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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (74 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Simón oyó ruido y quizá un grito, pero no le dio mayor importancia. Los sábados por la noche, en las dependencias de los criados, emplazadas a continuación de los dormitorios de los blancos, y donde él seguía durmiendo aunque ya no trabajaba de
boy
para
massa
Kilian, era frecuente escuchar gritos y risas hasta altas horas de la madrugada.

Se dio la vuelta para continuar durmiendo. Nada. Se había desvelado. Varias respiraciones fuertes y algún que otro ronquido le indicaron que los demás compañeros dormían plácidamente. Decidió abrir la puerta para que entrase algo de fresco y volvió a tumbarse. El aire húmedo le informó de que había llovido y que unos hombres subían las escaleras en medio de risas y tropezones. Distinguió la voz de Jacobo y de sus amigos. Menuda cogorza llevaban. Tampoco le extrañó. Jacobo solo se emborrachaba hasta perder el conocimiento cuando salía con el inglés y el portugués.

Los hombres pasaron junto a la puerta abierta. Simón escuchó su conversación y entonces sí se sintió inquieto. Se levantó, se puso unos pantalones, cogió un quinqué y bajó por la escalera. Llegó hasta el centro del patio principal y se dio la vuelta. No se oía ni se veía nada. Encendió la lámpara y regresó sobre sus pasos. Vio la furgoneta mal aparcada bajo el porche y la puerta del cuarto de los sacos abierta. Se asomó y escuchó un gemido.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó a la oscuridad.

Recibió otro gemido por respuesta.

Se acercó con cuidado.

—¿Quién eres?

—Necesito ayuda —susurró Bisila.

Como movido por un resorte, Simón se acercó al lugar de donde provenía la voz y se arrodilló junto a ella. La luz del quinqué le reveló que su amiga estaba herida. Tenía sangre por la cara y el cuerpo y no se movía. En una mano sujetaba un pañuelo húmedo.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, alarmado, en bubi—. ¿Qué te han hecho?

—Necesito ir al hospital —respondió ella con voz apagada.

Simón la ayudó a ponerse en pie. Bisila se arregló la ropa con dificultad porque no podía mover un brazo. La ira empezó a apoderarse de él.

—¡Sé quiénes son los culpables! —murmuró entre dientes—. ¡Pagarán por lo que han hecho!

Bisila se apoyó en el brazo de Simón y le indicó que comenzaran a caminar. Necesitaba salir de ese maldito lugar.

—No, Simón. —Apretó suavemente el brazo de su amigo—. Lo que ha pasado se quedará aquí dentro. —Cerró la puerta y salieron al patio—. Prométeme que no dirás nada.

Simón señaló el ojo sanguinolento.

—¿Cómo vas a ocultar las heridas? —protestó él—. ¿Cómo le explicarás a Mosi lo del brazo?

—Mi cuerpo me importa bien poco, Simón —respondió Bisila, abatida.

Él no la escuchaba porque solo sentía rabia.

—¿Y qué pasará cuando se entere Kilian?

Bisila se detuvo en seco y se giró hacia él.

—Kilian no se enterará de esto jamás. ¿Me oyes, Simón? ¡Jamás!

Simón sacudió levemente la cabeza en señal de asentimiento y continuaron caminando.

«Kilian no se enterará —pensó él—, pero ellos pagarán por lo que han hecho.»

Una vez en el hospital, Bisila le dio instrucciones de cómo recolocarle el hombro desencajado. Se puso un palo entre los dientes y cerró los ojos a la espera del golpe seco de Simón. Soltó un alarido y se desmayó. Cuando volvió en sí, ella misma se curó las heridas producidas por los golpes y se vendó el brazo en cabestrillo.

Después, Simón la acompañó hasta su casa. Bisila esperó un rato hasta asegurarse de que reinaba el silencio más absoluto. Afortunadamente, Mosi e Iniko dormían. Estaban acostumbrados a sus horarios. No verían las contusiones hasta la mañana siguiente.

Simón regresó al dormitorio del edificio principal, todavía temblando por la ira.

Lo que había ocurrido esa noche no era nada que no hubiera sucedido otras veces a lo largo de los años de presencia blanca en la isla. Se trataba de una de las maneras que el blanco empleaba para imponer su poder. La mujer, ultrajada y amenazada, no osaba denunciar al blanco. Sería su palabra contra la de él, y en cualquier tribunal tendría las de perder con el argumento de que era ella la que había buscado la situación.

En la cama, Simón no podía quitarse de la cabeza el estado en el que había encontrado a Bisila. Según las leyes, ahora ellos eran tan españoles como los de Madrid. Simón apretó los puños con fuerza. ¡Era todo mentira! Los blancos eran los blancos y los negros eran los negros, por mucho que ahora se les dejase entrar en los cines y en los bares. ¡Había sido así durante siglos! La cercana independencia no cambiaría nada: llegarían otros y seguirían explotando la isla ante los ojos impotentes de aquellos que una vez la poblaron. Ese era el destino del bubi: soportar con resignación los deseos de otros.

Decidió que hablaría con Mosi y le contaría todo.

Bisila le había hecho prometer que no le diría nada a Kilian y no se lo diría, al menos, de momento.

Pero hablaría con Mosi.

Él sabría qué hacer.

El lunes por la mañana, Simón buscó a Mosi en la zona sur de la finca. Sus hombres avanzaban en hileras de unos diez hombres, uno al lado del otro, golpeando con los machetes para desbrozar y ganarle terreno de cultivo a la selva. Distinguió al capataz enseguida porque su cabeza sobresalía por encima de las de los demás. Lo llamó y con gestos le indicó que acudiera. Se apartaron para que nadie pudiera escuchar su conversación.

—A Bisila la atacaron. Tres hombres blancos. Yo la encontré.

Mosi soltó un juramento y se apoyó contra un árbol. Simón observó que la expresión de su cara se endurecía.

—¿Sabes quiénes fueron? —preguntó.

Simón asintió.

—Los escuché cuando iban a sus habitaciones. Eran tres. Los conozco. Sé quiénes son.

—Dime sus nombres y dónde puedo encontrarlos. De lo demás me encargo yo.

—Dos de ellos no viven aquí y se marcharán hoy. Los conoces, son
massa
Dick y
massa
Pao. Les he oído decir que volverían en dos o tres semanas.

—¿Y el tercero?

Simón tragó saliva.

—El tercero es un
massa
de la finca.

Mosi apretó los dientes y lo miró fijamente, esperando el nombre.

—El tercero es
massa
Jacobo.

Mosi se incorporó, cogió su machete y pasó su grueso pulgar por el filo.


Tenki, mi fren
—dijo lentamente—. Te buscaré si te necesito.

Comenzó a caminar hacia sus hombres y continuó con su trabajo como si Simón no le hubiese dicho nada importante.

Simón regresó al patio de la finca y cuál fue su sorpresa al escuchar una risa conocida que salía del aparcamiento de camiones.

¡Kilian había regresado!

Levantó la vista hacia el cielo y percibió un leve cambio en el ambiente.

Pronto llegaría el tiempo de los tornados.

Kilian se levantó temprano, se puso unos anchos pantalones de lino beis y una camiseta blanca de algodón y salió al pasillo exterior. Hacía fresco. Las lluvias de los últimos días habían impregnado el ambiente de una humedad tan penetrante y molesta que era necesario emplear estufas para calentar las habitaciones. Decidió entrar y ponerse una camisa de manga larga y una chaqueta. Salió de nuevo al pasillo, respiró hondo, se encendió un cigarrillo, se apoyó sobre la barandilla de la galería y deslizó su mirada hacia la entrada de las palmeras reales.

En cualquier otro momento, a Kilian le hubiera resultado reconfortante el silencio de la mañana. Últimamente, no obstante, el silencio se empeñaba en apoderarse de su vida. Simón estaba huraño y se hacía el escurridizo. José le ocultaba algo. Lo trataba con el mismo afecto de siempre, sí, pero estaba claro que le ocultaba algo. Y Bisila…

Bisila evitaba encontrarse con él.

Nada más llegar había acudido al hospital para verla. Después de meses deseando tenerla en sus brazos había ido en su busca con la certeza de que terminarían en el pequeño cuarto trastero. En vez de eso, se había encontrado con una Bisila más delgada, triste, con un brazo vendado y una parte de la cara hinchada. Aun así, caminaba entre las camas de los enfermos y se dirigía a ellos con la misma amabilidad de siempre. Una amabilidad que se había convertido en frialdad al dirigirse a él para explicarle que la había atropellado un camión al ir marcha atrás.

Kilian no se había creído ni una palabra. Incluso había pensado que tal vez Mosi la hubiera maltratado, pero ella lo había negado. Entonces… ¿Por qué ese cambio de actitud?

Si ella supiera cuánto la había echado de menos. ¡Si supiera cuánto la echaba de menos!

Desde entonces, había esperado que Bisila apareciera una noche en su habitación, pero no lo había hecho.

Apoyado sobre la barandilla de la galería, Kilian respiró hondo. Algo en su interior le decía que ella no acudiría ninguna otra noche a su habitación. Algo horrible tenía que haberle pasado para que ya no quisiera verlo. Cerró los ojos y recordó su boda con ella.

«Prometo serte fiel —le había dicho—, al menos en mi corazón, dadas las circunstancias.»

¿Qué circunstancias podían ser peores que las de haberse tenido que esconder durante años? ¿Cómo podía Mosi haberse dado cuenta de la infidelidad de su mujer justamente cuando Kilian estaba en España?

No. Algo no encajaba.

El sonido de las sirenas que marcaba el inicio de la jornada laboral rompió el silencio. A Kilian le desagradaba ese ruido penetrante que había sustituido a los tambores. Sintió el movimiento que se apoderaba paulatinamente del patio principal. El ajetreo del ir y venir de hombres y el ruido de los motores de los camiones que transportaban a los braceros le recordó que tenía que darse prisa si quería desayunar antes de ir al trabajo.

Minutos después, Jacobo acudió a desayunar con paso lento y los ojos entrecerrados. No se encontraba nada bien.

—Será consecuencia del fin de semana en Santa Isabel —dijo Kilian, sin darle importancia.

Jacobo negó con la cabeza.

—Había quedado con Dick y Pao, pero no acudieron. Casi me alegro. Después de la última juerga que tuve con ellos, juré que no volvería a beber.

—¿Y qué hiciste
sin
ellos? —preguntó Kilian, en tono burlón.

—Aproveché para ver a unas amigas que tenía olvidadas… Me llevaron al cine… —Jacobo se encogió de hombros—. ¡Un fin de semana muy tranquilo! No entiendo por qué me siento como si me hubiera pasado un tren por encima.

Se llevó la mano a la frente.

—Creo que tengo fiebre.

Kilian le sirvió una taza de café.

—Toma algo. Te sentará bien.

—No tengo apetito.

Eso sí que era una novedad.

Kilian se levantó y dijo:

—Vamos, te acompañaré al hospital.

«Con un poco de suerte estará Bisila», pensó.

Kilian estaba convencido de que Jacobo tenía paludismo. Su hermano siempre se olvidaba de tomar las pastillas de quinina y más de una noche, especialmente si había ido de fiesta, no colocaba la mosquitera bien cerrada alrededor de la cama. El cansancio y el dolor muscular, los escalofríos y la fiebre, el dolor de cabeza y de garganta, y la pérdida de apetito eran síntomas claros de la enfermedad. Estaría en el hospital unas semanas y él tendría la excusa perfecta para ver a Bisila todos los días y observarla y presionarla hasta que supiera qué le había sucedido.

—¿Sífilis? —Kilian abrió los ojos como platos—. Pero… ¿cómo es posible?

Manuel levantó una ceja.

—Se me ocurre alguna que otra manera de contraerla… —dijo en tono irónico—. Lo tendremos aquí unas tres semanas. Luego tendrá que medicarse durante meses. Seguro que a partir de ahora tendrá más cuidado.

Cerró su carpeta con un golpe enérgico y se marchó.

Kilian se quedó un largo rato de pie sin atreverse a entrar en la habitación. Una cosa era que hubiera deseado utilizar la enfermedad de su hermano como excusa para ver a Bisila, pero lamentaba que tuviera sífilis. Le costaría sacudírsela de encima. Se atusó el pelo, suspiró y entró.

Jacobo estaba dormido. Kilian se sentó en una silla. La escena le trajo recuerdos casi olvidados de su padre. ¡Cuántas horas se había pasado sentado en una silla como esa acompañando a Antón! ¡Había transcurrido una eternidad!

Sonrió para sus adentros al recordar la imagen del brujo de Bissappoo colocando sus amuletos sobre el cuerpo de su padre. Si no hubiera sido por su amistad con José, nunca se le hubiese ocurrido la idea. Recordó que Jacobo se había puesto hecho una furia. Quizá enviase a buscar al brujo de nuevo para tratar a su hermano, pensó con cierta malicia.

Alguien llamó a la puerta y una dulce voz pidió permiso para entrar. Kilian se levantó de un salto a la vez que Bisila aparecía en la habitación. Ella lo miró sorprendida, dirigió su vista hacia la cama y entonces distinguió a Jacobo. Al reconocerlo, emitió un gemido y soltó la pequeña bandeja que llevaba con dificultad en una mano.

Se quedó clavada en el sitio.

Kilian se acercó y recogió los objetos que se habían desparramado por el suelo. Después, empujó suavemente a Bisila para poder cerrar la puerta y se mantuvo a escasos centímetros de su cuerpo.

La respiración de Bisila era agitada. No podía hablar.

Kilian la abrazó y comenzó a acariciarle el cabello.

—¿Qué sucede, Bisila? —le susurró al oído—. ¿Qué atormenta a mi
muarána muèmuè
?

El cuerpo de Bisila temblaba entre sus brazos.

Haciendo un leve gesto en dirección a Jacobo, preguntó:

—¿Qué le pasa a tu hermano?

Kilian se separó lo justo para poder contemplar su rostro.

—Nada que no se haya buscado —dijo—. Tiene sífilis.

Bisila apretó los labios con fuerza y su barbilla comenzó a temblar. Los ojos se le llenaron de agua y tuvo que hacer esfuerzos para que el nudo que le atenazaba el corazón no se deshiciera en un mar de lágrimas.

—¡Sífilis! —repitió ella, con una voz cargada de odio—.
Na á’a pa’o buáa
.

—¿Qué has dicho?

Bisila no respondió. Comenzó a sollozar, se liberó del abrazo, lo miró de manera extraña y salió corriendo de la habitación. Kilian se apoyó en la puerta abierta. Había odio, furia y rencor en la mirada de Bisila, sí, pero también una profunda tristeza envuelta en un halo de amargura.

De pronto, escuchó mucho revuelo de hombres que corrían y gritaban llamando al médico y ruidos de puertas que se abrían y cerraban. Salió de la habitación y se dirigió al vestíbulo.

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