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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (78 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Los labios de Kilian dibujaron una breve sonrisa.

—Dime,
mi frend
, ¿sabes algún refrán que pueda explicar lo que sintieron esas aguas mientras fueron libres?

Ösé permaneció pensativo unos segundos. Luego, respondió:

—¿No fue un gran jefe blanco el que dijo que, en cuanto empieza a echar raíces, la libertad sí que es una planta de rápido crecimiento?

La jornada llegaba a su fin cuando las pesadillas hicieron emitir ocasionales gemidos a un Waldo que dormía recostado sobre una pila de sacos vacíos.

Nadie maltrata a Öwassa. El bosque está prohibido a los que no son de aquí. Es solo nuestro. El gran espíritu de Öbassa te agradece, misterioso hombre del bosque, que

—¡Despierta, Waldo! —El chico se incorporó sobresaltado por el grito de Kilian—. No sé qué os pasa últimamente a Simón y a ti, pero por el día parecéis almas en pena.

Alguien carraspeó a sus espaldas y se giró.

—Hombre, de ti estaba hablando. ¿De dónde sales? No me digas que también estabas echando una cabezadita…

Simón esbozó una sonrisa enigmática.

—Pues tendréis que decirles a vuestras amigas que os dejen descansar un poco… —continuó Kilian, pensando que los jóvenes tenían razones poderosas para pasar las noches en vela— si queréis seguir cobrando vuestro sueldo. El trabajo es lo primero.

Simón decidió hacerle tomar de su propia medicina.

—Ha regresado —dijo con voz neutra—. Vuelve a trabajar en el hospital.

Esperó a que el otro se recuperase de la sorpresa y añadió con complicidad:

—Ahora ya puedes volver a ponerte enfermo…

Kilian salió disparado en dirección al patio principal. «¿Querrá verme?», se preguntaba. «¿Habrá pensado en mí como yo he pensado en ella? ¿Por qué no me ha avisado ella en persona de su regreso?»

Bisila no estaba en el hospital cuando él llegó. La impaciencia lo consumía. Comenzó a dar vueltas frente a la puerta de entrada, pensando dónde podría encontrarla.

Decidió preguntar en la parte alta, cerca del límite del patio
Obsay
. Si Bisila había retomado el trabajo de enfermera en la finca, probablemente Garuz le hubiera asignado una vivienda allí. Enfiló hacia su destino con paso decidido, frenando el impulso de echar a correr. El sudor comenzó a perlarle la frente. Se sentía ansioso y feliz por reencontrarse con ella, pero también enfadado por la tortura a la que lo había sometido. ¡Un año!

A la altura de los primeros barracones, una música y unos cantos se abrieron paso entre sus sentimientos. Era imposible no dejarse embriagar por el ritmo de los tambores que indicaban que en algún lugar se estaba bailando un
balele
. Pronto pudo divisar a un numeroso grupo de chiquillos disfrazados con telas verdes y rojas que bailaban al son de los tambores, en grupos, individualmente o con sus madres. Se veían felices con su celebración. Kilian había logrado comprender y compartir con los africanos que cualquier razón era buena para celebrar algo.

Se detuvo a escasos metros de la fiesta y se dejó contagiar por la alegría de los niños. Uno de ellos, de unos cinco o seis años, se le quedó mirando sonriente y Kilian reconoció a Iniko bajo el sombrero verde. Por un momento distinguió en sus facciones a Mosi y le devolvió la sonrisa no sin cierta tristeza. Iniko lo miraba atentamente mientras movía con su mano un colgante que pendía de su cuello. El niño se giró y corrió en dirección a una mujer que cargaba con un bulto entre los brazos y comenzó a tirarle de la falda con obstinación hasta que ella miró en la dirección que él señalaba.

La mirada de Bisila se encontró con la de Kilian y los corazones de ambos dieron un vuelco en sus pechos.

Los tambores repetían el mismo ritmo una y otra vez, con una insistencia que acompañaba la virulencia con la que sus sentimientos afloraban. Los ojos de Bisila se llenaron de lágrimas al ver a Kilian, alto y musculoso, con la camisa remangada por encima de los codos, con su pelo oscuro de reflejos cobrizos bien cortado, con la piel tostada por el sol y unas pequeñas arrugas enmarcando el verde de sus ojos.

Kilian permanecía inmóvil agradeciendo a la primavera que le hubiese hecho partícipe de su propia celebración.

Allí estaba Bisila, envuelta en una tela azul turquesa a modo de túnica que no podía ocultar la nueva redondez de sus formas, y con un pañuelo del mismo color cubriendo su cabeza, que resaltaba la profunda expresión de sus enormes ojos.

No podía apartar la vista de sus ojos.

Comenzó a caminar lentamente hacia ella y entonces vio que llevaba un bebé de pocos meses en los brazos. Cuando estuvo a su lado, Bisila le habló con voz dulce:

—Quiero presentarte a mi hijo.

Apartó la tela blanca que tapaba al niño y Kilian pudo comprobar que su piel era de un color más claro que la de los otros niños: era como el café con leche.

—Se llama Fernando Laha. —Kilian sintió un nudo en el estómago—. Nació en enero, pero ya se aprecia que tiene las facciones y los ojos de… —su voz se quebró—… los hombres de Casa Rabaltué.

Kilian contempló al niño con una mezcla de estupor, rencor y sorpresa.

—Podría haber sido mío, Bisila… —murmuró.

—Podría haber sido tuyo, Kilian —repitió ella, con tristeza.

Kilian le pidió que le dejase coger al niño en sus brazos. Era la primera vez que sostenía a un bebé y lo hizo con torpeza. Recordó la piel de serpiente colgada en la plaza de Bissappoo para que todos los niños nacidos la tocaran con la mano.

—¿Le has hecho tocar la cola del
boukaroko
? —preguntó.

El pequeño Fernando Laha se estaba despertando y miró al hombre con extrañeza, pero gorjeó y le dedicó una mueca que Kilian interpretó como una sonrisa.

—No se lo diré a Jacobo —dijo, confuso y maravillado—. Será nuestro secreto.

Levantó la vista del niño a Bisila.

—Sus futuros hermanos no notarán la diferencia.

Bisila agachó la cabeza.

—No tendrá más hermanos —susurró.

Kilian la miró, desconcertado.

—Estuve muy enferma, Kilian —explicó ella brevemente—. No podré tener más hijos.

Kilian no quiso saber más, no en ese momento. Estaba con ella y tenía en brazos a un descendiente de su padre Antón y de todos los nombres que aparecían en el árbol genealógico de su casa desde el primer Kilian de siglos atrás.

Lo demás no importaba.

—Fernando será nuestro hijo, Bisila —dijo con convicción—. Y me gusta el nombre que has elegido para él. Es de allí y de aquí; tuyo y mío. Dime, ¿qué significa
Laha
?

—Se refiere a alguien con buen corazón. Como el tuyo.

El bebé cogió el dedo de Kilian con su pequeña mano y este sonrió, emocionado.

Bisila sintió un gran alivio ante su reacción. En ese momento supo que nunca amaría a un hombre como amaba a Kilian.

Había cumplido con la tradición y ahora era una viuda libre para hacer lo que quisiera con su vida. Pero, sobre todo, había conseguido superar la etapa más dolorosa de su vida y resurgir del abismo fortalecida tanto en sus creencias como en su amor por él.

Iniko se acercó a ellos tímidamente, sin dejar de mover los pies al ritmo de la música. Su mano seguía aferrada al colgante del cuello.

—¿Qué ocultas en la mano, hijo? —preguntó Kilian.

Bisila tocó la cabeza cubierta con el sombrero verde.

—Es un signo de castigo. Se lo ha puesto el padre Rafael por hablar en bubi en vez de en español. Lo llevaré otra vez con mi madre. En Bissappoo es feliz.

Iniko comenzó a tirar del vestido de su madre con insistencia mientras se acariciaba una ceja con el dedo índice de la mano libre.

—Sí, ya voy —dijo ella—. Hoy es el comienzo de
ëmëtöla

Celebraban la transición de
ömögera
a
ëmëtöla
, el sutil paso del principio de la primavera al afianzamiento de esta. Lo que para los blancos era la llegada de la primavera y el comienzo de la estación húmeda en la isla, para los bubis era algo mucho más profundo:
ömögera
significaba el comienzo, el principio, la mañana, la vitalidad y el movimiento;
ëmëtöla
representaba la permanencia, la firmeza, la perseverancia, la estabilidad, el afianzamiento y la conservación de ese comienzo. El rojo y el verde. El fuego y la tierra. El momento estelar de la naturaleza.

—Es hora de comenzar a preparar la próxima cosecha —dijo Kilian—. Los cultivos crecen y crecen. Será una buena cosecha.

Devolvió el bebé a los brazos de su madre.

—Mientras tanto —añadió, con tono de incertidumbre—, tendremos un poco más de tiempo… para nosotros.

Justo en ese momento, Kilian sintió unos golpecitos en el muslo. Miró hacia abajo y descubrió a Ismael llamando su atención. El niño le preguntó si también había ido allí a bailar y le explicó, con atropellada locuacidad, que él había subido con su madre, con su hermano y con Oba, y que como él ya era mayor, le habían dejado tocar un tambor. Kilian levantó la vista y vio a una sonrojada Julia acudir en busca del pequeño.

Julia se detuvo para saludar a Bisila, sin apartar la vista del bebé que esta llevaba en brazos. Kilian la vio fruncir el ceño. Bisila e Iniko continuaron su camino, seguidos de Ismael.

—En cuanto Ismael oye los tambores, es imposible sujetarlo… —dijo Julia—. No sabía que Bisila hubiera tenido otro niño. ¿Te has fijado en su piel? Es…

—Sí, Julia —dijo Kilian, mirándola fijamente para borrar la extrañeza de sus ojos—. Este sí que es mi hijo.

—¡Kilian! —protestó Bisila, intentando recobrar el aliento—. Si fuera nieve, ¿me habría derretido ya entre tus manos?

Los dedos ardientes de Kilian reconocían su cuerpo todavía sudoroso y recorrían cada centímetro de su piel una y otra vez. Sus gestos enérgicos e impacientes intentaban recuperar el tiempo perdido.

—Todavía no. —Kilian entrelazó sus dedos con los de ella y la aplastó con su peso—. ¡No sabes cuánto te he echado de menos!

—¡Me lo has repetido mil veces! —Bisila lo empujó con delicadeza para que se apartara. Casi no podía respirar.

Kilian se incorporó sobre un codo para mirarla, y después dibujó las facciones de su cara con un dedo.

—Temía que no quisieras saber nada de mí —confesó finalmente.

Bisila cerró los ojos.

—Tuve mucho tiempo para pensar en

.

Kilian frunció el ceño. Le atormentaba profundamente recordar el sufrimiento que Bisila había sido obligada a soportar. No podía ni imaginarse los sentimientos de una mujer en su situación, intentando juntar los fragmentos de su mente y de su alma, en un pequeño poblado rodeado de bosque, cumpliendo los rituales de duelo por la muerte de su marido al que no amaba, mientras una nueva vida impuesta por la fuerza se empeñaba en crecer dentro de ella. Y todo por culpa de Jacobo. Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza para apartar un pensamiento que intentaba cruzar por su mente. También Jacobo era el causante de la libertad de Bisila. Qué ironía: la violencia había desembocado en felicidad. Si Jacobo no hubiera matado a Mosi, ellos seguirían estando obligados a verse a escondidas. De ninguna manera podría disfrutar él en ese momento de la alegría contagiosa de Bisila.

¿Cómo había sido capaz de superar todos los padecimientos y regresar con esa fortaleza que lo desconcertaba? Hubiera comprendido que se mostrara abatida, decaída o apesadumbrada después de todo aquello por lo que había pasado. O incluso que sus primeros encuentros después de la separación hubiesen sido más emotivos y sentimentales.

Todo lo contrario: Bisila lo amaba con una energía y una fuerza desconocidas para él.

Cuando Kilian se hundía en ella, una y otra vez, se sentía como si él fuera un barco y ella un remolino en el mar que lo engullía y lo escupía para engullirlo de nuevo.

Y, a la vez, esa firmeza y solidez de la pasión con la que se entregaba a él, o se apoderaba de él, convertían sus encuentros íntimos en momentos intensamente tiernos y conmovedores.

Como si cada vez fuese la última.

Eso era.

La sólida firmeza y la inmensa ternura eran consecuencia de la desesperación.

—¿Te has enfadado? —preguntó Bisila.

—¿Por qué?

—Porque querías escuchar que no hice otra cosa que pensar en ti…

—¿Pensabas en mí o no?

—¡En cada momento!

—Eso está bien.

Bisila se incorporó sobre un codo para quedar frente a él y comenzó a acariciarle la cara, el cuello y el hombro. Se acercó para abrazarlo y continuar acariciando su cabello, su nuca y su espalda mientras le susurraba palabras al oído que él no comprendía, pero que le hacían gemir.

Cuando Bisila quería volverlo loco, empleaba el bubi.

El propio sonido de las palabras era más estimulante que su significado.

—Quiero que entiendas lo que digo, Kilian.

—Te entiendo perfectamente…

—Estoy diciendo que te has metido tan dentro de mí que no hay nada que pueda hacer para sacarte. No puedo sacarte.

El significado de las palabras era más estimulante que su sonido.

—Y yo no pienso salir de ti. Quiero estar siempre dentro de ti.

—Ah, muchachos… —Lorenzo Garuz se frotó las pobladas cejas que enmarcaban unos ojos que nunca habían estado tan hundidos—. ¿Y qué haré ahora sin vosotros?

Mateo y Marcial cruzaron una mirada cargada de culpabilidad.

—Yo…, lo siento de verdad… —Las manos de Marcial se aferraban al salacot que reposaba en sus rodillas.

—Y yo también —intervino Mateo, más sereno que su amigo—. Pero espero que lo comprenda. Llevamos muchos años y…

—Sí, sí —le interrumpió Garuz, ceñudo, levantando una mano en el aire.

No deseaba escuchar sus justificaciones aunque fuesen lógicas, por mucho que le costase admitirlo. Él mismo había enviado a su mujer y a sus hijos de vuelta a España, y, en más de una ocasión, tenía momentos de debilidad en los que quería tirar la toalla y coger el primer transporte a la Península. No sería el primer gerente que abandonaba su finca a merced de la maleza o de un puñado de nativos. No obstante, su sentido de la responsabilidad siempre lograba imponerse a sus miedos. Él no era un gerente cualquiera: era el propietario mayoritario de Sampaka, la finca más grande, hermosa, productiva y modélica de toda la isla. Mateo y Marcial se conformarían con cualquier empleo mediocre en cualquier empresa de la metrópoli porque no eran como él: las nuevas generaciones carecían del arresto, coraje, orgullo, e incluso temeridad, de quienes habían levantado esa colonia. Gracias a esas cualidades, él había sabido no solo conservar, sino aumentar la propiedad heredada de aquel antepasado suyo que se había lanzado a la aventura hacía más de medio siglo, y por eso se resistía a abandonarla en manos de otros. En cuanto él cejara en su empeño de mantener a salvo la finca, alguien surgiría dispuesto a aprovecharse de la situación.

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