Read Palmeras en la nieve Online

Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (75 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
9.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Manuel estaba arrodillado y observaba el cuerpo de un hombre malherido que yacía en una improvisada camilla. Kilian se percató de que su amigo movía la cabeza de un lado a otro y fruncía los labios con preocupación. Un grupo de hombres los rodearon hablando y gesticulando e impidiendo que Kilian pudiera ver de quién se trataba, aunque le había parecido que era un hombre blanco.

Miró los rostros de quienes le rodeaban y reconoció a uno de los hombres de la brigada de Mosi. Se acercó y le preguntó qué había sucedido. El hombre estaba muy alterado y le respondió en una mezcla de
pichi
y castellano. Otro hombre intervino en la narración, y luego otro, y entre gestos, gritos y aspavientos pudo comprender la historia.

La brigada de Mosi se había dirigido como todos los días a realizar sus faenas de deforestación. Caminaban en filas de unos diez hombres, abriendo camino con sus machetes, cuando uno de ellos gritó porque había descubierto algo. El hombre salió corriendo despavorido y no fue hasta que llegaron al lugar en cuestión cuando los demás comprendieron el motivo de su terror. Suspendidos de las ramas de unos árboles, balanceándose suavemente en el aire, colgaban los cuerpos desnudos y apaleados de dos hombres blancos con las manos atadas en cruz. Para que la tortura fuera más intensa y atroz, varias piedras de gran tamaño pendían de los pies. Uno de los hombres estaba ya muerto cuando lo descolgaron. El otro todavía respiraba.

Kilian se abrió paso y se arrodilló junto a Manuel. El herido tenía moratones y contusiones por todas partes, profundas heridas en las muñecas y en los tobillos, y respiraba con dificultad. Kilian se fijó en su cara. Sus ojos eran los de una fiera salvaje con signos de locura.

Kilian reconoció al inglés y se le heló la sangre en las venas.

—¿Conoces a este hombre? —preguntó Manuel.

—Es Dick, uno de los amigos de mi hermano. Vivía en Duala, pero hace un tiempo se trasladó a Bata. Pensaba que tú también lo conocías.

—Por eso me resultaba familiar… ¿No iba siempre con ese…? —Manuel tuvo una sospecha, se incorporó y dio órdenes de que lo llevaran a la sala de operaciones, si bien su expresión revelaba que poca cosa se podía hacer. Los hombres se apartaron para dejar pasar el cuerpo de Dick.

Enseguida entraron con el cadáver del otro hombre blanco. Presentaba el mismo aspecto terrible que el del inglés. Le habían cubierto la cara con una camisa.

Kilian levantó un extremo de la tela para mirarlo.

—Es Pao… —Se llevó la mano al mentón y se lo frotó con nerviosismo—. ¿Quién ha podido hacer esto?

Los hombres que los rodeaban comenzaron a hacer comentarios en voz baja. Kilian solo lograba entender palabras sueltas: «blancos, espíritus, venganza…». Manuel lo cogió del brazo y lo apartó para decirle, también en voz baja:

—En mal momento sucede esto, Kilian. Las cosas se están poniendo feas para los europeos. Si esto trasciende, más de uno abandonará el país. ¿No percibes el miedo? Ahora los nativos aprovecharán para decir que esto es obra de los espíritus…

—No te entiendo —le interrumpió Kilian—. ¿Qué tienen que ver los espíritus en esto?

—¡Que aparezcan dos hombres blancos asesinados a la manera antigua…! Comenzarán a decir que los espíritus ya no quieren a los blancos. No es raro que esto suceda ahora. ¡El mar anda revuelto!

Kilian permaneció en silencio. Volvió a mirar el cuerpo de Pao y dijo:

—Le habían dicho a mi hermano que vendrían a pasar el fin de semana, pero no lo hicieron. Le extrañó que no le avisaran.

—Dile a tu hermano que ande con cuidado.

—¿Por qué dices eso? Entonces, ¿también debemos tener cuidado tú y yo?

Manuel se encogió de hombros y levantando las manos exclamó:

—¡Sí, supongo que sí…! ¡Yo qué sé! Ahora es todo demasiado complicado.

Se dirigió hacia la sala de operaciones no sin antes indicar a un par de hombres que trasladaran al muerto al depósito de cadáveres hasta que la gerencia de la finca decidiera qué se hacía con él, o con ellos, porque el inglés no tardaría en morir. Podían enviarlos a sus respectivos países o enterrarlos en el cementerio de Santa Isabel.

Los hombres se apartaron para dejar pasar el cuerpo sin vida de Pao. Kilian lo siguió con la mirada. A escasos metros, los hombres que lo trasladaban se detuvieron por indicación de alguien.

Kilian prestó atención y vio como Bisila levantaba un extremo de la camisa que cubría la cara de Pao y lo dejaba caer de nuevo. Bisila juntó las manos, las apretó con fuerza contra su pecho y permaneció con los ojos cerrados durante unos segundos. No se percató de que Kilian la observaba con detenimiento.

A su lado, escuchó a dos enfermeros murmurar algo en bubi. Se giró y les preguntó:

—¿Qué significa algo así como «Na á’a pa’o buáa»?

Uno de ellos lo miró con sorpresa y dijo:

—Significa «Ojalá se muera».

Kilian frunció el ceño.

Dos hombres habían muerto y Bisila deseaba la muerte del tercero.

Kilian encontró a José y a Simón en los almacenes. Las noticias volaban en la finca y todo el mundo sabía que habían aparecido muertos dos hombres blancos.

—¿Y qué opináis vosotros dos? —Kilian fue directo al grano—. ¿Ha sido obra de los vivos o de los muertos?

José entrecerró los ojos y no dijo nada. Era evidente que Kilian estaba de mal humor.

Simón se plantó frente a él.

—¿Y tú qué opinas,
massa
? —dijo con retintín—. ¿Crees que hemos sido los pacíficos bubis? ¿Tal vez algún fang aprovechando unas vacaciones en la isla? ¿O los nigerianos celebrando magia negra? Apuesto lo que quieras a que en ningún momento se te ha pasado por la cabeza que pudieran ser otros blancos quienes los hubieran matado.

José le indicó con un gesto que se callara. Kilian le dirigió una dura mirada.

—Los blancos —masculló— no atan a sus víctimas a los árboles ni les cuelgan piedras de los pies para aumentar el sufrimiento.

—Claro que no —respondió Simón sin cambiar el tono—. Tienen otras maneras…

Kilian explotó.

—¡Simón! ¿Hay algo que quieras decirme? —Sus ojos echaban chispas y tenía los puños cerrados con fuerza a ambos lados del cuerpo.

—Y tú —se dirigió a José—, ¿qué me ocultas? ¡Pensaba que éramos amigos!

Comenzó a caminar de un lado para otro dando grandes zancadas y gesticulando.

—¡Voy a volverme loco! Aquí pasó algo mientras yo estaba en Pasolobino. Sé que tiene que ver con Dick, con Pao… —hizo una pausa— ¡y con mi hermano!

José miró furtivamente a Simón, que se dio la vuelta para que Kilian no viera la expresión de su cara.

Kilian se acercó a ellos.

—¿Qué hicieron, José? ¿Quién se quiere vengar de ellos? —Cogió del brazo a Simón y le obligó a volverse. Trató de intimidarlo con su estatura—. ¿Qué demonios hizo mi hermano? ¿También a él queréis colgarlo de un árbol?

José abrió la boca y la volvió a cerrar.

Pasaron unos minutos que no hicieron sino aumentar la tensión entre los tres hombres.

—Nosotros no te diremos nada —dijo finalmente José.

—Si no me lo contáis vosotros —gruñó Kilian—, ¿quién lo hará?

Miró al cielo, derrotado, y preguntó sin esperar respuesta:

—¿Bisila?

Simón carraspeó.

—Sí —dijo casi imperceptiblemente.

Kilian sintió que las fuerzas le abandonaban.

Se acordó entonces del brazo de Bisila y de las heridas de su cara y de su alma y de pronto lo entendió todo y le entraron ganas de vomitar.

¡Bisila había querido ver la cara de los hombres asesinados! ¡Y deseaba la muerte de su hermano!

¿Qué le habían hecho? Se apoyó contra la pared para no caer.

¡No podía ser cierto! ¡Su hermano no…!

Era un juerguista indomable, pero jamás haría daño a nadie. ¡Los hombres de Casa Rabaltué no eran violentos! ¿Por qué no podían vivir tranquilos?

Entonces recordó que su hermano estaba enfermo ¡de sífilis! y le vinieron arcadas.

Lo mataría. Oh, sí. ¡Lo mataría con sus propias manos!

José se acercó a él y le puso una mano en el hombro con la intención de consolarlo. Kilian se apartó. Respiró hondo e intentó recomponerse. Solo sentía odio en su interior.

—Tengo dos preguntas, José, y quiero que me respondas —dijo amenazante—. ¿Mosi lo sabe?

—Yo se lo dije —respondió Simón.

—Y la segunda —continuó Kilian—. ¿Irá a por Jacobo?

José asintió con la cabeza.

—Deja que Mosi haga lo que tenga que hacer —dijo con tristeza—. Esto no es asunto tuyo.

Kilian abrió y cerró los puños con fuerza.

—¡No me digas lo que tengo que hacer, José! —gritó.

—Si haces algo —intervino Simón en voz baja—, Mosi sabrá lo tuyo con ella y los dos acabaréis colgados de un árbol.

Kilian, abatido, volvió a apoyarse contra la pared.

—En estas cosas —dijo José— no sirve la ley blanca. He aceptado y entendido tu relación con Bisila, pero temo que alguien la pueda acusar de adulterio. Si realmente la quieres, te mantendrás al margen y actuarás como si nada. Luego, todo volverá a la normalidad.

Kilian se pasó la mano por la frente antes de incorporarse.

—Después de esto ya no habrá normalidad a la que regresar —dijo en voz baja.

Comenzó a alejarse en dirección a la vivienda principal.

Necesitaba pensar.

Kilian no fue a ver a su hermano en dos semanas. Le importaba muy poco si el otro se extrañaba por el hecho de que no fuera a visitarlo o si había sufrido al enterarse de la muerte de sus amigos. Temía estar cara a cara con él porque aún no se le habían pasado las ganas de darle una paliza. Todos sus pensamientos giraban exclusivamente en torno al deseo de hacerle daño… y el miedo a la venganza de Mosi. De momento, estaba seguro de que Jacobo estaba a salvo porque el gigante no se atrevería a hacerle nada mientras estuviese en el hospital. De lo que ya no estaba tan seguro era de su propia reacción. Solo la intensa actividad al aire libre mantenía a duras penas su autocontrol.

¿Cómo podía haber cometido su hermano un acto tan terrible e imperdonable? ¿Cómo podía haberle herido tan profundamente a través de lo que él más quería?

Descargó el machete con rabia sobre el tronco de un árbol del cacao. Los golpes caían sobre los rojizos frutos maduros, destrozándolos y dejando al descubierto los granos de su interior a través de las cicatrices de los cortes. Se detuvo en seco, recuperó el aliento y sacudió la cabeza, presa del arrepentimiento.

¿Por qué no le había contado antes a Jacobo que Bisila era su mujer desde hacía mucho tiempo? De haberlo sabido, jamás se le hubiera ocurrido tocarla. Su hermano le habría gritado, e incluso empleado todos los medios razonables para quitársela de la cabeza, pero nada más. Hasta para alguien como él había un límite que no se debía traspasar.

Entonces, solo quedaba la opción de que Jacobo no hubiera reconocido a Bisila… Se le revolvió el estómago. Cualquier castigo parecía insuficiente para compensar el daño que esos tres habían causado.

Por su mente cruzaron las imágenes de los cuerpos de Dick y Pao. Visualizó las terribles horas de agonía que habrían sufrido hasta recibir el alivio de la muerte… Un dolor agudo se instaló en su pecho. ¿Se quedaría de brazos cruzados sabiendo que Mosi iría a por Jacobo? ¡Por todos los Santos, claro que no! Llevaban toda la vida juntos… Habían pasado por las mismas experiencias… Compartían la misma sangre de los antepasados de Casa Rabaltué…

No le quedaba otra opción. Tenía que hablar con él. Nada podría justificar la agresión cometida por su hermano, pero tenía que salvarle la vida. A pesar de todo, era su hermano. Tenía que avisarle.

¿Y luego qué? ¿Acudirían a las autoridades y lo explicarían todo? Detendrían a Mosi y sería castigado por los asesinatos. Durante unos segundos le pareció una buena idea, pero la rechazó enseguida. Recordó las palabras de advertencia de José y Simón. Los africanos tenían sus propias maneras de resolver sus asuntos. Sí. No sabría cuándo, pero si denunciaba a Mosi, después también irían a por él por delatar a un compañero, a un esposo que había hecho uso de las leyes de la venganza. Ojo por ojo, diente por diente.

«No te metas, Kilian —pensó—. No te metas. Tú solo quieres recuperar a Bisila. Mirarla a los ojos y hundirte en ellos hasta que el tiempo se detenga de nuevo y solo seáis vosotros dos y la fusión de vuestros cuerpos.»

Se recostó contra el árbol que minutos antes había lastimado con el machete. Cerró los ojos y se frotó la frente angustiado. No quedaba otra alternativa. Tenía que avisar a Jacobo. Lo que luego hiciera su hermano le importaba lo mismo que las piñas de cacao que yacían machacadas a sus pies.

Cuando entró en la habitación, Jacobo estaba sentado con la espalda apoyada en el cabecero de la cama terminando de comer. Al ver a su hermano, se apresuró a dejar la bandeja sobre la mesilla y se sentó al borde de la cama.

—¡Kilian! —exclamó con alegría—. Las horas en el hospital se hacen eternas.

Se levantó y caminó hacia él.

—¿Por qué no has venido antes? Bueno, me imagino que Garuz ya tiene bastante con tener a uno de nosotros fuera de combate.

Kilian permaneció inmóvil, observando a Jacobo y tratando de mantener el control. Por su actitud risueña, dedujo que su hermano no sabía nada de la muerte de Dick y Pao. Probablemente Manuel no hubiera querido asustarlo estando enfermo.

Jacobo se dispuso a darle un breve abrazo, pero Kilian dio un paso hacia atrás.

—¡Eh! ¡Que no es contagioso! —Agachó la cabeza, avergonzado—. Estos días me he acordado de lo que nos decía el padre Rafael de que cuanto más pudiéramos aguantar sin una mujer, más lo agradecerían la salud y el bolsillo.

Kilian entornó los ojos, respiró hondo y dijo con voz átona:

—Siéntate.

—¡Oh! ¡Estoy bien! Llevo todo el día tumbado. Me apetece moverme un poco.

—He dicho que te sientes —repitió Kilian entre dientes.

Jacobo obedeció y regresó al borde de la cama. La expresión de la cara de Kilian reflejaba que no estaba enfadado por su enfermedad.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Kilian le respondió sin rodeos con otra pregunta:

—¿Te has enterado de lo de Dick y Pao?

—¿Qué pasa con ellos? ¿También han cogido lo mismo?

—Aparecieron asesinados hace unos días. Colgados de un árbol. Los torturaron.

Jacobo abrió la boca y emitió un grito, pero no dijo nada. Kilian observó su reacción. Pasado un rato, Jacobo, con voz temblorosa preguntó:

BOOK: Palmeras en la nieve
9.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Road to Grace (The Walk) by Evans, Richard Paul
Down the Rabbit Hole by Peter Abrahams
Loaded by Cher Carson
Come Destroy Me by Packer, Vin
The Palace Guard by Charlotte MacLeod
Jack Iron by Kerry Newcomb
Ten of the Best by Wendy Cooling
Depths by C.S. Burkhart


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024