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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (54 page)

—El año que nací yo —murmuró Daniela.

Laha sacó cuentas mentalmente. Daniela era más joven de lo que había calculado al conocerla.

—¿Sabes, Daniela? Era tal el terror que despertaba entre los nativos que ningún soldado de Guinea se atrevió a formar parte de su pelotón de ejecución, por lo que tuvieron que ser soldados marroquíes los que dispararan.

Se acercó a ella y bajó el tono de voz:

—La leyenda también dice que asesinó a los amantes que una de sus mujeres tuvo antes de conocerlo, y que, cuando lo iban a fusilar, colocó los brazos extendidos hacia atrás, con las palmas de las manos hacia el suelo, preparado para echarse a volar…

Daniela dio un respingo y Laha sonrió maliciosamente.

Clarence aprovechó ese instante para relajar la situación. Recordaba perfectamente adónde podían conducir las conversaciones sobre espíritus y se llevó la mano al cuello para acariciar el collar que le había regalado Iniko.

—Bueno, chicos —dijo con voz alegre—. Laha todavía no ha abierto sus regalos.

Le entregó primero un gorro de lana a juego con unos guantes y después un ejemplar de un libro recién editado titulado
Guinea en pasolobinés
.

—Es un libro escrito por una persona de nuestro valle —explicó Clarence—, sobre los vecinos que vivieron años en la Guinea de la época colonial. Claro que solo ofrece este lado de la historia, el de los blancos, pero bueno, puede resultarte interesante conocer el contexto que explica… —comenzó a pensar que igual no había sido tan buena idea regalarle ese libro precisamente—. ¡Y salen fotos de Jacobo y Kilian!

Laha la ayudó.

—¡Claro que me parecerá interesante, Clarence! —dijo, con una sonrisa—. No se puede negar lo que sucedió…

Abrió el libro y empezó a pasar páginas, fijándose con detenimiento en las fotografías. En ellas se veía a hombres blancos enfundados en ropas de algodón y lino blancas, con sus inseparables salacots, y en muchos casos, sujetando un rifle. También se veía a hombres negros con ropas viejas trabajando en las plantaciones. Cuando los hombres negros no aparecían trabajando, sino posando para el fotógrafo, en muchas ocasiones lo hacían sentados a los pies de los hombres blancos, y no era excepcional que un blanco tuviera la mano apoyada en la cabeza de un negro, como si fuera un perro, pensó con desagrado. También, fotos de hombres sosteniendo largas pieles de boas y las entradas a las diferentes fincas. Intentaba buscar en su mente recuerdos de su temprana infancia, pero no encontraba nada de lo que veía en las fotos. O no había nacido, o era muy pequeño cuando las últimas imágenes habían sido tomadas. Tal vez Iniko aún pudiese reconocer algunas de esas imágenes.

También Kilian y Jacobo comentaron en voz alta los edificios emblemáticos de la Santa Isabel colonial, como la Casa Mallo en la antigua avenida Alfonso XIII, o los coches de aquella época, o los nombres de los barcos: Plus Ultra, Dómine, Ciudad de Cádiz, Fernando Poo, Ciudad de Sevilla… Kilian se abstrajo al escuchar el nombre de este último. ¡Cuántas veces había creído que la vida de ese barco había transcurrido paralela a su propia vida! El lujoso y elegante buque insignia de la Trasmediterránea, después de recorrer medio mundo, había sido desguazado a mediados de los años sesenta. Después de ser restaurado, un día se quedó a la deriva cerca del puerto de Palma, con peligro de partirse en dos. Posteriormente, sufrió dos graves incendios por los que tuvo que ser restaurado una vez más… Pero, a pesar de todo, a sus setenta y seis años de existencia, todavía seguía por ahí, aguantando los embates de la vida.

Cuando ya no quedaba ninguna foto que comentar, Kilian sacudió la cabeza y suspiró:

—¡Cómo han cambiado los tiempos! Me parece mentira que hayan pasado tantos años y que nosotros estuviésemos en Fernando Poo.

Jacobo asintió.

—Pero, por lo que cuentan Clarence y Laha, no parece que hayan cambiado a mejor.

Laha levantó la vista y arqueó una ceja.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Jacobo se tomó su tiempo antes de responder. Bebió un sorbo de café, se limpió los labios con la servilleta, puso las manos sobre la mesa y miró a Laha con arrogancia.

—Entonces salían de la isla unas cincuenta mil toneladas de cacao, y solo de Sampaka, seiscientos mil kilos, gracias a nosotros. Y ahora, ¿qué sacarán? —Se dirigió a su hermano—: ¿Tres mil quinientos kilos? Todo el mundo sabe que desde que nos fuimos, el país no ha levantado cabeza.

Se dirigió a Laha directamente.

—Vivís peor ahora que hace cuarenta años. ¿Es o no cierto lo que digo?

—Jacobo —respondió Laha en tono neutral—, creo que pasas por alto que ahora Guinea es un país independiente que intenta salir adelante después de siglos de opresión.

—¡Cómo que opresión! —atacó Jacobo gesticulando exageradamente—. ¡Pero si os llevamos nuestros conocimientos y nuestra cultura! Tendríais que estar agradecidos de que os sacáramos de la selva…

—¡Papá! —exclamó Clarence, furiosa, mientras Carmen apoyaba una mano en el muslo de su marido para indicarle que había ido demasiado lejos.

—Dos cosas, Jacobo. —Laha se incorporó en su silla. Su tono de voz ya no era tan calmado como antes—. Una: asimilamos vuestra cultura porque no nos quedó más remedio. Y dos: a diferencia de otras colonizaciones españolas, los conquistadores en Guinea no se implicaron tanto como para mezclar su sangre con la del conquistado. ¡Hasta ese punto se nos consideraba inferiores!

Kilian observaba a los dos sin intervenir.

Jacobo abrió la boca para rebatirle, pero Laha lo detuvo extendiendo las palmas de sus manos hacia él.

—No me des lecciones de colonización, Jacobo. El color de mi piel delata que es evidente que mi padre fue blanco. ¡Podríais ser cualquiera de vosotros!

Se hizo un incómodo silencio.

Clarence agachó la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas. Si por una remota casualidad Laha fuera su hermanastro, no podría haber tenido un encuentro más desagradable con su posible padre biológico. La actitud de Jacobo resultaba imperdonable. ¿Por qué no podía comportarse como Kilian?

Daniela apoyó la mano en el hombro de Laha para tranquilizarlo. Laha se giró hacia ella y la miró con tristeza. Acababa de dejar claro que llevaba una espina clavada en el alma, y no era algo de lo que solía hablar.

—Es un tema difícil —dijo Daniela con voz cálida y apaciguadora—. También ahora, aunque no nos demos cuenta, todos estamos siendo continuamente colonizados, de manera sutil, por redes tejidas por intereses económicos, políticos, culturales… Son otros tiempos.

Esa era Daniela, pensó Clarence. Nunca se alteraba, ni se ponía furiosa. Siempre intentaba expresarse en el mismo tono, dulce, tranquilo, racional.

—Siento haberme enfadado —dijo Laha, mirando a Carmen, quien hizo un gesto con la mano como queriendo quitar importancia a lo que había sucedido. Estaba más que acostumbrada a las discusiones acaloradas.

Daniela sacó la cucharilla de su taza, dio unos pequeños golpecitos en el borde para que las últimas gotas de café se desprendieran del metal, bebió un sorbo, dejó la taza en el plato, frunció el ceño y dijo por fin:

—Para mí la colonización es como la violación de una mujer. Y encima, si la mujer se resiste y se niega, el violador tiene la desfachatez de decir que la mujer no hablaba en serio, que en el fondo estaba disfrutando, y que él lo hacía por su bien.

Todos se quedaron de piedra al escuchar semejante comparación. Se produjo un incómodo silencio. La joven agachó la cabeza, un poco avergonzada por su franqueza.

Clarence se levantó y comenzó a retirar platos de la mesa. Jacobo le pidió otro café en tono brusco. Kilian daba golpecitos con los dedos en la mesa. Carmen comenzó a hojear el libro de recetas que le había regalado Laha y le hizo un par de preguntas que él respondió amablemente.

—Bien —dijo Kilian por fin—. Es Navidad. Dejemos los temas complicados.

Se dirigió a Laha.

—Cuéntanos, ¿cómo terminó uno de Bioko en California?

—Creo que la culpa la tuvo mi abuelo —dijo pensativo, sujetándose el mentón con la mano derecha—. Estaba obsesionado por que sus descendientes estudiasen. Siempre nos repetía lo mismo, una y otra vez. Mi hermano Iniko se enfadaba mucho, porque lo interpretaba a su manera.

Levantó el dedo índice en el aire, a la vez que parodiaba la voz de un hombre mayor:

—«Lo más sabio que le he escuchado decir a un hombre blanco, gran amigo mío, es que la mayor diferencia entre un bubi y un blanco es que el bubi deja crecer el árbol del cacao libremente, pero el blanco lo poda y educa y así se saca más provecho de él».

Entonces, Kilian se atragantó con un trozo de turrón. Se puso muy rojo y comenzó a toser.

El veintiséis de diciembre amaneció con un cielo limpio y un sol brillante que cegaba la vista al reflejarse sobre la nieve. Tras dos días encerrados en casa por culpa de la gran nevada, y con la única ocupación de comer, Laha, Clarence y Daniela pudieron ir a las pistas de esquí.

Las chicas habían conseguido un traje de esquiar para Laha, que se sentía ridículo y torpe con las rígidas botas. Daniela le daba las instrucciones básicas para caminar sobre la nieve helada y procuraba estar cerca de él por si resbalaba. A su lado parecía más pequeña. Cuando lograron que se calzara los esquís, Laha no dejó de mirarla con ojos aterrados y de sujetarse a sus hombros mientras ella lo hacía por la cintura.

Clarence los observaba divertida.

Hacían muy buena pareja.

Su prima estaba concentrada en dar las instrucciones correctas como ella sabía, con determinación y amabilidad a la vez. Laha intentaba confiar en ella, pero su mente iba por un lado y el cuerpo por otro.

Después de un largo rato de sufrimiento, Laha decidió que necesitaba un café. Daniela se ofreció a acompañarlo mientras Clarence aprovechaba para realizar unos descensos por las cotas más altas. Cuando se sentó en el telesilla se despidió de ellos con la mano. Casi agradecía la posibilidad de estar a solas un tiempo disfrutando de la sensación de libertad que la contemplación del paisaje nevado le producía. Mientras ascendía por la montaña, podía percibir como el silencio absorbía las voces y las risas de los esquiadores y las transformaba en un siseo continuo que calmaba el ánimo. La brillante y blanca llanura bajo ella, el reflejo de las cercanas cumbres, el creciente frío sobre las mejillas y el leve balanceo de la silla le producían una sensación de lentitud, de vértigo, de irrealidad.

Durante esos momentos de somnolencia, en su mente se mezclaron fragmentos de conversaciones e imágenes que, como piezas de un rompecabezas, buscaban dónde encajar. Se resistía a creer que Jacobo se hubiese enamorado de Bisila y la hubiese abandonado con un niño pequeño. De ser cierto, su tío Kilian tenía que haber sido cómplice de la situación. Un cómplice con cargo de conciencia, porque sus reacciones habían tenido lugar de forma paralela a las de Jacobo, y habían sido incluso más intensas que las de este. ¿Cómo podían haber guardado un secreto de semejante magnitud? ¿Se acercaba, por fin, el momento de la verdad? ¿Era por eso que se sentía tan nerviosa?

La única forma de liberarse de la congoja que atenazaba su pecho era deslizarse a gran velocidad por una pista de máxima dificultad y llevar su cuerpo hasta el límite mientras los otros dos, completamente ajenos a sus sospechas, se relajaban en la cafetería.

Más que relajado, Laha se sentía feliz conversando con Daniela. Le gustaba estar con ella. Le gustaba cómo sostenía la taza con ambas manos para calentárselas y cómo soplaba al café con leche para enfriarlo. Daniela hablaba y a la vez controlaba todo lo que pasaba a su alrededor. Sus expresivos ojos iban y venían del café a él, a los de la mesa de al lado, a los que se quitaban los esquís en la puerta de la cafetería y a lo que sucedía en la barra. Laha dedujo que no era cuestión de nerviosismo, sino de capacidad de observación y análisis. Qué diferente era de su prima, pensó. Aparte de ser más baja y delgada, Daniela parecía mucho más sosegada, tranquila y racional que Clarence, con la que sí compartía la cualidad de Carmen —que él valoraba especialmente— de intentar complacer y hacer sentir bien a las personas cercanas. Tal vez por ese motivo no se había sentido como un extraño en ningún momento desde que llegara a Pasolobino. A solas con Daniela, además, el tiempo dejaba de ser una mera sucesión de acciones para detenerse en un fascinante punto de insospechado entusiasmo. ¿Qué le estaba pasando? ¡La acababa de conocer!

—Estás muy callado —comentó Daniela—. ¿Tan abatido te ha dejado tu primera experiencia en la nieve?

—¡Me parece que el esquí no es lo mío! —respondió Laha, en tono lastimero—. Y francamente —bajó la voz para que solo ella pudiera oírle—, tampoco entiendo mucho el furor que produce este deporte. ¡Las botas me aprietan tanto que la circulación no me llega a los pies!

—¡Serás exagerado! —Daniela se rio abiertamente y su rostro se iluminó.

—¿Te apetece otro café? —preguntó él, poniéndose de pie.

—¿Crees que podrás caminar hasta la barra?

Laha simuló concentrarse en la difícil tarea de colocar muy lentamente un pie tras otro y Daniela, divertida, lo siguió con la mirada. Se sentía muy cómoda con Laha,
demasiado
cómoda. Se mordió el labio. Era Clarence la que tenía que aprovechar todos los minutos del día la compañía de Laha y no ella. Entonces, ¿por qué los había dejado solos? Clarence la tenía desconcertada. Ella y Laha se comportaban como dos buenos amigos, quizá con un afecto especial, pero ni se habían cogido de la mano, ni se habían lanzado miradas apasionadas. ¿Y si…? ¿Y si Clarence estuviera enamorada de Laha y este no correspondiera a sus sentimientos? Le costaba creer que alguien como él hubiera actuado de manera irresponsable y egoísta al aceptar compartir unos días con toda su familia… También cabía la posibilidad de que él no lo supiera y Clarence esperase el momento oportuno… Lo mirase como lo mirase, la situación se complicaba por momentos. Era la primera vez en su vida que las rodillas le parecían de goma, miles de mariposas aleteaban en su estómago, un constante calorcillo se había instalado en sus mejillas, y el mundo resultaba prescindible más allá del cuerpo de Laha. Mal asunto.

Laha rozó su hombro cuando se inclinó para dejar la taza frente a ella. Luego se sentó, removió el café con la cucharilla para disolver el azúcar y preguntó sin rodeos:

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