A poco de cumplirse los dos años de la muerte de Antón, Jacobo regresó de sus vacaciones en España, que había hecho coincidir con la boda de Catalina. Después de cenar y de que los demás se retirasen a dormir, preparó un whisky para cada uno y le contó a Kilian todos los detalles de su estancia en Pasolobino.
—Todos te echaron de menos, Kilian —terminó su relato—. A Catalina le hubiera gustado tenernos a los dos para llevarla al altar en ausencia de papá… Y mamá, bueno, fuerte como un roble, a pesar de todo. Tendrías que haber visto cómo se encargaba de que todo saliese bien, del menú, de los trajes, de la iglesia… —Soltó una carcajada—. ¡Puso Casa Rabaltué patas arriba para que reluciese!
—Le dijiste que ahora no podemos irnos los dos a la vez…
—Sí, Kilian, se lo dije. Pero ella sabe que no es exactamente así. Ahora podrías coger uno de esos aviones nuevos y plantarte en casa en tres o cuatro días.
—El avión sale demasiado caro. Con la boda, la dote y sin el sueldo de papá no estamos para excesos.
—En eso llevas algo de razón… —Jacobo apuró su vaso—. ¿Sabes, Kilian? Cuando llegaste aquí hace cuatro años, me aposté con Marcial que no aguantarías ni una campaña completa y…
—¡Y perdiste la apuesta! —continuó la frase su hermano—. Espero que no fuera muy grande…
Los dos rieron como en los viejos tiempos, como si nada hubiera pasado y fueran los mismos jóvenes cargados de ilusiones, fuertes como los troncos de los fresnos, a los que el viento del norte respetaba a los pies de las cumbres nevadas de Pasolobino. Después de las risas, se hizo un silencio nostálgico, con las miradas de ambos puestas en sus bebidas, que interrumpió la puerta al abrirse.
—¡Qué bien que os encuentro aquí! —Manuel cogió un vaso y se sentó junto a ellos—. He visto luz por la ventana y me ha apetecido un poco de conversación. Vendría más de una noche, pero acabo cansado y luego me da pereza.
—Es lo que tiene vivir solo en casa aparte. —Jacobo llenó su vaso.
—Espero que por poco tiempo…
Kilian arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Es que piensas marcharte?
—No, qué va. —Manuel levantó su vaso hasta la altura de sus ojos—. Me gustaría brindar por mi boda.
Esperó a que, después de la sorpresa inicial, los hermanos lo acompañaran en el brindis y los cristales chocaran en el aire para continuar:
—Julia, su familia y yo nos vamos a Madrid dentro de quince días. Nos casaremos allí, y estaremos fuera unos tres meses. Bueno, Generosa y Emilio regresarán antes, por el negocio.
Jacobo se bebió el whisky de un trago. Dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco.
—Me alegro por ti, Manuel —dijo, sin mirarlo, con un tono forzadamente alegre—. De verdad. Has tenido mucha suerte. Julia es una gran mujer.
—Lo sé.
—Yo también me alegro por los dos —intervino Kilian—. Es una gran noticia, Manuel. Y después, ¿qué haréis?
—Oh, Julia está de acuerdo en que vivamos aquí, en Sampaka, en la casa del médico. Es bastante grande para una familia. Y como sabe conducir, podrá seguir trabajando en la factoría de sus padres. Así que, de momento, todo seguirá igual…
—Hombre, igual, igual no… —intentó bromear Jacobo—. ¡Estarás vigilado a todas horas!
—Es fácil tener a Julia de
wachiwoman
, Jacobo, muy fácil —alegó Manuel con una sonrisa.
Kilian vio que Jacobo torcía el gesto y dijo:
—¿Y no habéis pensado en instalaros en Madrid? ¿No le resultará dura y aburrida la vida en la finca? Julia está más acostumbrada a la ciudad, ¿no?
Manuel se encogió de hombros.
—Julia se siente más de Fernando Poo que nadie. No quiere ni oír hablar de irse de aquí. De todas formas, si le cuesta adaptarse a Sampaka, siempre podemos alquilar una casa en Santa Isabel más adelante, ya veremos… —Estiró el brazo para alcanzar la botella y servirse otro trago, pero miró el reloj y cambió de idea—. Bueno, ahora que ya os he contado la última y gran novedad de mi, por otra parte, rutinaria existencia, será mejor que me vaya. Aún tengo que echar un vistazo a un par de enfermos antes de acostarme.
Los hermanos reiteraron sus felicitaciones y cuando se quedaron solos, Kilian miró a Jacobo y le dijo en tono neutro:
—Te lo has tomado mejor de lo que esperaba.
—¿Y cómo me lo tenía que haber tomado? —Jacobo se puso a la defensiva.
—Hombre, la dejaste escapar… Ya sabes que me hubiera gustado como cuñada.
—No digas tonterías, Kilian. En el fondo, le he hecho un favor.
—No te entiendo. —Kilian arqueó las cejas.
—Pues está bien claro. Alguien como Julia se merece a alguien como Manuel.
—Me sorprende que seas tan comprensivo, Jacobo. —Sacudió la cabeza y sus labios se curvaron hacia abajo—. Ya lo creo que me sorprende.
Jacobo lo miró fijamente y en su cara se dibujó una expresión melancólica, resignada y taimada a la vez. Levantó su vaso y lo hizo chocar suavemente contra el de su hermano.
—La vida sigue, hermano. Y no pasa nada. Ya te lo dije.
Julia y Manuel regresaron de su largo viaje de novios a principios de otoño. Tal como habían planeado, se instalaron en la casa del médico de Sampaka y Julia iba todos los días a la ciudad para trabajar en el negocio de sus padres.
Una lluviosa mañana de noviembre, Jacobo se dirigió a la factoría para recoger un pedido de material. Cuando aparcó la
picú
, vio a Generosa y Emilio, muy elegantes, que entraban en su coche rojo y crema con adornos cromados. De todos los vehículos caros que había en la isla, Jacobo sentía predilección por ese Vauxhall del 53. Se acercó a ellos y los saludó amablemente.
—Perdona que no te prestemos mucha atención, Jacobo —se excusó Generosa hablando a gran velocidad desde la ventanilla mientras estiraba repetidamente del cuello de su chaqueta de seda adamascada color canela como si no acabara de convencerle cómo le quedaba—, pero es que tenemos mucha prisa. Llegamos tarde a la misa en honor a la patrona de la ciudad y después estamos invitados a un almuerzo en el gobierno general. —Señaló a su marido, orgullosa—. ¿Sabes? Emilio acaba de entrar en el Consejo de Vecinos. —El hombre sacudió una mano en el aire para quitar importancia al asunto—. ¡Hay meses que no pasa nada, y luego se junta todo! Tenemos que empezar ya a preparar las fiestas del año que viene. Se celebrará el centenario de la llegada del gobernador Chacón y los jesuitas y las bodas de diamante de los misioneros claretianos en la isla.
Jacobo reprimió una sonrisa al ver la cara de impaciencia de Emilio.
—Por cierto —continuó ella—, ¿os habéis enterado de la tragedia de Valencia? ¡Casi cien muertos por el desbordamiento del Turia! —Jacobo no sabía nada—. Pues dile a Lorenzo Garuz que el Gobierno de la colonia ha respondido a la llamada. Llevamos recogidas doscientas cincuenta mil pesetas, y también se va a enviar cacao. Bueno, cualquier colaboración es bienvenida…
Su marido apretó el acelerador sin soltar el embrague.
—Sí, ya, adiós, adiós.
—Julia te atenderá, muchacho —dijo Emilio antes de ponerse en camino—. Está en el almacén. Ven cuando quieras. Y tráete a tu hermano.
Con una divertida sonrisa en los labios, Jacobo pensó que, con una madre así, no era de extrañar que Julia tuviera ese carácter tan decidido. Entró en la factoría y no vio a nadie. Se dirigió hacia el pasillo, flanqueado de estanterías abarrotadas de objetos, que conducía a la parte posterior y distinguió la figura de Julia encaramada a una frágil escalera, intentando alcanzar de puntillas una caja a la que no llegaba por un par de centímetros. En esa postura, Jacobo pudo ver casi todo el recorrido de sus bronceadas piernas bajo una falda del color del fuego vivo y sintió un destello de inesperado deseo. Se extrañó de su reacción, pero decidió contemplarla un poco más. Una vocecilla interior le recriminó de nuevo lo idiota que había sido por dejarla escapar. ¿Acaso había podido olvidar su apoyo en el entierro de Antón? Una mujer como aquella estaría siempre al lado de su marido. No había más que ver la cara y el aspecto de Manuel para darse cuenta de lo feliz que se sentía con ella, con su esposa.
La palabra se le atragantó.
Julia estaba casada con otro.
Otra vocecilla contraatacó diciendo que casarse con ella hubiera significado no solo la pérdida de su ambicionada libertad, sino también una atadura con la isla. Jacobo disfrutaba de su vida allí porque podía marcharse a España de vez en cuando. Él no haría ni como su padre ni como Santiago; no aguantaría tantos años en Fernando Poo. Estaba seguro de que más tarde o más temprano volvería a la Península. Kilian haría lo mismo. Y Julia se quedaría cerca de Santa Isabel. Tan claro como que el sol salía todos los días.
Entonces, ¿qué estaba haciendo ahí parado, espiando los sugerentes movimientos de una amiga recién casada con un amigo? Porque Manuel era eso, un buen amigo. ¡Hasta para alguien como Jacobo esos pensamientos suponían pasarse de la raya!
Se acercó sigilosamente hasta ella.
—¡Ten cuidado, Julia! —dijo a modo de saludo con un brillo malvado en los ojos.
La joven se asustó y se tambaleó. A punto estuvo de caerse, pero pudo sujetarse a unas barras de hierro que sobresalían sobre su cabeza. A tientas, consiguió estabilizar el pie sobre el último peldaño de la escalera segundos antes de que unas fuertes manos la cogieran por la cintura para bajarla con intencionada lentitud hasta el suelo, trazando un tentador recorrido de la cara de Jacobo por sus muslos, su cintura, su pecho, su cuello y su rostro encendido. Cuando tocó tierra, su cara quedó a la altura del torso del hombre y durante unos segundos no se atrevió a levantar la cabeza para mirarlo.
Jamás había estado tan cerca de Jacobo.
Podía sentir su olor.
Debería deshacerse del abrazo y no quería. Si él la había cogido, pensó, que fuera él quien la liberara. El corazón le latía con fuerza. Jacobo la apartó unos centímetros sin soltarla y se inclinó, buscando su mirada. Ella respondió al gesto levantando los ojos hacia él. Descubrió algo extraño, diferente, en los ojos verdes del hombre, oscurecidos por una duda, una incertidumbre, un titubeo, un expectante deseo.
Julia entreabrió los labios para él y permitió que, por primera vez en su vida, él los saboreara con el mismo tierno abandono de ella, retrasando con ardiente pereza la inevitable culpabilidad. Se pegó a él para sentir sus manos cubriendo su espalda, en un delicioso momento fugaz de posesión y entrega, y acarició su negro cabello con las yemas de los dedos para no acostumbrarse a su tacto.
Julia y Jacobo se besaron, lenta y codiciosamente, hasta que la necesidad de tomar aire separó sus labios. Entonces ella se llevó las manos a la espalda, cogió las manos de él y deshizo el abrazo.
—No vuelvas a hacerlo nunca más —dijo, con voz entrecortada.
—Lo siento. —Jacobo respondió de manera automática, pero enseguida rectificó—. En realidad, no lo siento.
—Me refería a asustar a alguien subido a una escalera. Casi me mato. Bueno, a lo otro también, a las dos cosas.
—Me ha parecido que te gustaba… —Jacobo intentó rodear su cintura.
—Demasiado tarde, Jacobo. —Julia colocó las palmas de las manos sobre su pecho y lo apartó con suavidad—. Demasiado tarde.
—Pero…
—No, Jacobo. Juré ante Dios y mi familia que sería fiel a mi marido.
—Entonces, ¿por qué has consentido…?
A Julia le hubiera gustado responderle que ese era el premio por las horas en las que había soñado con besarle, con tenerle tan cerca como lo había tenido hacía un par de minutos. Le hubiera gustado decirle lo dichosa que la había hecho al transmitirle con la mirada que hubieran podido diseñar un futuro juntos. Si él hubiera querido… Pero ahora era demasiado tarde. Se encogió de hombros y respondió:
—Ha surgido así. Nunca más mencionaremos este asunto. ¿De acuerdo?
Jacobo asintió a regañadientes. Julia había zanjado el tema demasiado deprisa. Él, que estaba acostumbrado a encuentros rápidos y a no dar demasiadas explicaciones, no podía comprender la actitud de la joven. Nunca podrían negar que allí no había sucedido nada especial. ¿Cómo podía haber recuperado la sensatez tan rápidamente después de haberle transmitido una pasión tan arrebatadora? En su experiencia con las mujeres blancas, hubiera comprendido unas lágrimas de culpabilidad, un arrepentimiento inmediato, o incluso todo lo contrario, una proposición de encuentros esporádicos clandestinos… Pero esa negación consciente de un disfrute deseado lo había dejado estupefacto.
—¿Qué necesitas llevarte hoy? —preguntó Julia, intentando recuperar una actitud de normalidad.
—Eh, mejor volveré otro día. —Pocas veces en su vida se había sentido Jacobo tan incapaz de mantener un diálogo superficial.
—Como quieras.
En ese momento, una joven menuda con una corta melena oscura arreglada y adornada con una ancha cinta rosa entró en la factoría.
—¿Cómo estás, Oba? —preguntó Julia. Jacobo reconoció a la amiga de Sade del Anita Guau, pero no hizo ningún comentario—. Jacobo, hemos contratado a Oba para que nos ayude en el negocio. Mis padres están cada vez más ocupados y yo no puedo estar aquí a todas horas. Ahora tengo otras obligaciones… —Hizo una pausa cargada de intención.
—Es una buena idea —comentó él con voz átona—. Bueno, será mejor que me marche. Hasta pronto, Julia.
—Adiós, Jacobo.
Jacobo salió del edificio y permaneció unos minutos bajo la persistente lluvia antes de sentarse en la
picú
. Dentro de la factoría, Oba comenzó a seguir a Julia por las estanterías mientras esta le explicaba dónde se guardaban las cosas. Cuando llegó a la escalera, Julia se detuvo unos segundos y se llevó una mano a los labios. Oba, una muchacha habladora, aprovechó para decir:
—Ese
massa
tan guapo… Yo lo conozco, ¿sabe? ¿Ustedes son amigos? Pues él y yo tenemos amigas comunes. A veces nos juntamos en…
—¡Oba! —Julia se sorprendió de su propio grito. Al ver la expresión de la joven cambió el tono—. No te despistes, que todavía tengo muchas cosas que enseñarte.
Lo que menos deseaba Julia en esos momentos era que, cuando aún tenía el sabor de Jacobo en los labios, alguien le recordase a ella, precisamente a ella, cómo era ese hombre.
Hacia finales de diciembre, todos los empleados de la finca recibieron una invitación por escrito para festejar el Año Nuevo en la casa del médico.