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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (37 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Bienvenida a Sampaka… ¿Clarence, verdad? Yo soy Fernando Garuz.

Clarence se quedó de piedra al escuchar el nombre. ¡Pues sí,
F
de Fernando! ¿Se referiría Julia a ese Fernando? ¿Así de fácil? ¡Imposible!

—Eres más joven de lo que pensaba. —Ella sonrió sin dejar de fijarse en todo lo que podía con expresión de asombro—. ¿Qué? ¿Te la imaginabas así?

—Más o menos. Lo que más me sorprende es el color. Las cuatro fotos que he visto son en blanco y negro. Y está muy vacío…

—Con este tiempo no se puede hacer nada. Me temo que tampoco podré enseñarte la finca ni los nuevos viveros; como mucho los edificios del patio. Te vas a quedar unos días, ¿verdad? Ya elegiremos otro momento más apropiado para los exteriores. Hoy, si te parece, podemos tomarnos un café y conversar.

—Yo la esperaré aquí —dijo Tomás.

—No es necesario. —Fernando le dio unos billetes—. Al mediodía tengo que ir a la ciudad. Yo la llevaré. —Se dirigió a la mujer—. ¿Te parece bien?

—Si no es molestia… —Sacó un cuaderno y un bolígrafo del bolso y pidió a Tomás que apuntara su número de teléfono—. Lo llamaré desde el hotel si lo necesito otra vez.

El joven se marchó y Clarence siguió a Fernando hasta una pequeña salita con muebles coloniales donde le preparó el café más delicioso que ella había probado en su vida. Se sentaron en unas butacas de ratán cerca de una ventana y él le preguntó sobre cuestiones personales y profesionales y sobre su relación con Sampaka. Ella respondía y lo escuchaba analizando sus facciones y sus gestos, tratando de encontrar algún indicio que lo relacionara con los hombres de su familia. Pero nada. No se parecían en nada. A no ser que… Igual Julia le había querido decir que ese Fernando podría ayudarla en su búsqueda.

Clarence decidió empezar por el principio:

—¿Por casualidad eres familia de Lorenzo Garuz? En casa mencionaban alguna vez el nombre del gerente de Sampaka de aquellos años.

—Pues sí. —Fernando sonrió y ella se fijó en que la separación de los incisivos superiores le daba un aire juvenil—. Era mi padre. Falleció el año pasado.

—Vaya, lo siento.

—Gracias. Pero bueno, tenía muchos años…

—¿Y cómo es que sigues aquí? ¿Has vivido siempre en Guinea?

—No, qué va. Yo nací en Santa Isabel. —Clarence apretó los labios. Julia le había dicho que buscase a un Fernando
nacido
en Sampaka—. Mi infancia transcurrió entre Guinea y España. Luego estuve muchos años sin volver y al final me establecí definitivamente aquí a finales de los ochenta.

—¿En Sampaka?

—Al principio, en otra empresa de la ciudad.

—¿Y cómo acabaste en la finca? ¿No pertenecía al Gobierno como otras? Me refiero a lo que pasó después de la independencia…

—De la finca se quedó encargado un hombre de confianza que la llevó como pudo unos años en los que las fincas funcionaron algo, desde luego ni de lejos como en tiempos de tu padre. Pero algo hacían. Ten en cuenta que suponían la única entrada de divisas al país para sobrevivir. Después del golpe de libertad del año 79 que acabó con Macías, los antiguos dueños, entre ellos mi padre, que tenía la mayoría de las acciones, perdieron la propiedad y el Gobierno se la adjudicó a un militar de alto rango.

—Y entonces, ¿cómo la conseguiste tú de nuevo?

—Cuando falleció ese militar, a principios de los noventa, yo ya estaba por aquí trabajando en un proyecto de desarrollo agrícola financiado por la Unión Europea y Cooperación Española para renovar plantaciones de cacao y tratar de introducir nuevos cultivos como la pimienta y la nuez moscada. Se dio la circunstancia de que los herederos del militar estuvieron de acuerdo en vender la finca. He conseguido recuperar lo que era de mi familia desde principios del siglo pasado —añadió con orgullo— y volver al lugar de mi infancia.

Fernando le ofreció otro café y ella aceptó.

—Supongo que te llamarían Fernando por la isla.

—Creo que en todas las familias españolas que tuvieron relación con Guinea hay un Fernando…

Clarence torció el gesto. Eso complicaba aún más las cosas.

—¿También en la tuya? —preguntó él, malinterpretando la expresión de ella.

—¿Eh? Ah, no, no. En casa solo somos mujeres —sonrió—. Y ninguna Fernanda…

Se detuvo e intentó ser prudente.

—Por curiosidad, ¿se ha conservado algún archivo de los cincuenta?

—Algo queda. Antes de irse, mi padre guardó los ficheros de los trabajadores en un armario. Cuando yo volví, el despacho estaba todo desordenado, pero no habían quemado nada, cosa rara. Se darían cuenta de que no había nada peligroso.

—Y tu padre, ¿regresó alguna vez?

Fernando se encogió de hombros.

—Sí, claro. No podía pasar mucho tiempo sin pisar su isla. La echaba continuamente de menos. Cumplí la promesa de enterrar sus restos bajo una ceiba. ¿Sabes? Hasta que murió, mi padre soñó con devolver a la finca su antiguo esplendor. —Miró por la ventana, en actitud nostálgica—. En esta tierra hay algo contagioso porque yo pienso como él. Aún creo que el cacao de Sampaka podría volver a explotarse a gran escala…

Clarence suspiró y decidió dar un paso más:

—Fernando, ya que estoy aquí… ¿Sería mucho pedirte que me dejases echar un vistazo a los archivos? Es una tontería, pero me gustaría ver si hay algo de mi abuelo y de mi padre…

—No tengo ningún inconveniente. —Se puso de pie—. Lo malo es que los papeles volvieron al armario sin ningún orden. —Cogió un paraguas del rincón y se dirigió hacia la puerta—. Ven, el antiguo despacho está enfrente.

Abrió el paraguas y lo sostuvo con caballerosidad sobre Clarence mientras cruzaban el patio hacia un edificio blanco de una sola planta con el tejado a dos aguas y un pequeño porche. Clarence se alegró de que Fernando fuera tan amable y hablador y estuviera tan dispuesto a facilitarle las cosas.

Entraron en una estancia amplia con una gran mesa frente a un ventanal que parecía el cuadro de un frondoso paisaje mojado. A la derecha, una librería con puertas de celosía cubría la mitad de una pared. Fernando empezó a abrir las puertas y Clarence resopló. Las estanterías estaban abarrotadas de fajos de papeles puestos de cualquier manera. Allí había trabajo para horas.

—¿Ves? Aquí está la historia caótica de Sampaka. ¿En qué años dices que estuvo tu padre?

—Mi abuelo vino en los años veinte. Mi padre, a finales de los cuarenta. Y mi tío, a principios de los cincuenta.

Clarence cogió un papel al azar. Era una plantilla hecha a mano con un listado de nombres a la izquierda y huellas dactilares a la derecha fechada en 1946. Lo dejó en su sitio y cogió otro que resultó ser igual, pero de tres años más tarde.

—A ver. —Fernando se aproximó—. Sí, esos son los listados del reparto semanal de comida. Bueno, en realidad con un simple vistazo se descartan muchos de los papeles. —Miró su reloj—. Yo no tengo que regresar a Malabo hasta las tres. Si quieres, puedes aprovechar hasta entonces. Espero que no te importe que no te ayude…

—Por supuesto que no me importa. —Clarence estaba encantada de quedarse a solas, así podría buscar tranquilamente algo sobre los niños nacidos pocos años antes que ella, tal como le había dicho Julia—. Es más, si puedo, a cambio lo dejaré un poco más ordenado. A mí se me dan bien los papeles.

—Muy bien, entonces. Si necesitas algo, me buscas en este patio… —se acercó al umbral y señaló algo en la pared exterior— o haces sonar esta campana. ¿De acuerdo?

Clarence asintió. Por fin se quedó sola y se dispuso a aprovechar el tiempo al máximo. Empezó por sacar brazadas de papeles del armario que depositó en la mesa. Sacó el cuaderno del bolso y escribió en varias hojas los títulos de sus criterios de clasificación: listados de trabajadores y contratos, adjudicación de viviendas a familias, listados de reparto de comida, cuentas, facturas, pedidos de material, fichas de empleados, certificados médicos y variedades sin importancia. A continuación, se dispuso a distribuir los papeles en diferentes montones.

Una hora más tarde abrió una carpeta llena de fichas, grapadas a contratos de trabajo, nóminas y certificados médicos, con las fotos desgastadas y poco nítidas de hombres jóvenes. Fue pasando una a una hasta que identificó primero a su abuelo y, justo después, a su padre y a su tío. Sintió una profunda emoción. El hecho de imaginarse a cualquiera de los tres estampando su firma en las fechas que allí constaban le provocó un sentimiento parecido al de su encuentro con las palmeras reales de la entrada, pero aderezado con una pizca de orgullo que evitó que nuevas lágrimas rodaran por sus mejillas. Permaneció unos minutos deslizando sus dedos por las fotos. ¡Habían sido tan jóvenes y guapos! ¡Y tan valientes! ¿Cómo, si no, se hubieran atrevido a marcharse a África desde las montañas del Pirineo?

En la carpeta aparecieron casi cincuenta fichas de otros tantos hombres como ellos. En su cuaderno anotó los nombres de aquellos que trabajaron en la finca entre los años cincuenta y sesenta. Preguntaría a Kilian y Jacobo si se acordaban de Gregorio, Marcial, Mateo, Santiago…

Antes de continuar con nuevos papeles, dedicó un buen rato a leer con detenimiento la información de los hombres de su familia. Lo que más le sorprendió fue una parte del historial médico de su padre. Descubrió que había estado muy enfermo de malaria.

Frunció el ceño.

Jacobo y Kilian siempre contaban el cuidado que tenían en tomarse las pastillas de quinina y Resochín puntualmente para evitar enfermar de paludismo. Si alguna vez se olvidaban de tomarlas, era fácil sufrir de fiebre muy alta y escalofríos, pero por lo que decían, aquello se parecía a una gripe muy fuerte. De ahí a estar ingresado varias semanas… Le resultó extraño y decidió preguntarle a su padre cuando regresara a Pasolobino.

Miró el reloj. ¡La una! A ese paso no terminaría nunca. Calculó que habría clasificado un sesenta por ciento del material. Se desperezó, se frotó los ojos y bostezó. Sospechaba que no iba a encontrar nada de lo otro, del nacimiento del tal Fernando. En los contratos de los braceros ponía el nombre del cabeza de familia y
su familia
, sin especificar nada más, ni nombres ni número de hijos. En algún parte médico constaba el parto de una mujer y si había dado a luz a un varón o a una hembra, pero no aparecía el nombre del recién nacido. Supuso que serían partos de nativas. Que ella supiera, en aquella época el único matrimonio blanco que había en Sampaka era el de Julia y Manuel. Estaba empezando a desilusionarse. Sin embargo, decidió continuar con esa tarea un rato más. Si alguien como ella, algún descendiente de los compañeros de sus padres, decidía un día visitar la finca, al menos los papeles estarían ordenados.

Enfrascada como estaba murmurando los rótulos junto a los cuales iba depositando los documentos correspondientes, no se percató de que alguien entraba hasta que sintió una presencia a pocos pasos de ella. Dio un respingo y se giró con el corazón palpitante.

Se quedó clavada en el sitio, con la boca abierta.

Ante ella había un gigante de piel negra como la noche que la observaba con una mezcla de curiosidad, sorpresa y desdén. Ella era alta, pero tuvo que levantar los ojos para ver que ese cuerpo de marcada musculatura terminaba en una cabeza completamente afeitada por la que resbalaban gotas de agua.

—Me ha asustado —dijo ella, desviando la mirada hacia la puerta. Se mordió el labio, un poco nerviosa. Entre ella y la campana que le había indicado Fernando había un hombre, además de grande, silencioso y extraño.

—Busco a Fernando —dijo él al cabo de unos violentos segundos con voz profunda.

«Vaya. Yo también», pensó ella. Se le escapó una risita.

—Como ve, aquí no está. Tal vez en el edificio de enfrente.

El hombre asintió mientras cubría con su grueso labio inferior el labio superior en actitud pensativa.

—¿La han contratado de secretaria? —Señaló la mesa con la cabeza.

—Eh, no, no. He venido de visita y… bueno… —No sabía cuántas explicaciones dar. Miró el reloj nuevamente. Fernando no tardaría en llegar—. Buscaba documentos antiguos de cuando mi padre trabajó aquí.

El hombre levantó una ceja.

—Es hija de colonial.

Su tono fue neutro, pero ella recibió la frase como un insulto.

—Empleado de finca —corrigió ella—. No es lo mismo.

—Ya.

Se hizo un irritante silencio. El hombre no dejaba de observarla y ella no sabía si seguir con su trabajo o salir en busca de Fernando. Eligió la segunda opción.

—Si me disculpa, tengo que ir al otro edificio.

Pasó al lado del hombre y cruzó el patio a toda prisa. La lluvia torrencial había perdido fuerza, pero seguía lloviendo. En la parte baja de la casa no había nadie. Se dirigió al porche donde había aparcado Tomás. Aparte de un todoterreno que antes no había visto, estaba vacío. ¿Dónde estaba todo el bullicio del que hablaba su padre? ¿Y los cientos de trabajadores? ¡Aquello era una finca fantasma! Lo mejor sería regresar a la oficina. Pero… ¿y si ese grandullón seguía allí? Soltó un bufido. Estaba actuando de manera ridícula. ¿Es que tenía que asustarse por todo?

Se giró con intención de volver a sus papeles y vio que un hombre no muy alto con el pelo completamente blanco se dirigía hacia ella gesticulando y hablando en un idioma que no conocía. ¡Lo que faltaba! Antes de que pudiera pensar nada, tuvo la cara horriblemente marcada del hombre frente a ella. El hombre la escudriñaba, se alejaba unos centímetros y volvía a acercarse, murmurando palabras extrañas y sacudiendo la cabeza.

—Disculpe, pero no entiendo qué me dice —dijo Clarence, con el corazón desbocado.

Comenzó a caminar hacia la tierra roja del patio. El hombre la siguió, levantando sus manos deformadas por la artrosis hacia el cielo y dirigiéndolas luego hacia ella como si la quisiera coger. Tuvo la sensación de que la estaba riñendo.

—Déjeme, por favor, ya me voy. Fernando Garuz me está esperando en la oficina, ¿ve? —Señaló el pequeño edificio—. Sí, allí está.

Aceleró el paso y entró en el cuarto como una exhalación mirando hacia atrás para asegurarse de que el extraño hombre no la seguía.

Y entonces chocó contra un muro de granito que llevaba pantalones tejanos y una camiseta blanca.

—¿Está ciega o qué? —Unas fuertes manos atenazaron sus brazos y la apartaron. Notó que algo húmedo resbalaba por su rostro—. Pues sí que es usted delicada. Le sale sangre de la nariz.

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