!
—¿Cuál de ellas, si las tiene a todas locas? —Marcial frunció sus gruesos labios en un beso—. Cuidado, Jacobo. Tu hermano te está ganando terreno.
—¡Pues no tiene faena ni nada para alcanzarme! —rio este—. Si parece más un claretiano que otra cosa… ¿Sabéis qué me dicen las chicas de la ciudad? —Se dirigió a Kilian directamente—. Que se te va a contagiar el aspecto de bruto de los
finqueros
que viven desconectados del mundo…
—Bueno, bueno… No es para tanto. Y vosotros dos —Kilian contraatacó con guasa señalando alternativamente a Mateo y Marcial—, tenéis memoria para lo que os interesa. Me figuro que con Mercedes y Ascensión os olvidáis de las amigas del Anita.
—Totalmente —accedió Mateo con cara de pillo—. Y al revés, también.
Los cuatro estallaron en carcajadas.
—Sí, sí, reíros —dijo Jacobo con retintín—, pero os veo como Manuel, haciendo oficial el compromiso en cualquier momento y merendando en el parador.
—A todos nos llega la hora, Jacobo. —Marcial encogió sus anchos hombros y una sonrisa de resignación se dibujó bajo su gran nariz—. Antes o después, pero llega. Los años pasan y habrá que formar una familia, digo yo.
—Me voy a la ducha. Es hora de cenar. —El aludido se puso en pie de un salto y comenzó a caminar hacia el comedor seguido de los otros.
—¡Hay que ver lo que le gusta a este la carne negra! —susurró Mateo a Marcial sacudiendo la cabeza—. No sé yo si se acostumbrará ya a otra…
Kilian hizo un gesto de desagrado por las palabras y el tono de Mateo. Siempre le sucedía lo mismo: después de un rato de risas compartidas con los demás hombres, al final le quedaba un regusto agrio. Se encendió un cigarrillo y dejó que los otros se adelantaran. Le agradaba ese momento en que, casi sin previo aviso o tras un breve preámbulo, con el mismo ímpetu de las hierbas en los cacaotales, el día se convertía en noche, todos los días a la misma hora. Se recostó contra una pared a la espera de las sombras y pensó en Sade.
Con la mente dibujó la figura esbelta de la mujer, sus piernas largas, su piel tersa, sus pechos generosos y sólidos, su cara larga y estrecha en la que unos ojos almendrados y oscuros rivalizaban en hermosura con unos labios carnosos. Como el polvillo oscuro que impregnaba el ambiente, la vertiginosa sucesión de días de los últimos meses también había sido amargamente dulce; una combinación de ríos de sudor y esfuerzo recompensados con una cosecha excelente y de breves y escasos —pero bien aprovechados— momentos de respiro con ella. Los otros tenían razón. A medida que el cuerpo y las extremidades de Kilian se volvían más musculosos por el esfuerzo físico y su piel lucía un atractivo y permanente bronceado, percibía que tenía el mismo éxito que Jacobo cuando acudían a un baile. Acicalados con sus blancas camisas de lino, perfectamente planchadas, sus anchos pantalones beis y sus cabellos oscuros engominados, las mujeres —blancas y negras— competían por llamar la atención de los hermanos. Kilian sabía sobradamente que salir con Jacobo significaba terminar bastante ebrio de whisky en brazos de una hermosa mujer, pero él hacía meses que se había cansado de tanto alcohol y tanto baile. Por eso, había optado por restringir sus salidas a la ciudad a aquellos esporádicos encuentros con la hermosa Sade, absolutamente necesarios para mantener a raya su fogosidad de hombre joven. Ella jamás le pedía nada ni le reprochaba nada. Acudía al club y allí estaba su Sade, siempre dispuesta a unirse a él después de semanas sin verlo. A Kilian esa situación le resultaba muy cómoda. Disfrutaba de los ocasionales momentos con ella y se reía con su fresco sentido del humor y su actitud mundana y cariñosa.
Al final, no había podido evitar que todos supieran de su relación, y tenía que soportar los mismos comentarios jocosos que antes había escuchado sobre otros. Procuraba aguantar el tipo con frialdad, e incluso respondía con ingenio a las bromas, pero, en el fondo de su corazón, sentía algo de desprecio por su comportamiento porque, en apariencia, él no era tan distinto a los demás. La diferencia con su hermano estribaba en la cantidad de mujeres con las que yacían, no en su actitud hacia ellas. Había llegado a preguntarse si algún día podría pensar en Sade como una mujer con la que planificar un futuro o formar una familia…
La respuesta daba vueltas por su estómago hasta que se confundía con el gusanillo que pedía otro cigarrillo y allí se quedaba, agazapada y cobarde como una rata de bosque, sin hacer ademán de salir a la luz.
Pocos días después, Jacobo lo abordó para enseñarle un telegrama que había recibido desde Bata.
—Es de Dick. Nos invita a otra cacería de elefantes en Camerún y, de paso, a disfrutar de unos días en Duala. Garuz está satisfecho con nosotros. Seguro que nos da el permiso. La pena es que coincide con la fiesta de la cosecha en el Club de Pesca, el próximo sábado. Irá todo el mundo. Y encima tengo entradas para la velada de boxeo en el estadio de Santa Isabel. Slow Poison contra Bala Negra. —Soltó un juramento—. ¡Nos tiramos meses sin nada y luego coincide todo! ¿Qué hacemos?
Kilian no tenía intención de asistir a ninguno de los tres eventos. Después de escuchar la descripción de la cacería de labios de Dick y Pao en el casino, tuvo claro que él no participaría en algo así. Otra fiesta multitudinaria no le apetecía lo más mínimo. Y en cuanto al boxeo, no entendía la afición por ver a dos hombres golpeándose hasta desfallecer.
—Yo a Camerún no iré —respondió, sirviéndose de una excusa muy simple y lógica que su hermano comprendería—: Eso tiene que costar mucho dinero y me lo guardo para el viaje a España. Pero tú puedes ir sin mí.
—Sí, pero… —Jacobo arrugó la nariz y chasqueó la lengua—. ¿Sabes qué te digo? Que otra vez será. Entonces, elegimos la fiesta… Podemos ir después del boxeo.
Kilian no dijo nada.
A unos metros, José entró en su campo de visión portando un montón de sacos vacíos que habrían sobrado del envasado de cacao. Se detuvo y le indicó a un trabajador que barriese mejor y que no desaprovechase ni una sola corteza de los restos del secado, que también se vendían para hacer cacao de baja calidad.
Kilian sonrió. ¡Menudo era José! No había conocido a otra persona más meticulosa. En los últimos meses había pasado tantas horas con él que lo conocía mejor que a los demás empleados de la finca. Y lo cierto era que se encontraba a gusto en su compañía. Era un hombre pacífico —sus infrecuentes enfados duraban segundos—, ordenado y dotado de una sabiduría innata que manifestaba con sencillez en cualquier conversación.
—No me digas que tienes otros planes con José —dijo Jacobo mirando en la misma dirección que su hermano.
—¿Por qué dices eso?
—Vamos, Kilian, que no me chupo el dedo. ¿Te crees que no sé que en cuanto puedes te escapas con él a Bissappoo? No puedo comprenderlo.
—Solo he subido tres o cuatro tardes.
—¿Y qué haces allí?
—¿Por qué no vienes un día y lo ves?
—¿Subir a Bissappoo? ¿Para qué?
—Para pasar la tarde. Para charlar con los familiares de José… ¿Sabes, Jacobo? Me recuerda a Pasolobino. Cada uno hace lo que tiene que hacer y luego se juntan a contar historias, como hacemos en casa al lado del fuego. Hay muchos chiquillos jugando, riendo y haciendo trastadas, y sus madres se enfadan. Ya he aprendido algunas cosas de su cultura, que me resulta muy misteriosa y atractiva. Y también les cuento cosas de nuestro valle y me preguntan…