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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (59 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Se preguntaba si habría allí alguno como ella o como Fernando Garuz que opinara que la madre patria y la excolonia no se debían nada y que lo mejor era simplemente respetar las decisiones del pequeño país aunque no siempre se considerasen las más acertadas. ¿Por qué no tratarlo como un igual, como un socio, como una república independiente y soberana con la que hacer negocios?

Cogió una copa y se sentó en un sillón hasta que comenzara la cena. Echó de menos a Daniela, porque apenas había gente de su edad, y eso que la última conversación con ella había sido de lo más inquietante. Daniela la había acusado de estar celosa por pasar más tiempo con Laha que con ella. Recordó haberse atragantado con el whisky. ¿Cómo podía ser tan lista? Clarence no estaba celosa de su prima por su relación con su casi seguro hermanastro, sino por el hecho de que la distancia no hubiera conseguido minar sus sentimientos. En realidad, lo que sentía era envidia porque, por mucho que le fastidiara reconocerlo y aunque fuera consciente de que, en su caso, una vez superada la pasión inicial la relación no hubiera funcionado, echaba mucho de menos a Iniko.

Para convencerla de su equivocación, Clarence le había abierto su corazón y le había contado su romance con Iniko. Daniela la había acribillado a preguntas, como si quisiera comparar ambas relaciones. Estaba especialmente preocupada por saber si las diferencias culturales podían impedir que su historia de amor con Laha funcionase… ¿Tal vez Daniela se había planteado cambiar Pasolobino por Malabo? Por si acaso, Clarence le había descrito todas las dificultades a las que se tendría que enfrentar, una por una, con detenimiento. Quería que reflexionara sobre lo que dejaría atrás y los problemas para adaptarse a un país como Guinea, suponiendo que decidiesen establecerse allí, aunque fuera temporalmente. ¿Cómo podría ser feliz en esas condiciones?

Daniela lo tenía muy claro, aunque a Clarence le pareció que hablaba por boca de Laha: había muchas cosas por hacer en un Estado emergente con una buena situación geográfica en el que se estaban afincando empresas de todo el mundo; un país con nuevas infraestructuras y con planes de futuro. Para concluir, le había asegurado con rotundidad: «Ahora ya no podría ser feliz en ningún sitio sin Laha».

Si las cosas iban tan deprisa, pensó Clarence, realmente Daniela no podía dejar pasar más tiempo sin hablar con Laha.

Tomó un largo trago de su copa.

Ambos estaban en Pasolobino y era sábado.

¿Se lo habría dicho ya?

El tiempo de espera de la resurrección de la vida tras la desolación del invierno era mucho más largo en el lugar más alto del Pirineo que en cualquier otro sitio. El primer verdor de la primavera nunca llegaba a Pasolobino antes de mayo. En abril no había flores multicolores, sino campos pelados por las últimas nieves. El único indicio de que la naturaleza se encaminaba hacia una nueva estación era la evidente realidad de que el sol salía un poco antes y se ponía un poco después, por lo que la noche era más corta y el día más largo.

Junto a Laha, a Daniela le daba igual si hacía frío o calor, si las flores comenzaban o no a adornar los pastos, o si los pájaros amenizaban con sus trinos. Lo que sí lamentaba era que los días y las noches se le hicieran tan cortos.

Laha había llegado el jueves por la noche y el sábado aún no se habían saciado el uno del otro. Tampoco había encontrado Daniela el momento oportuno para revelarle que podrían ser primos. Ninguno de los dos quería pensar en otra cosa que no fuera estar juntos. Al día siguiente, Laha se marcharía y no sabían cuándo volverían a verse. Se habían dado de plazo hasta el verano para tomar decisiones definitivas sobre cómo organizar su futuro. De momento, se aferraban a sus momentos íntimos como si fuese la última vez que podrían estar juntos, como si tuviesen el presentimiento de que algún giro inesperado del destino pudiese amenazar la felicidad que les producía estar el uno en los brazos del otro.

En ese momento del año, en vísperas del retorno de la vida, el tiempo se había detenido y reinaba una expectante calma que solo los latidos de sus corazones alteraban. La mano de Daniela recorría el pecho de Laha deteniéndose ocasionalmente sobre su corazón, esperando que su velocidad aminorase para entender que ya se había calmado después de la intensidad de los minutos anteriores. Laha giró la cabeza y Daniela levantó la suya para mirarlo. Tenía la frente perlada con gotas de sudor. Daniela pensó que tenía el rostro más hermoso que había visto nunca, con unos especiales ojos verdes y unos carnosos labios de proporciones perfectas que resaltaban sobre su piel tostada. A su lado, la piel de ella parecía aún más blanca. Se apretó todo lo que pudo contra su cuerpo y permanecieron unos minutos en silencio disfrutando del reconfortante contacto de la piel caliente.

—¿Te imaginas cómo hubiese sido nuestra vida hace cien años? —preguntó Daniela con voz somnolienta.

Laha se rio ante lo inesperado de la pregunta.

—Bueno…, en Bioko me levantaría muy temprano para cazar antílopes en la selva o pescar con mi cayuco en el mar. —Se liberó del abrazo de Daniela y colocó sus manos detrás de la cabeza—. O tendría un trabajo en las fincas de cacao… En cualquier caso, mi hermosa esposa Daniela haría las tareas de la casa y cuidaría del huerto y de los niños.

Daniela se incorporó de lado, dobló el codo y apoyó la cabeza en la mano.

—Probablemente tendrías más esposas.

—Probablemente. —Sus labios dibujaron una sonrisa maliciosa.

Daniela le dio un pellizco cariñoso en el brazo.

—En Pasolobino
yo
haría lo mismo. Pero, mientras tanto, mi querido marido, Laha, además de cazar y pescar, se encargaría de las labores del campo y de los animales, arreglaría la casa y los pajares, podaría árboles y haría leña para el invierno, ordeñaría las vacas, abriría caminos en la nieve, y descansaría algún rato para recuperar fuerzas y… —puso mucho énfasis en las últimas palabras—
complacer
a su
única
mujer.

Laha soltó una sonora carcajada.

—Esto me ha recordado un cuento oral bubi muy antiguo, de la época precolonial. —Se aclaró la voz y habló muy despacio—: Hace muchos años, en un pueblo llamado Bissappoo, había un matrimonio joven. Todo iba bien al principio, pero con el paso de los días, la mujer cocinaba y el marido no llegaba a cenar, así que ella metía la comida en cuencos y los colocaba en el secadero. Cuando el marido regresaba, se acostaba sin comer. Esto sucedió durante días y días. Por fin, la mujer no pudo más y acudió a los ancianos para denunciar el hecho. Los ancianos contaron más de mil cuencos, pero no tomaron ninguna decisión, así que la mujer optó por ir a buscar a su marido. Fue a la salida del pueblo y lo encontró allí, en compañía de otros hombres. Su marido la miró y la llamó. Ella se detuvo y miró, pero no contestó. Él volvió a llamarla y le preguntó: «¿Qué te ha hecho el que come y reparte?». La mujer le contestó: «Nada, nada. Yo no soy el marido. Tú eres el hombre. La comida está en el secadero, y lleva cuatro días, con telarañas y seca. Ya se ha secado. Ya se ha secado».

Daniela permaneció un momento en silencio. Laha se tumbó de costado para situarse frente a ella, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.

—Yo no dejaré nunca que se te seque la comida —le susurró al oído.

—Creo que me alegro de vivir en esta época —bromeó ella—. No me gusta la idea de tener que ser yo la que cocine siempre.

Daniela se incorporó sobre sus rodillas y decidió regresar al presente mordisqueando y acariciando todo el cuerpo de Laha, que se había tumbado boca abajo, recorriendo el cuello, los omóplatos y la línea de la columna. Después de entretenerse en las nalgas, le indicó con un leve gesto que se diera la vuelta para continuar por el otro lado, aunque esta vez comenzó por los pies y fue subiendo hasta llegar a las ingles.

Laha empezó a jadear de placer y extendió la mano para acariciar el suave cabello de Daniela, que se balanceaba como una liviana cortina sobre su fina piel.

De pronto, sintió que ella se detenía. Pensó que era por su mano, así que la retiró.

Pero Daniela no continuó.

Laha abrió los ojos y levantó la cabeza unos centímetros para mirarla. Daniela permanecía quieta observando algo con mucho detenimiento.

—¿Qué sucede? —preguntó, deseando que ella continuara.

—Esta mancha de aquí. —Daniela hablaba en voz muy baja—. Las otras veces pensé que era una cicatriz y no te dije nada, pero ahora que me estoy fijando, es como un dibujo…

Laha se rio.

—Es una escarificación, como un tatuaje. Me la hizo mi madre cuando era muy pequeño. En la tradición bubi, muchas personas se hacían incisiones profundas, especialmente en la cara, pero en la época colonial la costumbre ya se estaba perdiendo y mi madre no quería desfigurarme el rostro… —Se detuvo al percibir que Daniela no le estaba prestando atención.

—Pero… es… —balbuceó Daniela—. Parece una…, yo he visto…

—Sí, es un
elëbó
, una pequeña campana bubi para protegerme de los malos espíritus. ¿Te acuerdas? Le regalé una de verdad a tu padre en Navidad.

Daniela estaba pálida. ¿No era ese instrumento una de las pistas que le había contado Clarence? ¿No le había dicho ese tal Simón que buscase un
elëbó
? Sintió una terrible opresión en el pecho. Levantó la vista y dijo con voz neutra:

—Mi padre tiene un tatuaje exactamente igual en la axila izquierda. Igual. Exactamente igual.

Laha se sintió aturdido.

—Bueno, después de tantos años en Bioko, probablemente decidiera hacerse una escarificación…

—¡Es la misma! —le interrumpió Daniela—. Dime, Laha, ¿para qué se escarificaba la gente?

Laha pensó todas las opciones y las listó en voz alta.

—A ver… Como manifestación artística, como identificación diferencial respecto de otras etnias, por cuestiones terapéuticas para eliminar dolencias…

Daniela sacudía la cabeza al escuchar cada opción porque ninguna la convencía.

—… Para marcar a una persona por un comportamiento determinado, por amor… También los esclavos se escarificaban de una u otra manera para poder reconocerse en el destierro en caso de ser capturados…

—Para reconocerse… —repitió Daniela con voz apagada. Tuvo un terrible presentimiento. Recordó el fragmento de fotografía que había encontrado en el suelo de la habitación de su padre—. Espera un momento.

Salió y regresó al poco tiempo con la fotografía, que entregó a Laha

—¿Conoces a la mujer y al niño?

Laha se levantó como disparado por un resorte.

—¿De dónde la has sacado?

—Entonces, los conoces…

—¡La mujer es mi madre! —Le temblaba la voz—. Y el niño que coge de la mano soy yo.

—Tu madre y tú… —repitió Daniela, completamente abatida.

Laha se dirigió a la silla donde había colgado los pantalones y sacó su cartera del bolsillo. La abrió y extrajo un fragmento de fotografía en la que aparecía un hombre blanco apoyado en un camión.

Daniela no tuvo que mirar la foto mucho rato para darse cuenta de dos cosas. La primera, que el hombre de la foto era Kilian. Y la segunda, que ese fragmento encajaba a la perfección con el que ella tenía.

Le entraron unas ganas terribles de echarse a llorar.

Laha comenzó a vestirse.

—Esto solo puede significar una cosa —dijo él con una voz extraña, como si de repente el sueño que habían vivido se hubiera transformado en pesadilla.

Cuando terminó de vestirse, comenzó a caminar por la habitación de un lado a otro poseído por una furia que Daniela no había conocido. No dejaba de llevarse las manos a la cabeza de una forma desesperada.

De pronto se dio cuenta de que Daniela lo observaba con una mezcla de confusión y tristeza. Todavía estaba desnuda. Al verla frente a él sin nada de ropa, un escalofrío le recorrió el cuerpo y sintió ganas de gritar sin parar hasta escupir la rabia que lo consumía.

¿Cómo podía ella no darse cuenta de la gravedad de la situación?

Para él estaba bien claro.

—¡Daniela! ¡Por el amor de Dios! —le suplicó con voz ronca—. ¡Vístete!

Daniela se acercó al armario y sacó algo de ropa. Todo su cuerpo temblaba.

—Hay algo que no te he dicho, Laha… —se atrevió a decir—. Hasta hace unos minutos, Clarence y yo sospechábamos que Jacobo era tu verdadero padre.

Laha se acercó y la agarró por los brazos con tanta fuerza que ella emitió un gemido.

—¿Pensabais que podíamos ser familia y me lo has ocultado? —Laha la zarandeaba violentamente. Sus ojos ya no eran verdes, sino de un gris agresivo.

—Quería decírtelo estos días, pero nunca encontraba el momento —murmuró ella, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas—. Me preocupaba un poco tu reacción, sí, pero estaba convencida de que el hecho de ser primos no cambiaría nada…

—¡¿Pero no te das cuenta de que tú y yo somos…?! —gritó él.

—No quiero… —susurró ella entre dientes—. No quiero oírlo. No digas nada.

No quería oírlo. No quería pensarlo.

Laha le estaba haciendo daño.

Y no eran sus fuertes manos atenazando sus brazos lo que la hería, sino la terrible sospecha de que lo que acababan de descubrir fuera cierto. ¡No podría perdonárselo a su padre nunca! Tenía que haberles advertido…

Solo quería llorar, agarrarse a los brazos de Laha, sentir su cuerpo junto al suyo y despertar de la pesadilla.

No. Ahora ya ni siquiera debía pensar eso.

—Me haces daño, Laha —consiguió decir con un hilo de voz.

Laha sintió un gran vacío. Jamás había reaccionado de una forma tan violenta. Los brazos de Daniela eran frágiles. Toda Daniela era físicamente frágil. Por un momento había cedido a la furia que en realidad iba dirigida a otra persona y la había descargado contra ella.

Daniela no hablaba. Solo lloraba sin hacer ruido. Tenía que calmarse. Tenía que consolarla.

Sintió el impulso de cogerla en brazos y tumbarla de nuevo sobre la enorme cama…

¿De quién le había dicho que era? De sus bisabuelos, de los abuelos de Kilian…

¡De sus propios bisabuelos!

Comenzó a dolerle la cabeza. ¿Qué se suponía que debía hacer?

Daniela levantó la mirada hacia él y le suplicó:

—Mírame, Laha. Por favor…

Laha no la miró. La estrechó entre sus brazos con la desesperanza de quien abraza por última vez a la persona que más quiere.

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