Jacobo lo interrumpió moviendo una mano en el aire con gesto de enfado.
—¡Por Dios, Kilian! ¡No me compares! —dijo con cierto desprecio—. ¿Cómo puedes preferir ese poblado a la vida social de Santa Isabel?
—No he dicho que los prefiera —rebatió su hermano—. Hay tiempo para todo.
—¡Me puedo imaginar las inteligentes conversaciones que mantenéis!
—Oye, Jacobo —Kilian estaba empezando a irritarse—, que tú también conoces a José. ¿Tan diferente lo ves?
—Aparte de ser negro, quieres decir…
—Sí, claro.
—Con eso ya es suficiente, Kilian. Somos diferentes.
—¿Para hablar sí, pero para acostarte con ellas no?
Jacobo entornó los ojos.
—¿Sabes qué te digo? —dijo en voz alta—. ¡Pues que creo que las vacaciones te van a sentar muy bien!
Se marchó enfadado con paso rápido. Kilian no se inmutó. Jacobo tenía esos prontos. Se le pasaría en un rato y por la noche volvería a ser el mismo.
Buscó de nuevo con la mirada a José, que en ese momento se dirigía a uno de los almacenes, y caminó hacia él mientras lo llamaba empleando su nombre en bubi:
—¡Ösé! ¡Eh, Ösé!
José levantó la cabeza, dejó lo que estaba haciendo y se reunió con el joven.
—¿Qué planes tienes para el fin de semana que viene? —preguntó Kilian.
—Nada especial. —José se encogió de hombros. Cada vez que Kilian le hacía esa pregunta quería decir que necesitaba una buena excusa para librarse de algo—. Se casa una de mis hijas.
—¡Vaya! ¿Y eso no es especial? —preguntó Kilian—. ¡Enhorabuena! ¿Cuál de todas?
Kilian conocía algunos detalles de la vida de José. Su madre era bubi y su padre fernandino, nombre empleado para referirse a los descendientes de los primeros esclavos liberados por los británicos durante el siglo anterior, que provenían sobre todo de Sierra Leona y Jamaica, y que se mezclaron con otros emancipados africanos y cubanos. Por lo que contaba José, en tiempos habían formado una burguesía influyente, pero cuando los españoles adquirieron la isla perdieron su estatus. De su padre aprendió José el inglés y el inglés bantú, y gracias, también a su padre, que lo había enviado junto con sus hermanos a las misiones católicas, era de los pocos indígenas de su edad que sabía leer y escribir. José se había casado con una mujer bubi con la que tenía varios hijos. Continuando con la tradición de su padre, los había enviado también a la escuela católica. No todos los bubis aprobaban esto: los más reaccionarios creían que la cultura blanca ofendía a sus espíritus y a sus tradiciones, pero lo cierto es que no les quedaba más remedio que obedecer a los colonizadores.
—La última —respondió José.
—¡La última! —exclamó maliciosamente Kilian, afectando escandalizarse—. ¡Por Dios, Ösé! Pero… ¿no tiene cinco años?
Kilian sabía que las jóvenes bubis se solían casar a partir de los doce o trece años, y por lo tanto la novia tendría como mínimo esa edad, pero también sospechaba que la niñita que lo abrazaba de forma afectuosa cada vez que iba al poblado era la más pequeña de los numerosos hijos que debía de tener su amigo. La poligamia no estaba bien vista por los católicos españoles, así que José nunca hablaba de sus otras esposas, si es que las tenía, y mucho menos delante de los misioneros y sacerdotes como el padre Rafael, que todavía intentaban liberar a los indígenas de sus antiguas costumbres.
José hizo caso omiso del comentario. Miró a su alrededor para comprobar que todo estaba recogido antes de ir a cenar y comenzó a caminar, ignorando al otro. Cuando ya llevaba recorridos unos metros, se giró y preguntó, por fin, lo que Kilian estaba esperando escuchar:
—¿Tal vez le gustaría asistir a una boda bubi,
massa
Kilian?
A Kilian le brillaron los ojos con entusiasmo.
—¡Te he dicho mil veces que no me llames así! Acepto tu invitación si me prometes no emplear más la palabra
massa
conmigo.
—De acuerdo,
ma
… —Se corrigió esbozando una amplia sonrisa—: Está bien, Kilian. Como quiera.
—¡Y tampoco quiero que me hables de usted! Soy mucho más joven que tú. ¿De acuerdo?
—No le llamaré
massa
, pero mantendré el usted. Me cuesta acostumbrarme…
—¡Oh, vamos! ¡A cosas más difíciles te habrás tenido que acostumbrar!
José se lo quedó mirando y no respondió.
Waldo los llevó en camión hasta el límite sureste de la finca, justo donde terminaban los caminos transitables para los vehículos. A partir de allí, José y Kilian continuaron el trayecto a pie por una estrecha senda atravesada por cientos de ramas, lianas y hojas que tamizaban y, en ocasiones, impedían la entrada del sol. El ruido de sus pisadas era amortiguado por la mullida alfombra de hojarasca salpicada de pepitas del fruto de la palmera cuya pulpa se había podrido o había sido comida por los monos. Kilian disfrutaba escuchando los trinos y gorjeos de los mirlos, ruiseñores y
filicotoys
, el parloteo de los loros y el zureo de alguna paloma silvestre que rompían intermitentemente la solemne calma y el grave silencio bajo la verde bóveda, blanda y viva, por la que caminaban con dificultad. El paisaje y el sonido de la isla eran muy hermosos. No era de extrañar que su descubridor, el portugués Fernando de Poo, la hubiera llamado
Formosa
siglos atrás.
Se entretuvo imaginando a otros hombres como él recorriendo esa misma senda desde hacía siglos. Era la misma senda, sí, se dijo, pero siempre parecía diferente por culpa de la tenaz vegetación. ¿Cuántos machetes habrían segado las plantas que se regeneraban indolentes ante el avance humano? En sus viajes anteriores a Bissappoo, y en respuesta a sus numerosas preguntas, José le había contado cosas de la historia de la isla, con lo cual Kilian se había ido haciendo una idea de la cantidad de anécdotas que atesorarían las longevas ceibas en sus troncos rugosos, además de los muchos idiomas que habrían escuchado a lo largo de los años.
La isla había sido portuguesa hasta que Portugal se la cambió a España por otras islas; y a España le interesaba el cambio para tener su propia fuente de esclavos que transportar a América. En esa parte de la narración, Kilian siempre se estremecía al imaginarse a José, a Simón, a Yeremías o a Waldo capturados para ser vendidos igual que animales enjaulados. Como los españoles no se hacían cargo real de la isla, los navíos de guerra y mercantes ingleses la aprovechaban para procurarse agua, ñames y ganado vivo de cara a sus viajes científicos, comerciales y exploradores al río Niger, en la parte continental, y controlar y atajar, de paso, el mercado de esclavos, puesto que Inglaterra había abolido la esclavitud. Kilian se imaginaba entonces a Dick, el único inglés que había conocido personalmente en su vida, vestido con ropas antiguas de marinero y liberando a sus conocidos bubis, pero la imagen le resultaba extraña porque Dick no tenía aspecto de héroe.
Durante mucho tiempo se habló inglés en Fernando Poo. Inglaterra quería comprarla y España se resistía, así que, a mediados del siglo XIX, la armada inglesa optó por trasladarse a Sierra Leona después de vender sus edificios a una misión baptista. A partir de entonces, los españoles volvieron a intentar ocupaciones más efectivas con expediciones más completas, incentivando a los colonos y enviando muchos misioneros para convertir a los indígenas de las aldeas, más fáciles de convertir que los baptistas de la ciudad como los antepasados paternos de José, hasta que finalmente consiguieron dominarlo todo.
Kilian se veía a sí mismo como uno más en esa cadena de hombres que, por una razón u otra, habían hecho del trópico su hogar provisional, pero agradecía vivir en una época más tranquila, cómoda y civilizada que las anteriores, aunque en esos momentos, en plena selva salvaje, pareciera todo lo contrario.
Después de un rato abriéndose paso con los machetes y sorteando grandes troncos caídos, encima de los cuales tenían que subirse en ocasiones para continuar, decidieron descansar en un claro. A Kilian le escocían los ojos del sudor y los brazos le sangraban ligeramente por pequeños cortes producidos por las ramas. Se lavó y se refrescó en un riachuelo y se recostó sobre un cedro, cerca de José. Cerró los ojos y respiró el olor acre de las hojas muertas y el aroma de frutas maduras y tierra húmeda que una brisa, apenas perceptible, guiaba por los huecos de los árboles.
—¿Quién va a ser tu futuro yerno? —preguntó al cabo de un rato.
—Mosi —respondió José.
—¿Mosi? ¿
El Egipcio
? —Kilian abrió los ojos de golpe. Recordó el aspecto del coloso en los trabajos de deforestación. Cuando tensaba los músculos, las mangas de la camisa se le estiraban hasta reventar. Llevaba la cabeza afeitada, lo cual resaltaba aún más la magnitud de sus ojos, labios y orejas. Era fácil recordarlo. Mejor no llevarse mal con él.
—Sí. Mosi
el Egipcio
.
—¿Y a ti te parece bien?
—¿Por qué no habría de parecerme bien? —Kilian no respondió—. ¿Por qué le sorprende?
—Oh, no me sorprende. Bueno, sí… Quiero decir… Me parece un magnífico trabajador. Pero no sé por qué pensaba que preferirías que tu hija se casase con uno de los tuyos.
—Mi madre era bubi y se casó con un fernandino…
—Ya lo sé, pero tu padre también era de Fernando Poo. Me refería a que los braceros nigerianos vienen aquí a ganar dinero para luego regresar a su país.
—No se ofenda, pero, aunque ganen menos, en eso hacen igual que los blancos, ¿no le parece?
—Ya, pero los blancos no se casan con tu hija, ni se la pueden llevar lejos.
—Mosi no se la llevará. —José parecía un poco molesto—. Usted sabe que los contratos de los nigerianos les obligan a regresar a su país al cabo de un tiempo. Pero si se casan en Guinea, pueden establecerse bien, montar un bar, una tienda, o cultivar un pequeño terreno… Sobre todo, aquí pueden conseguir para sus hijos una educación y unos cuidados hospitalarios que no tienen en su tierra. ¿No le parecen estas buenas razones? Por eso, algunos trabajadores ahorran para pagar la dote y casarse con una de nuestras mujeres, que es lo que ha hecho Mosi.
A Kilian, lo de pagar la dote le trajo recuerdos de viejas anécdotas de su tierra. Solo que en su valle la mujer era la que aportaba una asignación al matrimonio y no al revés: no pagaban a la familia por separarse de ella, sino que era la familia la que debía hacerlo.
—¿Y cuánto te va a dar Mosi por ella? —preguntó por curiosidad.
José se molestó un poco más.
—
White man no sabi anything about black fashion
—murmuró entre dientes en
pichinglis
.
—¿Cómo dices?
—¡Digo que los blancos no tienen ni idea de las costumbres negras!
Se levantó de un salto y se situó frente a Kilian:
—Mire,
massa
. —Empleó la palabra con inofensivo retintín—. Le voy a decir algo. Por más que le explique, hay cosas que no puede entender. A usted le parece que no quiero a mis hijas y que las vendo como si fueran sacos de cacao…
—¡Yo no he dicho eso! —protestó Kilian.
—¡Pero lo piensa! —Vio decepción en la mirada del joven y adoptó un tono paternal—: Me parece bien que mi hija se case con Mosi porque Mosi es buen bracero y podrán vivir años en la finca. Cuando son niñas, las mujeres bubis disfrutan mucho y se divierten, pero, en cuanto se casan, no hacen otra cosa que trabajar para su marido e hijos. Se encargan absolutamente de todo, de la leña, del campo, de acarrear agua…
Con el pulgar y el índice de la mano derecha fue cogiendo uno por uno los dedos de la mano izquierda para acompañar su argumentación:
—Ellas plantan, cultivan, cosechan y almacenan la malanga, preparan el aceite de palma, cocinan, crían a los hijos… —hizo una pausa y levantó un dedo en el aire— mientras sus maridos se pasan el día… —el dedo bailó en el aire— de aquí para allá, bebiendo vino de palma o conversando con otros hombres en la Casa del Pueblo…
Kilian permaneció en silencio, jugueteando con una ramita.
—Casarse con Mosi es bueno para ella —continuó José, ya más tranquilo—. Vivirán en uno de los barracones para familias de
Obsay
. Mi hija va bien en los estudios. Podría ayudar en el hospital y prepararse para ser enfermera. He hablado con
massa
Manuel y me ha dicho que le parece bien.
—Es una buena idea, Ösé —se atrevió a intervenir Kilian—. Lo siento si te he molestado.
José comprendió por el tono de voz del joven que este lo decía de verdad e hizo un gesto con la cabeza. Kilian se levantó y dijo:
—Será mejor que continuemos la marcha.
Bissappoo estaba emplazada en una de las partes más elevadas de la isla, así que aún quedaba un buen trozo antes de llegar a la parte más pesada del viaje, que era cuando comenzaba la pendiente en ascenso. Kilian cogió su mochila y su machete, se puso el salacot y comenzó a andar tras José. Caminaron en silencio un buen rato, mientras se adentraban aún más en el bosque. Los troncos se sucedían cubiertos de plantas parásitas y acompañados de helechos y orquídeas sobre los cuales se posaban multitud de hormigas, mariposas y pajarillos.
Kilian se sentía un tanto incómodo por el silencio. Muchas veces habían trabajado juntos sin intercambiar palabra, pero en esa ocasión era diferente. Lamentaba que José pudiera haber malinterpretado sus comentarios, surgidos de la curiosidad y no de la descortesía. Como si le hubiera leído el pensamiento, José se detuvo haciendo ver que necesitaba descansar, y con los brazos en jarras, con la misma naturalidad que emplearía para referirse al tiempo, comentó:
—Esta tierra perteneció a mi bisabuelo. —Dio una pequeña patada al suelo—. Justamente esta. La cambió por una botella de licor y un fusil.
Kilian parpadeó varias veces sorprendido, pero enseguida respondió con un gesto risueño a lo que supuso era una broma de José.
—¡Venga ya! ¡Me estás tomando el pelo!
—No, señor. Lo digo muy en serio. Esta tierra es buena para cafetos, por la altura. Algún día aquí habrá una plantación. Los dioses sabrán si la veremos. —Miró de reojo a Kilian, que aún tenía el entrecejo fruncido en un gesto de incredulidad y, con una mueca irónica, se atrevió a preguntarle—: ¿Cómo cree que consiguieron los colonizadores sus tierras? ¿Ha conocido a algún bubi rico?
—No, pero… Vamos, que no me creo que todo se hiciera así, Ösé. Lo de tu bisabuelo sería un caso aislado. —Buscó un razonamiento para defender a los hombres que con tanto esfuerzo habían convertido a la isla en lo que era—. Además, ¿no recibe cada indígena que nace una asignación de cuatro hectáreas para su propio cultivo?