No se veía movimiento en el exterior de las viviendas, dispuestas alrededor de la plaza. Todas eran chozas exactamente iguales, del mismo tamaño y protegidas por una barricada de estacas. Consistían en un rectángulo de paredes laterales de unos dos metros escasos de alto y paredes delanteras y traseras un poco más altas para el tejado. Las paredes estaban hechas de estacas atadas con lianas; los tejados, de hojas de palma atadas con ratán a la estructura. Kilian solo había entrado una vez en la de José porque la vida se hacía casi siempre en el exterior. Se había tenido que agachar mucho —la puerta era demasiado baja para él—, y se sorprendió de que solo tuvieran dos estancias separadas por una puerta de tronco de árbol, una con un fuego y la otra para dormir.
—¿Qué está mirando tan serio? —preguntó José.
—En realidad, estaba pensando que mi casa de Pasolobino es tan grande como cuarenta de estas viviendas.
Un hijo de José, un niño de unos diez años con ojos repletos de curiosidad llamado Sóbeúpo en el poblado y Donato en el colegio, tradujo sus palabras al bubi, y los hombres mayores emitieron sonidos de admiración.
—¿Y para qué necesita una casa tan grande? —preguntó el niño con extrañeza.
—Para todo. En una habitación se cocina, en otra, se habla, en otras, se duerme, y en las demás se almacena la leña o la comida para el invierno, el vino, las manzanas, las patatas, las judías, la carne de cerdo y vaca en sal… Cada cosa en su sitio. En el piso de abajo —le indicó a Sóbeúpo que le acercara un palito e hizo un dibujo en la tierra—, y en otros edificios, duermen los animales en invierno y se almacena la hierba seca para que coma el ganado cuando hay nieve…
En cuanto dijo la palabra
nieve
, comenzaron las risas y los diálogos en bubi y español entre los jóvenes y los ancianos. Kilian supuso que el resto de la tarde seguiría, como las otras veces, con un bombardeo de preguntas sobre las descripciones de la nieve y el frío helador. En efecto, a los pocos minutos volvieron a preguntarle por los esquís, esas tablas de madera que se ataban a los pies con las que los habitantes de Pasolobino se deslizaban para bajar a otras aldeas o, simplemente, para divertirse a través de los campos. Puso los ojos en blanco y con resignación se levantó para ofrecerles una nueva demostración de cómo funcionaban. Juntó los pies, flexionó las rodillas, levantó las manos con los puños cerrados y los codos doblados pegados a la cintura, y movió las caderas de un lado a otro. Un coro de risas, sonidos de asombro y palmadas acompañó su actuación.
—Perdone, Kilian… —José se enjugó los ojos mientras intentaba contener una nueva carcajada—. Comprenda que nunca hemos visto la nieve. ¡Ni siquiera existe una palabra en bubi para nombrarla!
Moviendo los brazos desde el cielo hasta el suelo, los jóvenes continuaron improvisando traducciones para los mayores —agua blanca, gotas heladas, copos blancos, cristales de espuma, polvo frío…— y estos movían la cabeza con el entrecejo fruncido, las comisuras de los labios curvadas hacia abajo y sujetándose la barbilla con la mano, mientras intentaban entender ese prodigio de los espíritus de la naturaleza.
Así se pasaron un par de horas. Era cierto, pensó Kilian. Los hombres no tenían nada mejor que hacer que conversar.
Por fin, al caer la tarde, empezó el movimiento entre las frágiles casas y en un momento la plaza se llenó de gente.
—Va a comenzar la ceremonia —avisó José poniéndose en pie—. Yo me tengo que sentar con mi mujer, Kilian. Nos vemos luego.
Varias mujeres jóvenes se agruparon y se dirigieron cantando y bailando a la choza de la novia. Cuando esta apareció por la puerta, se produjo un murmullo de aprobación. Kilian también emitió un sonido de admiración. No podía distinguir el rostro de la joven por culpa del ancho sombrero que llevaba, aparejado con muchas plumas de pavo real y sujeto al cabello con una púa de madera que lo atravesaba de parte a parte, pero era imposible que no guardase relación con la armonía de su cuerpo, del color del cacao más puro. Sobre su torso delgado, unos pechos pequeños y firmes surgían entre dibujos rojos de
ntola
y collares de
tyíbö
, cuentas de cristal y conchas que también adornaban sus estrechas caderas y sus proporcionados brazos y piernas. Toda ella parecía delicada y, sin embargo, su porte erguido, carente de toda timidez, y sus gestos resueltos lo atrajeron con la fuerza de un imán.
Mientras la gente la aclamaba y algunos se situaban tras ella, la muchacha dio unas vueltas por la plaza, cantando y bailando con las cuentas de cristal acariciando su piel, hasta que se sentó en un sitio preferente de la plaza donde la esperaban sus padres y su futuro marido. Al igual que Kilian, Mosi destacaba por su estatura sobre todos los demás, pero el sombrero de paja con plumas de gallina que lucía lo hacía parecer más alto todavía. Sus enormes brazos y piernas estaban adornados con pedazos de conchas y vértebras de serpiente, y de su cuello colgaban unos grasientos collares hechos con tripas de animal. No dejaba de sonreír y, al hacerlo, mostraba unos perfectos dientes blancos. Cuando la joven se acercó, la saludó con un movimiento de cabeza y su sonrisa se amplió aún más.
Un hombre que parecía el presidente de la asamblea se dirigió hacia la novia y comenzó a hablarle en un tono entre el consejo y la amenaza. A Kilian, situado respetuosamente en las últimas filas de los presentes, una voz familiar le explicó que el hombre instaba a la novia a serle siempre fiel a su esposo. Se giró y se alegró de ver a Simón.
—Me he tenido que escapar,
massa
Kilian —dijo el muchacho con una sonrisa nerviosa y humilde—.
Massa
Garuz traerá invitados después de la fiesta de la cosecha y nos quería a todos allí… Pero yo no me podía perder la boda, no,
massa
, eso sí que no. La novia y yo nos conocemos desde niños. Aquí casi todos somos familia…
—Está bien, Simón —lo tranquilizó Kilian—. Has llegado justo a tiempo.
—Entonces, ¿no le dirá nada al
big massa
?
Kilian negó con la cabeza y al muchacho se le iluminó la cara.
—He subido deprisa porque seguí la senda que usted y José abrieron. —Señaló sus ropas, las mismas de siempre: camiseta blanca, pantalones cortos, calcetines hasta la rodilla y gruesas botas—. Pero no me ha dado tiempo a cambiarme.
Se quitó la camisa y se liberó los pies.
—¡Así está mejor! —Señaló con el dedo hacia los novios y exclamó—: ¡Mire! ¡Esa es la madre de mi madre!
Una anciana se acercó a la pareja y les indicó que unieran las manos. Entonces les habló en tono suave. Simón le explicó que les estaba dando consejos. Al hombre le pedía que no abandonase a esa esposa a pesar de las muchas más que pudiera tener, y a la mujer, que no olvidase su deber de cultivar las tierras de su marido, elaborar su aceite de palma y serle fiel. Cuando terminó de hablar, unas voces emitieron un grito:
—¡
Yéi’yébaa
!
Y todos, incluido Simón, que abrió la boca más que nadie, contestaron:
—¡
Híëë
!
Kilian no necesitó al chico para entender que esos gritos de júbilo equivalían al ¡
hip, hip, hurra
! de su tierra. A la tercera vez, contagiado por el alborozo de las decenas de gargantas, él también se atrevió a repetir la respuesta.
Todos los presentes comenzaron a desfilar uno a uno ante los novios para dar la enhorabuena y expresar sus mejores deseos a la novia mientras los otros seguían con sus gritos. Ella respondía con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza.
Kilian se vio empujado por los demás y no tuvo más remedio que permanecer en la fila para presentar sus respetos a la recién casada. Buscó en su mente las palabras apropiadas para felicitar a una novia desconocida, en ese caso, a una novia bubi de un poblado indígena de la isla de Fernando Poo, situada en ese recóndito lugar del mundo. Enseguida rectificó: ella no era una desconocida, sino la hija de un amigo. La felicitaría de la misma manera que a la hija de cualquier amigo. Levantó la vista en busca de la mirada de José y este le sonrió desde la distancia e hizo un gesto con la cabeza en señal de asentimiento.
Sintió un agradable cosquilleo en el estómago. ¡Así que ahí estaba él! ¡Un blanco en medio de una tribu de indígenas africanos en plena algarabía de fiesta! Si había deseado conocer las costumbres auténticas de ese país, lo había logrado con creces…
¡Cuando se lo contase a sus nietos, probablemente no le creerían!
A pocos pasos de la novia, pudo observarla de perfil con algo más de detalle, pero el sombrero seguía tapándole la cara. Le pareció muy joven, quizá tendría unos quince años.
«Demasiado joven para casarse —pensó—. Y más con Mosi.»
Quedaban tres o cuatro personas antes de que le tocara el turno. Simón, que no se había despegado de su lado, le traducía lo que decían:
—
Buë palè biuté wélä ná ötá biám
.
—No te adentres en regiones desconocidas.
—
E buarí, buë púlö tyóbo, buë helépottò
.
—Mujer, no salgas de la casa, no vagues por las calles, ni vayas a los extranjeros.
—
Buë patí tyíbö yó mmèri ò
.
—No rompas las frágiles conchas de tu madre.
Absorto como estaba intentando comprender el significado de esas felicitaciones, no se dio cuenta de que ella levantaba las manos para sujetarse el sombrero con una y liberarlo de la púa con la otra. Se encontró de repente frente a ella. Se puso nervioso y solo acertó a decir lo que decían en su pueblo:
—Yo… esto… ¡Enhorabuena! Espero que seas muy feliz.
Y entonces ella dejó caer el sombrero a un lado, levantó la cabeza hacia él y lo miró a los ojos.
Fue tan solo un instante, pero el mundo se detuvo y los cantos enmudecieron. Unos grandes e inteligentes ojos inusualmente claros lo atravesaron como dos lanzas. Se sintió un pequeño insecto en las redes de una enorme y pegajosa tela de araña esperando, con la tranquilidad que produce la certeza final de la cercanía de la muerte inminente, ser devorado en medio del clamoroso silencio de la selva.
Todas las facciones de su rostro redondeado estaban en equilibrio: su frente, amplia; su nariz, ancha y pequeña; su mandíbula y su barbilla, perfectamente acabadas para acompañar a unos labios del color de la mezcla más acertada de carmín y azul… Y sus ojos, grandes, redondos, más claros que el ámbar líquido más transparente, diseñados para fascinar al mundo solo con su existencia, y que en ese momento, fugaz y transitorio, le pertenecían solo a él y le hablaban, afligidos, del etéreo velo que los cubría.
Sus ojos no eran los de una novia enamorada. No tenían esa chispa que debería iluminar la expresión de una mujer el día de su boda. Su tímida sonrisa complacía a los asistentes, pero su mirada reflejaba tristeza, miedo y determinación a la vez, como si aceptase pasar por una situación que no aceptaba en el fondo de su ser.
¿Cómo no se había fijado antes en ella? Era de una hermosura hipnótica. No pudo evitar permanecer más tiempo frente a ella.
—¿Qué tienes que tus ojos están empañados en un día tan especial? —se preguntó en un susurro apenas audible.
La muchacha se estremeció levemente al escucharlo.
—¿Lo entenderías si te lo explicara,
massa
? —preguntó a su vez ella en perfecto castellano. Su voz era suave, ligeramente aguda—. No creo. Eres blanco y eres hombre.
—Lo siento —se disculpó Kilian, con el gesto somnoliento de quien despierta de un hechizo—. Por un momento he olvidado que hablas mi idioma.
—No es extraño que te haya sucedido. —Kilian se dio cuenta de que la muchacha lo tuteaba y sintió una extraña cercanía—. Es la primera vez que me preguntas algo.
Estaba a punto de responderle que esa no era la razón, pero, justo entonces, Simón le dio un golpecito con el codo y con gestos y susurros le indicó que Mosi comenzaba a dar muestras de impaciencia al ver que el blanco se demoraba más de lo necesario para felicitar a su joven esposa y que ella le sostenía la mirada. Kilian levantó la cabeza hacia el novio y Mosi le pareció más grande todavía. Intentó encontrar algunas palabras apropiadas. No sabía qué decirle.
—
Gud foyún
—dijo finalmente en
pichi
—. Buena suerte.
—
Tènki, massa clak
—respondió el coloso.
Cuando terminaron las felicitaciones individuales, el nuevo matrimonio comenzó a pasear por la población seguido de personas que tocaban unas campanas de madera con varios badajos y que cantaban de manera solemne.
Así terminó la procesión nupcial y comenzó la fiesta y la libación del vino de palma, que consistía en derramarlo por todas partes en honor de los espíritus. La bebida lechosa regó también el banquete nupcial a base de arroz, ñame, pechuguitas de paloma silvestre, guisos de ardilla y antílope, lonjas de culebra curada al sol y frutas variadas. Desde las nueve de la noche hasta el amanecer no cesó la danza, y, de cuando en cuando, se servían más licores para recuperar fuerzas y mantener el ánimo entusiasta.
José se encargó de que el cuenco de Kilian estuviese siempre lleno.
—Ösé…, tu hija, la novia… ¿cuántos años tiene? —preguntó Kilian, todavía impresionado por el efecto que la joven había producido en él.
—Creo que pronto cumplirá dieciséis.
—¿Sabes, Ösé? Nos pasamos tantas horas con los hombres en la
riösa
que no sé si he conocido a todos tus hijos.
—Dos mujeres se casaron en otros poblados —empezó a explicar José con algo de esfuerzo—, y dos en la ciudad, donde trabajan con sus maridos en casas de unos blancos de dinero. Aquí, en Bissappoo, tengo dos varones cultivando tierras…
—Pero… ¿cuántos tienes? —Contando a Sóbeúpo, a Kilian no le salían las cuentas.
—Entre hijos y nietos, muchos de los que ves hoy son parte de mi familia. —José soltó una risita—. Para el padre Rafael, tengo cuatro hijas y dos hijos. Pero a ti te puedo decir la verdad…
Con los ojos entrecerrados y la voz pastosa por el efecto del alcohol, causante también del imprevisto tuteo, confesó:
—La novia nació antes de Sóbeúpo, y después llegaron tres más… con otra mujer…
Apretó los labios y balanceó la cabeza. Un tanto abstraído comentó:
—Los dioses bubis me han favorecido, sí, ya lo creo. He tenido muchos y buenos hijos. Y muy trabajadores. —Señaló en dirección a los recién casados, luego se llevó el dedo a la frente y añadió con devoción—: Ella es muy inteligente, Kilian. ¡La más lista de mis diez hijos! En cuanto puede, coge un libro. Con
massa
Manuel aprenderá muchas cosas, sí, me alegro de que se instale en la finca.