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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (71 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Dimas sujetó a su hermano del brazo al ver que el otro hombre apretaba los puños. Emilio soltó una risotada sarcástica.

—Lo que te decía, Dimas —dijo—. Esto se ha convertido en un gallinero.

«Un gallinero con demasiados gallos y en el que todos hablan español», pensó Julia con ironía.

—¿Así pretendéis tomar las riendas de vuestro propio destino? —seguía Emilio.

—Déjalo ya, papá —intervino Julia—. Entra en casa. —Se dirigió a Gustavo—: Sigue adelante con tu lucha, Gustavo, pero deja a mi padre en paz. Dejadnos a todos en paz.

—¡Eso es lo que tenéis que hacer vosotros! —gritó el joven fang—. ¡Fuera! ¡Largaos a vuestro país de una vez!

Varios repitieron sus palabras en un tono cada vez más alto. Emilio sintió que la sangre le subía a la cabeza y apretó los dientes. Julia percibió que la respiración de su padre se agitaba. Le tiró del brazo con toda la fuerza de la que fue capaz para arrastrarlo en dirección a la factoría. Oba abrió la puerta y entraron.

Pocos segundos después, una piedra golpeó en el cristal de la fachada del negocio con tanta fuerza que estalló en miles de pedazos que cayeron al suelo con el ímpetu de una granizada imprevista. Durante unos segundos de silencio, nadie se movió, ni dentro de la tienda ni fuera. Finalmente, Emilio dio unos pasos hacia delante sobre los cristales que crujían bajo sus pies y miró a los hombres que poco a poco empezaban a alejarse.

—¡Cuántas veces os acordaréis de nosotros! —bramó—. ¡Recordad lo que os digo! ¡En la vida viviréis como lo hacéis ahora! ¿Me oís? ¡En la vida! —Su mirada se cruzó con la de Dimas, quien la sostuvo unos segundos antes de sacudir la cabeza a ambos lados en actitud pesarosa y alejarse.

Julia se situó junto a su padre. Gruesas lágrimas de frustración y rabia rodaban por sus mejillas.

Gustavo era el único que permanecía a unos pasos de ellos. Miró a Julia de frente y murmuró un débil «lo siento» antes de marcharse.

Oba apareció con una escoba y comenzó a barrer los trocitos de cristal. Julia acompañó a su padre al almacén para que se sentara. Le ofreció un vaso de agua y se aseguró de que estaba completamente calmado antes de acudir a ayudar a Oba.

—Y tú, Oba, ¿de parte de quién estás? —preguntó al cabo de un rato.

—Yo no podré votar, señora —respondió ella de manera evasiva—. Solo lo harán los hombres, y no todos. Solo los cabeza de familia.

—Ya. Pero si pudieras, ¿qué harías? Sé sincera, por favor.

—Mi familia es fang. A muchos de mis antepasados los sacaron de su tierra y los obligaron a trabajar a la fuerza en las plantaciones de la isla. En mi familia aún se recuerda cómo los blancos perseguían a los hombres y los cazaban como animales. —Oba levantó la barbilla en actitud orgullosa—. No se ofenda, señora, pero votaría que sí.

Julia dirigió su mirada hacia el fondo. Emilio seguía sentado en actitud abatida, con los hombros caídos y las manos apoyadas en los muslos. ¿Cuántos años llevaban sus padres en Fernando Poo? Toda una vida llena de ilusiones y esfuerzos… ¿A dónde irían? A Pasolobino no, desde luego. Después de la vida cosmopolita que habían llevado en Santa Isabel se ahogarían en un lugar tan anclado en el pasado. Podrían establecerse con ella y Manuel en Madrid y volver a empezar. No, eso no. A su edad ya no podrían hacerlo. Su única misión sería la de disfrutar de Ismael y de los futuros nietos entre suspiros de añoranza por su isla perdida…

«Sí, papá —pensó con los ojos llenos de lágrimas—. Esto se acaba.»

Nelson, que llevaba una ginebra con tónica y una botella alargada de Pepsi-cola en cada mano, intentaba con dificultad desplazar su voluminoso cuerpo entre el gentío. Nunca antes había estado el Anita Guau tan lleno. La banda nigeriana enlazaba una pieza con otra sin ofrecer un respiro, ni a los instrumentos de percusión acompañados de un acordeón y una guitarra eléctrica, ni a las numerosas parejas que se encontraban en la pista disfrutando de la fusión de los ritmos yoruba y latinos. La nueva propietaria había cambiado la decoración del local: taburetes altos en la barra, algún sofá de escay rojo oscuro bajo lámparas de globo, espejos ahumados en las paredes, y una máquina de discos redondeada Würlitzer en un rincón, para disfrutar de música entre semana. Los clientes, tanto antiguos como nuevos, acudían atraídos por la curiosidad y la promesa de una noche inolvidable en la que la mezcla del olor a tabaco, sudor y perfume no había cambiado.

Oba lo saludó desde una de las mesas del fondo. Su pequeña mano delimitada por varias pulseritas de colores ondeó en el aire y Nelson sintió la misma alegría que si no se hubieran visto en meses, y eso que solo se había separado de ella el tiempo necesario para ir a buscar la bebida. A su lado, Ekon y Lialia, cogidos de la mano, seguían con los hombros el ritmo de la música. Por fin, Nelson llegó hasta ellos, depositó los vasos en la mesa y se sentó.

—Había tanta gente en la barra que han tardado mucho en servirme —explicó en castellano. Cuando Oba estaba con ellos hablaban en castellano porque ella no había aprendido el
pichi
.

—Por lo que veo, hoy estamos todos los nigerianos —comentó Ekon—. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo.

—La ocasión lo merece, ¿no? —dijo Nelson. Esa misma semana se había firmado un nuevo convenio laboral de cuatro años más entre Nigeria y Guinea. A pesar de la incierta situación política, el trabajo de los nigerianos estaba garantizado para una larga temporada.

—Así que aquí es donde venís los hombres a gastaros parte del sueldo… —comentó Lialia deslizando sus brillantes ojos por la sala.

—Sabes que yo no he venido mucho —protestó Ekon—. Tengo demasiados hijos que alimentar.

—Y yo dejé de venir solo en cuanto conocí a Oba… —apuntó Nelson. Ella agradeció el comentario con una sonrisa—. Aunque no lo creáis, en este lugar han nacido muchos matrimonios.

—¿Y a qué esperáis vosotros dos, eh? —preguntó Lialia con una expresión divertida.

Oba se mordió el labio, ilusionada.

—Estamos ahorrando para montar un pequeño negocio, ¿verdad, Nelson?

—Tenemos planes, ya lo creo, pero tendrán que esperar. Aún somos jóvenes.

—Hombre, Oba sí que lo es —dijo Ekon—, pero a ti ya te empiezan a sobrar años y kilos.

Nelson echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Luego, apuró su gin-tonic de un solo trago y maldijo su mala previsión por no haberse pedido más. Tendría que volver a cruzar entre la gente. Oba le ofreció su refresco y él se lo agradeció con un beso.

—¡Mira! —La muchacha interrumpió su cariñoso gesto y señaló al frente—. ¿No es ese uno de los
massas
de vuestra finca? ¿Qué está haciendo? —Oba se puso de pie rápidamente—. ¡Sade!

Oba corrió hacia su amiga seguida de los demás. Una barrera de hombres que gritaban se cerró ante ellos impidiéndoles el paso. Con gran esfuerzo, Oba se abrió camino hasta la primera fila. Un hombre blanco blandía un arma frente a Sade.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Oba al hombre que estaba a su lado.

—El blanco se ha puesto a discutir con ella. Le pedía algo y ella se ha negado. Él la ha cogido de la muñeca y le ha retorcido el brazo. Varios hombres se han levantado para ayudarla y entonces él ha sacado la pistola.

—¡Al primero que se acerque le vuelo la cabeza! —gritó el hombre, que sujetaba a Sade a modo de escudo ante él. Sus ojos brillaban con una mezcla de miedo, maldad y ebriedad.

—¡Ya basta,
massa
Gregor! —Nelson se situó frente a él—. Será mejor que baje la pistola.

—¡Hombre, Nelson! —Gregorio soltó una carcajada nerviosa—. ¿Has visto qué cosa más rara? ¿Desde cuándo se ha discutido aquí la elección de una mujer?

—Yo soy la que elige siempre, maldito blanco —dijo Sade, furiosa—. Y hace mucho tiempo que decidí librarme de ti.

Miró a los espectadores de la escena:

—¿Tanto les cuesta hacerse a la idea de que ya no van a decidir por nosotros nunca más? Esta es la verdadera cara de los blancos. Si les obedeces de forma sumisa, dicen que todo va bien. Si les plantas cara, sacan la vara de
melongo
, el látigo y la pistola.

Gregorio la sujetó con más fuerza y ella emitió un gemido de dolor. Varios hombres dieron un paso al frente.

—Nosotros somos muchos y usted está solo. —Nelson extendió el brazo como para abarcar el espacio a su alrededor—. Puede disparar, sí, pero en cuanto se le acaben las balas iremos a por usted. ¿Ve algún blanco por aquí esta noche? No. Creo que no ha elegido el día más acertado para venir al club.

Gruesas gotas de sudor cubrieron la frente de Gregorio. La situación no pintaba nada favorable para él. Nelson, acostumbrado a manejar a decenas de braceros en su brigada, se percató de ese pequeño momento de debilidad y continuó hablando con voz firme:

—Le propongo algo: usted baja el arma, me la entrega, y nosotros lo dejamos marchar.

Hubo un murmullo de protesta. Los ánimos estaban tan calientes que cualquier chispa podría provocar el linchamiento del hombre. Gregorio dudó.

—Hoy es un día de celebración —intervino Ekon en tono conciliador—. Muchos hemos traído a nuestras mujeres a bailar. Nadie quiere que esto termine mal… Nelson y yo lo escoltaremos a Sampaka.

Nelson asintió. Varios hombres retrocedieron de mala gana y otros regresaron a sus mesas para apoyar con su gesto la sugerencia de Ekon.

—¿Me das tu palabra, Nelson? —preguntó Gregorio con un deje de desesperación en la voz.

El capataz sonrió para sus adentros. Que un hombre como ese confiase su vida a la palabra de un negro le hizo gracia. Realmente el miedo transformaba a las personas.

—¿Aún no se ha dado cuenta de que yo sí que soy un hombre de palabra,
massa
Gregor? —preguntó.

Gregorio bajó la vista y cedió. Liberó a Sade, inclinó la pistola hacia el suelo y esperó con calma a que Nelson la recogiera.

—Ekon, quédate con las mujeres hasta que yo regrese.

Nelson cogió al hombre del codo y lo guió rápidamente a la salida acompañado de algún que otro insulto hacia el blanco.

Poco a poco la música y las ganas de fiesta hicieron que el incidente se fuera olvidando. Sade aceptó tomar un trago con Oba y sus amigos.

—Se merecía una buena paliza —murmuró Sade.

—Nelson ha hecho bien, Sade —dijo Lialia con firmeza—. Es mejor no meterse en líos. Por más que ahora se hable de igualdad, al final nos castigarían a nosotros.

Ekon trajo más bebidas. La orquesta tocó un tema pegadizo y Lialia cogió a su marido de la mano para ir a bailar. Cuando se quedaron solas, Oba preguntó:

—¿Por qué quería volver contigo?

Sade se encogió de hombros con arrogancia.

—Todos los que han estado conmigo han querido repetir. —Tomó un sorbo de su bebida, que saboreó con lentitud.

Un amargo pensamiento cruzó su mente:

«Todos menos uno».

Y por culpa de ese, toda la vida tendría que cargar con el secreto de que el verdadero padre de su hijo era alguien tan desagradable como
massa
Gregor…

En diciembre de 1963 tuvo lugar el referéndum para acceder a la autonomía, que fue aceptada por mayoría, aunque con la peculiaridad de que en Río Muni votaron a favor el setenta por ciento y en la isla de Fernando Poo votaron en contra el sesenta por ciento. Tal como había planteado Gustavo, el resultado obtenido en la isla se interpretó según los intereses de cada cual: bien como una señal de la fidelidad de la isla a España, bien como una muestra evidente de su deseo de independizarse separadamente de Río Muni.

España declaró por decreto el Régimen Autónomo para las antiguas provincias. Desde ese momento, los independentistas guineanos comenzaron a obtener por nombramiento de las autoridades metropolitanas las presidencias de las diputaciones y los puestos importantes del recién estrenado Gobierno autónomo, incluyendo el de primer presidente y vicepresidente, que recayó en un tal Macías. Todos los cargos pasaban por ser fieles a España. Paradojas de la vida, muchas personas que no hacía mucho habían sido perseguidas por ser independentistas comenzaron a disfrutar de buenos empleos y sueldos.

—Así es la vida, Julia —comentó Kilian en tono bromista—. Yo sigo recolectando cacao y Gustavo es consejero del Gobierno autónomo. ¿Quién lo iba a decir, eh? Todavía recuerdo aquella discusión con tu padre en este mismo lugar, hace… ¿cuánto?

Julia posó las manos sobre su abultado vientre cubierto por la ligera tela de un vestido de tirantes anchos fruncido bajo el pecho y lo acarició con delicadeza. Hacía una tarde espléndida. Una deliciosa brisa suavizaba el intenso calor del día que se aproximaba a su fin. Como cada domingo, habían quedado con el resto del grupo para tomar algo, pero los otros se estaban retrasando. A Manuel cada vez le costaba más esfuerzo levantar la cabeza de sus estudios, y más después de la buena acogida de su primer libro sobre las especies vegetales de la isla. Ascensión y Mercedes andaban ocupadas con los preparativos de sus respectivas bodas con Mateo y Marcial, que habían planeado celebrar el mismo día y a la misma hora en la catedral de Santa Isabel. Puesto que las novias habían nacido y vivido siempre en la isla, la decisión sobre el lugar donde celebrar el matrimonio había sido fácil. Sería una ceremonia sencilla para que no se notase tanto la ausencia de los familiares de los novios, y aunque todavía faltaban varios meses, querían tenerlo todo organizado con tiempo, sobre todo la confección de los trajes. Por su parte, los novios apuraban al máximo su jornada laboral, incluidos los festivos, para recuperar los días con los que deseaban ampliar su permiso de viaje de novios sin perder sueldo.

Kilian seguía cumpliendo con el razonable propósito de no abandonar del todo su vida social para no levantar sospechas acerca de su relación con Bisila. Así, alternaba sus encuentros con ella y con las personas de su entorno. Su vida, pensaba con tristeza, estaba condenada a continuar repartida entre dos mundos —las montañas y la isla, el blanco y el negro—, a ninguno de los cuales podía pertenecer por completo. Lo que más desearía en ese momento sería tener a Bisila ocupando el lugar de Julia, recostada tranquilamente sobre la hamaca, disfrutando de una apacible tarde de domingo, con las manos sobre el vientre en el que crecería el fruto de la unión de ambos… ¿Era tanto pedir?

Hasta la terraza llegaron los gritos de los jóvenes que jugaban en la piscina. Alguien colocó en el tocadiscos un disco de Chuck Berry y gritos de entusiasmo acompañaron al sonido de un frenético rock and roll.

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