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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (76 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Pero… ¿cómo es posible? ¿Por qué?

—Esperaba que tú me respondieras a eso.

—No te entiendo, Kilian. Yo no sé nada. Te dije que iban a venir a verme y no lo hicieron. —Abrió los ojos, asustado—. ¡Vinieron y los mataron! ¿Pero quién…? ¿Crees que los mataron por ser blancos?

—No. —Kilian se acercó unos pasos—. Es por algo que hicieron en su último viaje a la isla. Por algo que

también hiciste.

—¡Yo no he hecho nada! —Jacobo se puso a la defensiva—. Nunca me he metido en líos. ¿Se puede saber qué te pasa? Aquel día fuimos a la ciudad y bebimos como cosacos. Yo bebí tanto que no sé ni cómo aparecí en mi cama. Sí, y tal vez me pasé con el
iboga
ese, pero ya está.

—¿No continuasteis la fiesta con ninguna
amiga
aquí en la finca? —Kilian mordía las palabras.

En la mente de Jacobo se dibujaron borrosas imágenes de un lugar oscuro, unas voces, unas risas, un cuerpo bajo él, una voz balbuceando su nombre, unos ojos claros… Se pasó la lengua por los labios, nervioso. No entendía por qué Kilian lo estaba sometiendo a semejante interrogatorio. Se puso de pie y se enfrentó a su hermano.

—¿Y a ti qué te importa cómo acabé la noche? —preguntó con arrogancia.

—¡Maldito cabrón! —Kilian se abalanzó sobre él y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas, lanzando sus puños contra su rostro y su pecho—. ¡La violasteis! ¡Los tres! ¡Uno tras uno!

Jacobo intentó defenderse, pero su hermano le había cogido desprevenido y su ira era tal que solo podía esquivar algún que otro puñetazo. Se cubrió la cara con las manos y se dejó caer hasta quedar sentado al borde de la cama, atemorizado y asombrado.

Kilian soltó un juramento y se detuvo. La sangre que brotaba de las cejas y el labio partido se deslizó por los dedos de su hermano hasta el suelo.

—¿Sabes quién era?

Jacobo, aturdido, sacudió la cabeza. Se descubrió el rostro, tiró de una sábana y presionó sobre las heridas. No entendía nada. Él no había violado a nadie. ¿Qué tenía que ver su hermano con todo eso?

—Iba tan drogado que me hubiera dado igual una que otra.

Kilian se abalanzó de nuevo contra él, pero esta vez Jacobo tuvo tiempo de reaccionar y se levantó de un salto. Extendió las manos hacia su hermano intentando mantenerle alejado y buscó su mirada.

—Yo no voy por ahí abusando de las mujeres. Juraría que era una amiga de Dick.

Kilian apretó los dientes.

—Era Bisila. La hija de José.

Jacobo abrió la boca. Parpadeó varias veces e intentó decir algo, pero las palabras no salían de su garganta. Su hermano entrecerró los ojos y, con un tono lacerante que nunca le había escuchado, añadió:

—Violaste a mi mujer.

Jacobo sintió que las rodillas le flaqueaban. Se sentó de nuevo en la cama y agachó la cabeza.

Su mujer. ¿Desde cuándo? Sintió un agudo dolor en el pecho. ¿En qué momento se habían distanciado hasta el extremo de ignorar esa información? Ahora la escena cobraba sentido. La desmedida reacción de Kilian solo podía indicar cuán importante era ella para él. ¿Qué había hecho?

Kilian se dirigió hacia la silla que estaba junto a la ventana, se dejó caer en ella y enterró la cabeza entre sus manos. Después de un largo rato en silencio, se incorporó y murmuró:

—Mosi irá a por ti. Lo sabe. Te matará.

Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. Apoyó la mano en el pomo y dijo:

—De momento estás a salvo aquí.

Salió y cerró de un portazo.

En la habitación contigua, Manuel se sentó, apoyó los codos sobre la mesa y se sujetó la cabeza con las manos. Alguien llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.

—¿Puedo pasar? —El padre Rafael frunció el ceño—. ¿Estás bien?

—Siéntese, por favor. No se preocupe, me encuentro bien —mintió. La discusión que había escuchado entre los dos hermanos le había helado la sangre en las venas—. Estos días han sucedido muchas cosas.

—La gente anda muy alterada, sí.

Cojeando ligeramente, el sacerdote se acercó hasta la silla, tomó asiento y cruzó sus manos rollizas sobre el abultado abdomen. Unos pequeños nódulos rodeaban las articulaciones de los dedos, que parecían hinchados, rígidos y algo torcidos.

—Ahora mismo me he tropezado con Kilian por el pasillo y ni siquiera me ha saludado. Este muchacho… —sacudió la cabeza—. ¿Sabes cuánto hace que no acude a los oficios? ¡Ah! ¡Qué diferente de su padre! Él sí que cumplía escrupulosamente con sus obligaciones religiosas… Espero que no ande con malas compañías… Algo he escuchado por ahí, no sé si tú también…

—Está preocupado por su hermano —lo defendió Manuel con firmeza.

En términos generales, le solían agradar las conversaciones con el sacerdote, a quien consideraba un hombre inteligente y curtido por múltiples experiencias en tierra africana. No obstante, su tendencia a no desaprovechar ocasión para guiar a cualquiera por el buen camino podía resultar incómoda.

—Y más después de los asesinatos de sus amigos.

—Ah, sí. También he oído rumores de que no serán ni los únicos ni los últimos.

Manuel arqueó las cejas.

—Pero ya no sé si creer todo lo que se dice… Garuz sigue consternado. ¿Cómo es posible que esto haya sucedido en Sampaka? —Observó sobre la mesa un ejemplar del último número de la revista claretiana—. ¿Has leído lo del Congo? Han asesinado a veinte misioneros más, con lo cual el número de religiosos muertos después de la independencia asciende ya a cien. Y, por lo visto, hay muchos desaparecidos.

—Eso no pasará aquí, padre. Es imposible. Usted lleva más años que yo en la isla, pero convendrá conmigo en que los nativos de aquí son pacíficos.

—Tan pacíficos como una enfermedad —dijo el padre Rafael con cierto retintín, moviendo las manos en el aire—. No te enteras de que la tienes hasta que duele.

—¿Se ha puesto ya la inyección hoy? —El sacerdote acudía cada vez con mayor frecuencia al hospital en busca de alivio para la artritis de sus manos y rodillas.

—Todavía no. No estaba esa enfermera, Bisila, que tiene unas manos de ángel. Me han dicho que regresaría enseguida, así que he pasado a verte mientras espero.

—Ya sé que no me hará caso, pero creo que está usted abusando de la cortisona. Precisamente Bisila me ha enseñado unos remedios muy eficaces que prepara con el harpagofito de Namibia…

El padre Rafael hizo un gesto enérgico con la cabeza.

—Ni hablar. ¿Te crees tú que me voy a fiar de una planta que se llame
uña de diablo
? ¡A saber qué efectos secundarios tiene! Antes prefiero soportar los dolores…

—Como quiera. —Manuel se encogió de hombros—. Pero que sepa que su artrosis no irá a mejor. Tal vez debería plantearse el traslado a otro clima más seco.

—¿Y qué haría yo sin mis hijos de la Guinea? ¿Y qué harían ellos sin mí? Si es la voluntad de Dios, aquí estaré hasta el final de mis días, pase lo que pase.

Manuel desvió la mirada hacia la ventana por la que se colaban los últimos rayos de sol del atardecer. Pensó que las palabras del padre coincidían con las de muchos de sus pacientes. Para aquel, era la voluntad de Dios; para los otros, la voluntad de los espíritus. Él no estaba de acuerdo con ninguno. No era otra cosa que la voluntad de los hombres la que estaba cambiando las cosas y volviendo loco al mundo.

—Tú y yo, Manuel —escuchó que decía el padre—, nos debemos a nuestros pacientes. ¿A que no abandonarías a un herido en mitad de una intervención? Pues…

—¿Por qué me cuenta todo esto, padre?

—Seré franco, hijo. He hablado con Julia y me ha dicho que te gustaría marcharte. Y que ella no quiere.

Manuel se quitó las gafas y se frotó los ojos, con una mezcla de cansancio e irritación por tener que hablar de sus asuntos privados.

—Antes o después se dará cuenta de que es lo mejor para nuestros hijos. No se lo tome a mal, padre, pero entre usted y yo existe una gran diferencia. Yo tengo dos hijos a quienes sí puedo salvar. Si usted pudiera llevárselos a todos, no me diga que no lo haría. Y no me argumente que preferiría someterse a los designios de Dios. He visto a muchos enfermos en mi vida, padre, y le puedo asegurar que los pesares del alma no son nada comparados con el dolor físico.

—¡Ah, Manuel! ¡Bendito tú! Si dices eso, es porque nadie te ha hecho daño de verdad. —El padre Rafael se levantó—. En fin, no te entretengo más. Ya pasaré en cualquier otro momento.

De nuevo a solas, Manuel pensó en las palabras del sacerdote. Tal vez los pesares del alma fueran mucho más horribles que los dolores físicos. Pensó en Bisila. Su brazo sanaba y sus hematomas desaparecían. Pero no había medicina, ni nativa ni extranjera, que pudiera borrar la pesadumbre de su rostro.

Bisila entraba en el hospital cuando Kilian chocó contra ella. Pudo ver el fuego que salía de sus ojos y sintió que un hierro atenazaba su corazón. Por unos segundos permanecieron con los cuerpos juntos, las manos de él sujetando sus brazos. Kilian sintió que su ira se iba aplacando.

Bisila se apartó lentamente, pero él no la soltó.

—Bisila —murmuró.

Las palabras se agolpaban en su garganta. Quería decirle que la echaba de menos, que la amaba, que lamentaba su sufrimiento, que le dejara compartir su dolor, que no lo apartara de su lado… Pero no sabía cómo comenzar.

—Lo sé todo. Lo siento.

Quería estrecharla con fuerza entre sus brazos. Quería sacarla de allí, subir a Bissappoo, encerrarse en la casa donde él había sido su rey y ella su reina, en aquel lugar donde se habían amado cuando todo era alegría.

Bisila adivinó sus intenciones y se apartó por prudencia.

—Kilian… —Hacía siglos que ella no pronunciaba su nombre en voz alta. En los oídos del joven sonó como música celestial. Su voz era dulce. Y él necesitaba dulzura después de la agria discusión con su hermano, después de la angustia de las últimas semanas y de los últimos meses—. Necesito tiempo.

«No lo tenemos, Bisila —pensó él—. El tiempo pasa muy rápido cuando estamos juntos. Se nos acabará y entonces nos arrepentiremos de no haberlo exprimido lo suficiente.»

Sin embargo, asintió.

—Quiero que me digas una cosa, Bisila. —Inspiró profundamente. La pregunta no era fácil—: ¿Cuándo saldrá Jacobo del hospital?

Bisila giró la cabeza apretando las mandíbulas y fijó su mirada en algún punto del horizonte. Despreciaba a ese hombre, al igual que despreciaba a los otros dos. Al ver sus cuerpos sin vida no había sentido ninguna lástima. Habían recibido su merecido. Las consecuencias no se borrarían con la muerte de los culpables. No. Las consecuencias permanecerían en ella, entre ellos, toda la vida.

Ella sabía que si Kilian le hacía esa pregunta era porque quería proteger a su hermano. Protegerlo de Mosi. Pero Mosi no se detendría. Estaba segura. Jacobo también pagaría por lo que había hecho. Kilian no debería preguntarle a ella nada relacionado con Jacobo.

—Tengo que saberlo —insistió él.

Bisila clavó su mirada en la de él. Pudo leer cómo se debatía entre su fidelidad a ella y el deseo de salvar a su hermano. Para ella no había justificación posible que pudiera borrar el rostro sudoroso de Jacobo sobre su cara. Pero él quería que ella entendiera que, a pesar de todo, seguía siendo su hermano. Le pedía que le ayudara a salvarle la vida. Le pedía que revelase el lugar y la hora en los que la venganza de Mosi, y por supuesto, la suya propia, quedaría satisfecha. ¿Qué haría ella en su lugar? ¿Salvaría a su hermano? ¿O permitiría que el odio la cegara?

—El sábado por la tarde —dijo, con voz dura—. Pero esto se lo podías haber preguntado al médico y no a mí.

—¿Lo sabe Mosi?

Bisila bajó la vista, se apartó de él y comenzó a caminar hacia la puerta. Kilian se giró y con rapidez apoyó la mano en el pomo para detenerla.

—Tú me lo enseñaste —musitó— y te creí. Me dijiste que aunque un hombre malo quede libre de la pena de los habitantes de este mundo, no escapará del atroz castigo que los habitantes del otro mundo, que pertenecen a su familia, le infligirán. Deja que los
baribò
se encarguen de él.

Bisila cerró los ojos y susurró:

—Mosi lo sabe. Vendrá a por él. Al anochecer.

Kilian tardaría años en borrar de su mente la huella del enorme cuerpo de Mosi aplastándolo contra el suelo, la sensación de asfixia y el aturdimiento de la rapidez con la que todo sucedió. A lo largo de su vida, con frecuencia se habría de despertar en mitad de la noche sobresaltado por el ruido de un disparo y con la angustia de no poder levantarse del suelo porque algo más pesado que una tonelada de rocas se lo impedía.

El sábado, los espíritus se confabularon para que Kilian no llegara a tiempo a recoger a su hermano. El maldito camión se estropeó en la parte más alejada de la finca. Kilian le gritaba a Waldo que se diera prisa, que lo arreglara como fuera, pero que lo arreglara. A Waldo le ponían nervioso los gritos del
massa
y eso hacía que no pensara con claridad. Por fin, consiguió que el camión se pusiera en marcha, pero habían perdido mucho tiempo y el vehículo no podía pasar de cierta velocidad. Sentado a su lado, Mateo no comprendía nada.

En el horizonte, la creciente nubecilla que iba oscureciéndose les indicó que pronto el mundo enmudecería por unos segundos y que una intensa calma precedería al ruido de los truenos, al rugir del viento y al quebrarse de los árboles.

El tornado era un diluvio cuando Kilian divisó con dificultad la fachada principal del hospital.

Todo era agua.

Se puso el salacot para que las gruesas y rebeldes gotas no le impidieran completamente la visión y saltó del vehículo. Tras la cortina líquida, Jacobo empuñaba una pistola amenazando a Mosi. ¿Por qué había sido tan insensato de llevar a cabo su venganza en la misma puerta del hospital? ¿O solo pensaba seguir a Jacobo en un principio y el imprevisto tornado le había proporcionado la ocasión perfecta para no tener que esperar más? En las escaleras, un Manuel desesperado gritaba intentando convencer a Mosi de que se detuviera. El viento y el agua se tragaban las palabras.

Mosi no tenía miedo. Se acercaba lentamente hacia Jacobo, blandiendo un machete en la mano. Jacobo le gritaba que se detuviera, que no dudaría en dispararle, pero Mosi no escuchaba. Seguido de un aturdido Mateo, Kilian corrió hacia ellos como un loco, desgañitándose para que Mosi abandonara su propósito.

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