—Como si nada hubiera cambiado en cientos de años… —murmuró Kilian, completamente cautivado por el ambiente festivo.
José oyó el comentario.
—¡Ah, mi
frend
! Aquí todos los días parece que nada ha cambiado, pero lo cierto es que nada es igual.
Posó su mano sobre el hombro de Kilian.
—Yo ahora tengo otro nieto, sangre de mi sangre. ¿No es eso un cambio?
—¡Ahora eres más abuelo! —José se rio con ganas—. Por cierto, ¿dónde están los padres del recién nacido? Me gustaría darles la enhorabuena.
Volvió a suceder. Ella levantó la vista hacia él y el mundo se detuvo y los cantos enmudecieron.
Esta vez no fue solo un instante. Sus grandes ojos claros no lo atravesaron como dos lanzas. Se posaron sobre los suyos el tiempo suficiente para que él entendiera cuánto se alegraba de volver a verlo.
Estaba sentada y sostenía a un hermoso y rollizo bebé en sus brazos. El brillo del inmaculado vestido blanco de anchos tirantes no podía sino realzar su tersa piel tostada. A pocos metros, Mosi brindaba y bailaba con todos los que se le acercaban, pero de reojo vigilaba a su mujer, que miraba con mucha atención al
massa
.
Kilian bajó la vista y contempló al niño.
—Enhorabuena. Es precioso —dijo—. ¿Cómo se llama?
—Iniko —respondió ella—. Significa «nacido en tiempos difíciles».
Kilian levantó la vista de nuevo hacia ella.
—¿Son estos tiempos difíciles? —preguntó.
Ella sostuvo su mirada.
—Puede que ahora cambien —respondió, con un leve temblor en la voz.
Se miraron en silencio.
—Me alegro de que hayas vuelto, Kilian —susurró.
Kilian se quedó de piedra al oír la palabra en labios de ella.
¡Él ni siquiera sabía su nombre!
Siempre había sido la hija de José. La hija enfermera de José. La dulce enfermera que había cuidado a Antón antes de morir. La dulce mujer que lo había reconfortado en su desconsuelo. El rostro que durante un tiempo se le había aparecido en sueños.
Y él no sabía su nombre…
Sintió como enrojecía de vergüenza.
—Perdóname —comenzó a tartamudear—, p… pero… yo no sé tu nombre.
Los labios carnosos de ella dibujaron una amplia sonrisa en su bella y perfecta cara. Su mano derecha se alzó para acariciar dos conchas que pendían de un collar de cuero.
Pensó:
«Creí que no me lo preguntarías nunca».
Pero dijo:
—Me llamo Daniela Bisila.
Un niño de unos dos años con rubios rizos, pantalón corto de peto de color azul cielo y tirantes anchos cruzados sobre el torso desnudo jugaba en el umbral de la puerta con un Studebaker Avanti. Sus regordetas manitas abrían y cerraban con habilidad las puertas y el capó del pequeño coche de faros cuadrados.
—Tú debes de ser Ismael. —Kilian se agachó para acariciarle la cabeza—. Has crecido mucho… ¿Está tu mamá por ahí?
El pequeño se lo quedó mirando, arrugó el ceño y comenzó a hacer pucheros.
—Vaya… ¿Te he asustado?
—¡Oba! —Kilian distinguió la voz jovial de Julia—. ¿Puedes coger al niño?
Una menuda mujer de rostro aniñado y con el pelo recogido en un pañuelo verde apareció enseguida y se lo quedó mirando con expresión de sorpresa. Kilian reconoció a la amiga de Sade. Frunció el ceño. ¿Qué estaba haciendo allí? Contaba con la discreción de sus amigos y de su hermano, a quienes les había pedido que, si iban por el club, no le dijeran a Sade que había regresado todavía. Seguramente esas precauciones ya no le servirían de nada. Oba no tardaría en comentarle a su amiga que lo había visto.
—¿Puedes decirle a la señora que ha venido a verla un amigo?
—¡Kilian! —Unos pasos se acercaron rápidamente y Julia, enfundada en unos pantalones blancos hasta media pierna y una camiseta de tirantes, le dio un afectuoso abrazo—. ¡Cielo santo! ¡Cuánto tiempo!
Apoyó el dedo índice sobre su pecho.
—A ver si haces el favor de disfrutar de las vacaciones como todos, dos campañas y seis meses en España, para no alejarte de nosotros tanto tiempo. ¿Qué es eso de desaparecer más de un año? Creí que ya no regresarías más.
Kilian se rio por la actitud un tanto dramática de la mujer.
—Llegué hace unos días —dijo—, pero me dijeron que estabais fuera.
—De vez en cuando Manuel me lleva a una de sus excursiones botánicas… Pasa, nos tomaremos un café.
Unos ruiditos llamaron su atención. En brazos de Oba, Ismael había dejado de llorar y observaba al hombre con curiosidad.
—Tienes un hijo muy guapo.
Julia le agradeció el comentario con una sonrisa y pidió a Oba que se llevara al niño a dar un paseo.
—¿Oba de niñera? —preguntó Kilian—. Pensaba que trabajaba en la factoría.
—Y trabaja allí, pero se ha encariñado con el niño y le gusta pasar ratos con él. —Julia bajó el tono—. En realidad, busca cualquier excusa para venir a la finca. Por lo visto, el hombre que ocupa su corazón anda por aquí. Nelson, uno de los capataces.
—¡Ya entiendo por qué se encarga él de las compras ahora! —Kilian siguió a Julia hasta la terraza, dejó el salacot en una mesita baja y se sentó en un sillón de mimbre—. ¿Y tus padres? ¿Sigue Emilio en el Consejo de Vecinos?
—Ahora tiene más trabajo que nunca. No sé cómo no le aburren esas decisiones administrativas, todo el día atendiendo reclamaciones, arbitrando en líos de linderos de solares, preparando proyectos y diseñando nuevas construcciones. En un principio pensaba que lo hacía más por mamá que por él, ya sabes que a ella le gusta estar enterada de todo lo que se cuece aquí…, pero, al final, he llegado a la conclusión de que realmente le apasiona aportar su granito de arena al desarrollo de Santa Isabel. —Lanzó un profundo suspiro—. Voy a por el café y nos ponemos al día.
Kilian se entretuvo hojeando una revista que había sobre la mesita en cuya portada aparecía la foto azulada del caudillo Francisco Franco con su uniforme militar acompañado de su mujer y su hija —que lucían sendas mantillas sobre sus cerrados vestidos— con motivo de la comunión de una de sus nietas. Julia regresó al poco tiempo. Como siempre, Kilian se sintió cómodo en compañía de su amiga, a quien encontró, por un lado, contenta y satisfecha en su nuevo papel de madre y, por otro, preocupada por las confusas noticias políticas que circulaban por la isla. Iba a preguntarle qué tal llevaba Emilio que su superior, el alcalde, fuera un nativo, cuando escucharon la voz alarmada de una mujer que llamaba a Manuel con insistencia. Kilian reconoció la voz enseguida y se levantó de un salto. Julia lo imitó y ambos se dirigieron a la entrada.
—¡Bisila! —exclamó Julia—. ¿Qué sucede?
—Necesito al doctor. Es urgente. —Distinguió la figura del hombre que la miraba fijamente y en su cara se dibujó una expresión de sorpresa. Le costó continuar con su explicación, y no por el mensaje que traía, sino por el encuentro inesperado—. Han traído… Es…
Kilian tuvo que frenar el impulso de cogerle las manos para calmarla.
—Tranquila, Bisila —se limitó a decir con voz suave—. Cuéntanos qué pasa.
—Señora, el padre Rafael ha traído a un hombre malherido para que lo cure don Manuel. Apenas puede hablar. Solo repite que es amigo de su padre.
—¿De mi padre? —preguntó Julia con extrañeza—. Manuel está en la ciudad, no sé cuándo regresará… Llévame con él.
—Os acompaño —se ofreció Kilian.
Julia asintió, agradecida.
Atravesaron a toda prisa el pequeño patio que separaba la casa del edificio del hospital. Cuando subieron las escaleras, el padre Rafael salió a su encuentro. Kilian lo encontró bastante envejecido. Había perdido pelo y caminaba con dificultad. Su traje blanco estaba manchado de sangre.
—¿Qué ha pasado, padre? —preguntó Julia, alarmada.
—Volvía de la ciudad cuando he encontrado al pobre hombre en una cuneta. Como he podido, lo he metido en el coche con intención de regresar al hospital de la ciudad, pero el infeliz repetía constantemente los nombres del doctor Manuel de Sampaka y de Emilio. No me soltaba la mano, por eso he enviado a Bisila a buscar a Manuel.
—Ha ido a la ciudad y no sé cuándo volverá.
—Ay, hija. No sé si he hecho bien en traerlo aquí, pero insistía tanto… He conseguido entender que se llama Gustavo.
—¡Gustavo! —exclamó Julia, inquieta—. ¡Oh, Dios mío!
Kilian recordó la discusión en el casino.
—Hace unos meses lo detuvieron y lo llevaron a Black Beach… —Julia se dirigió al sacerdote—. Gracias, padre. Solo le pido que no diga nada al señor Garuz. No le gustaría saber que atendemos a alguien que no pertenece a la plantación. De momento, lo mantendremos en secreto.
—Siento no poder quedarme más tiempo. Tengo que celebrar en Zaragoza. Si lo creéis necesario, llegado el momento, enviad a alguien a buscarme.
—Sí… Le pido otro favor, padre. Al salir de la finca, dígale a Yeremías que él o Waldo avisen a Dimas de que Gustavo está aquí. Ellos saben cómo localizarlo.
Segundos después entraron en la sala principal, una amplia estancia con una docena de camas dispuestas en dos hileras enfrentadas, que estaba prácticamente vacía. Habían acostado al hombre en una de las camas del fondo, separada de las demás por una fina cortina blanca que entonces estaba recogida junto a la pared. A pocos pasos de distancia, desde el pasillo central, Kilian y Julia comprendieron la gravedad de la situación. El fornido cuerpo de Gustavo era una masa de jirones de ropa ensangrentada, por lo que costaba distinguir qué parte de su piel no estaba lacerada. Julia se tapó la boca con una mano para contener un sollozo. El rostro de Gustavo estaba completamente desfigurado por los golpes y los bultos amoratados de los hematomas. Quienquiera que hubiera hecho eso había tenido la perversa idea de colocarle las grandes gafas cuadradas con los cristales rotos de nuevo en su sitio para darle un aspecto más grotesco.
Con los ojos llenos de lágrimas, Julia se inclinó hacia su oído:
—Gustavo, ¿me oyes? Soy la hija de Emilio. —El hombre emitió un gemido—. No te preocupes. Aquí te cuidaremos. Te pondrás bien, te lo prometo. —Se incorporó y murmuró entre dientes—: ¡Y Manuel en la ciudad!
Bisila se acercó.
—Primero le quitaremos la ropa para lavar y desinfectar las heridas… Si le parece, usted se puede sentar a su lado y hablarle para que esté tranquilo.
Durante todo el proceso, Julia evitó mirar directamente las heridas del cuerpo de Gustavo. Kilian se fijó en que cada vez estaba más pálida. Realmente ese hombre había recibido una paliza descomunal. En más de una ocasión él mismo tuvo que realizar verdaderos esfuerzos para controlar las arcadas. Frente a él, Bisila limpiaba las heridas con una delicadeza exquisita. Su entereza lo maravilló. En ningún momento mostró signos de desagrado. Al contrario, alternaba sus cuidados con expresiones en bubi que parecían reconfortar al herido, quien intentó dibujar alguna que otra sonrisa en su desfigurado rostro.
—Me gustaría conocer tu lengua para entender qué le dices —murmuró Kilian, inclinándose hacia ella—. Tiene que ser algo especial para que en su estado quiera sonreír…
Bisila alzó sus ojos transparentes hacia él.
—Le digo que está tan feo que los espíritus no se lo llevarán así, y que cuando termine de arreglarlo estará tan bien que entonces será él quien no querrá irse…
—¿Crees que se salvará?
—Le costará tiempo recuperarse, pero no veo ninguna herida mortal.
—¿Quién te ha hecho esto, Gustavo? —susurró Julia.
—Los que aparecen así —comentó Bisila—, tirados como perros en las cunetas, suelen ser presos del penal.
—¿No podías conformarte con tu trabajo de maestro y disfrutar de la vida? —preguntó Julia, y Gustavo soltó un gruñido—. Pues si sales de esta, no creo que te queden ganas de seguir con tu cruzada de liberación.
—¿Cómo pueden haberle hecho esto en el penal precisamente ahora que es ciudadano español? —preguntó Kilian, después de meditar sobre las palabras de las dos mujeres.
Bisila soltó un bufido y Kilian la miró con extrañeza.
—¿Cómo lo vamos a entender si en España tampoco se ponen de acuerdo? —preguntó a su vez Julia—. Según mi padre, el Gobierno español está dividido. En un lado se encuentran los moderados, que opinan, como el ministro de Asuntos Exteriores, Castiella, que hay que favorecer poco a poco el camino de las provincias hacia la independencia. Y en el otro lado están los que opinan como el ministro de la Presidencia, Carrero Blanco, que es partidario de una dura política colonial que mantenga a raya a los líderes autóctonos.
—Me temo que nuestro gobernador es de esta opinión —comentó Bisila con ironía.
—¡Señora! —La voz de Oba resonó desde el otro extremo de la sala—. ¿Está usted ahí? Tengo que marcharme…
Julia se levantó.
—Lo siento. Tendréis que seguir sin mí.
Kilian y Bisila permanecieron en silencio hasta bastantes minutos después de que Julia se marchara. Gustavo dormía profundamente gracias a los calmantes que le había suministrado la enfermera. Por primera vez en sus vidas, Kilian y Bisila estaban solos, y ninguno de los dos sabía muy bien qué decir. El cuerpo de Gustavo estaba por fin completamente limpio de sangre. Solo faltaba coser un par de cortes profundos en una pierna, así que, en realidad, la presencia de Kilian ya no era necesaria. Pero ni él hizo ademán de marcharse, ni ella se lo sugirió. Durante un buen rato disfrutaron de la compañía callada del otro, como lo habían hecho aquel día que ella le extrajo la
nigua
, solo que esta vez el roce de sus manos lo disfrutaba otra piel y no la de Kilian.
—Has hecho un trabajo excelente —la alabó finalmente cuando ella cortó el hilo del último punto de sutura—. Estoy impresionado.
—Tú también has sido de gran ayuda. —Bisila se levantó y estiró su espalda dolorida por la incómoda posición en la que había estado casi tres horas.
—Cualquiera hubiera hecho lo mismo.
—No —dijo ella con firmeza—. Cualquiera no.
Kilian se sintió un poco culpable. ¿Hasta qué punto su respuesta había sido honesta? Si en lugar de Bisila hubiera sido otra la persona encargada de cuidar de Gustavo, ¿hubiera sido él tan solícito? A pesar de la gravedad de la situación, había disfrutado de cada gesto, movimiento, mirada y respiración de ella. Habían trabajado codo con codo durante horas que a él se le habían pasado tan rápidas como un suspiro.