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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (64 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Ahora dejaremos que descanse —dijo Bisila—. Hasta que llegue el doctor yo lo vigilaré. Ven, iremos a lavarnos. —Señaló sus manos—. Así no puedes regresar a los secaderos. Pareces un carnicero.

Bisila lo guió hasta un pequeño cuarto de aseo junto a la enfermería en el que había dos pozas y se lavaron las manos, la cara y el cuello. Cuando terminaron, ella cogió una toalla, humedeció un extremo y lo acercó a su rostro.

—Te han quedado unas manchas en la frente.

Kilian cerró los ojos y apretó los puños para resistir la tentación de rodear su cintura con los brazos y atraerla hacia sí. Estaba seguro de que ella no lo rechazaría porque se estaba demorando más tiempo del necesario en quitarle lo que fuera que tuviera en su frente. Una vocecita interior le recordó que Bisila estaba casada con otro hombre con el que tenía un hijo, y que lo que su mente pensaba no estaba nada bien. Pero su atracción por ella superaba todo sentido común.

—Ya está —dijo ella, con la respiración entrecortada a escasos centímetros de su torso—. Pero tendrás que ponerte otra camisa. No sé si la que llevas volverá a ser la misma.

—¡Bisila! ¿Estás por ahí?

Ella dio un respingo.

—Sí, don Manuel —respondió en voz alta—. Junto a la enfermería.

Cogió la toalla e hizo como si terminara de secarse las manos mientras salía a su encuentro seguida de Kilian.

Manuel se acercó acompañado de un hombre recio más bajo que él de rasgos muy marcados. Dos profundas arrugas surcaban sus mejillas.

—Hola, Kilian. —Manuel le tendió la mano—. Julia me lo acaba de contar. Muchas gracias por ayudar a Bisila.

—Me alegro de haber sido útil.

—Este es el hermano de Gustavo. Se llama Dimas. Trabaja de capataz en la finca Constancia, aquí al lado.

—¿Cómo está? —preguntó el hombre, con preocupación.

—Ahora duerme —respondió Bisila—. Creo que todo irá bien.

Dimas se santiguó y cruzó las manos sobre el pecho.

—Bien, vamos a verlo —dijo Manuel.

Kilian esperó a que se alejaran unos pasos para moverse. Esperó a que ella se girara y le lanzara una intensa mirada de despedida con esos ojos que habían sido exclusivamente suyos durante unas deliciosas horas. Entonces, hizo un leve gesto con la cabeza y volvió a su monótona vida con el corazón palpitante de ilusión.

Bisila se acercó a los secaderos en busca de su padre, la excusa perfecta para acercarse a Kilian de una manera intencionadamente casual. El deseo de volver a verlo hizo que se le acelerara el corazón.

Siempre era así, desde hacía… ¿Cuántos? ¿Cinco años?

No, su primera imagen de Kilian no se remontaba al día de su boda, cuando tenía quince años y él se había dirigido a ella por primera vez para preguntarle por qué estaba tan triste en un día tan especial. La respuesta era bien sencilla, pero por supuesto no se la dijo. Ella no amaba a Mosi, el grandullón con el que se unía en matrimonio, sino a un hombre blanco, y por tanto, a un imposible. Que ese hombre blanco se dignara siquiera dirigirse a ella para felicitarla en el día de su boda, y que supiera leer en sus ojos que no era feliz, era más de lo que se hubiera podido imaginar las primeras veces que él había subido a su poblado natal acompañando a José.

Desde la distancia, una adolescente Bisila lo había observado tan atentamente que se había aprendido de memoria sus facciones y sus gestos. Kilian era un joven alto y musculoso. Tenía el pelo moreno con ligeros brillos cobrizos, que llevaba siempre corto y peinado hacia atrás, y unos expresivos ojos verdes que la mayor parte del tiempo estaban entrecerrados porque sonreía mucho. Su sonrisa era franca y sincera, igual que su mirada. Sus manos, grandes y acostumbradas al trabajo físico, bailaban en el aire cada vez que narraba algo, pero con mucha frecuencia las cruzaba bajo la barbilla para apoyar la cabeza. Entonces su mirada se volvía soñadora y Bisila creía percibir como el espíritu de Kilian se ausentaba del entorno y se trasladaba a su mundo, estableciendo un diálogo silencioso entre lo que había sido su vida a miles de kilómetros y su presente, sus sueños y su realidad, lo conocido y lo nuevo, lo familiar y lo diferente.

A pesar de su juventud, Bisila era entonces plenamente consciente de que nunca conocería el mundo de Kilian. Probablemente, ni siquiera llegasen a cruzar unas palabras. Él era un joven y apuesto hombre blanco que había ido a hacer dinero a Fernando Poo y que cualquier día volvería a su casa para crear su propia familia. Ella era una adolescente negra de una tribu africana de una pequeña isla en la que la vida estaba ya decidida al nacer. Por más que se esforzase en los estudios, tal como hacía ante la insistencia de su padre, nada la salvaría de casarse y tener hijos. Con un poco de suerte, conseguiría trabajar en algo que no fuese la tierra, y eso la consolaba parcialmente. La desazón que sentía al observar y escuchar la risa de ese hombre blanco no encontraba consuelo. Simplemente, había logrado mantener su ilusión en secreto, bien oculta bajo capas de conformidad y renuncia.

Pero de eso hacía mucho tiempo. Las cosas habían cambiado. Gracias a su matrimonio con Mosi y a su trabajo en el hospital podía vivir en Sampaka y estar cerca de él. Durante mucho tiempo, la visión de Kilian ocupando un espacio físico en la finca, aunque no le prestara atención a ella, le había bastado para levantarse cada mañana e ir a su trabajo en el hospital y regresar por la noche al lecho que compartía con un Mosi insaciable. Incluso había sido tan afortunada como para recibir un anhelado premio: había sostenido su mano para darle ánimos tras la muerte de su padre. Los recuerdos de esa caricia, y de los minutos durante los cuales sujetó su pie cuando la buscó para que le extrajera la
nigua
, la habían acompañado todas las noches en las que él estuvo de vacaciones en su tierra y habían evitado que se sumiera en la desesperación al pensar que podría no volver a verlo…

¡Qué lejanos quedaban ahora esos tristes días! Recordó como durante las primeras semanas de su ausencia tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no sucumbir completamente a la idea de que todo había sido una ilusión infantil y de que tenía que continuar con su vida y hacer lo que se esperaba de una esposa que había tenido la suerte de casarse con un buen hombre. Mosi no protestaba por las horas que ella pasaba fuera de casa y la apoyaba en su trabajo. Él solo quería que Bisila le diera un hijo, y ella se las había ingeniado, gracias a sus conocimientos de medicina tradicional, para retrasar al máximo ese momento porque, en su fuero interno, albergaba el temor de que un hijo la uniera para siempre a Mosi y la alejara de Kilian.

Pero los meses pasaban, Kilian no regresaba, y Mosi empezaba a perder la esperanza de ser padre. Bisila decidió finalmente dejar libre a la naturaleza, continuar con su vida real y relegar la de fantasía a las noches de insomnio. Gracias a los espíritus, el embarazo de Iniko había sido como un bálsamo para su estado de ánimo, y su nacimiento le había aportado una serenidad y una felicidad que creía imposibles a sus veinte años.

Esa calma superficial con la que había cubierto su resignación amenazó con convertirse en tempestad el mismo día que Kilian apareció en el bautizo de Iniko. Y en el mismo instante en que dejó de ser la hija enfermera de José, su relación comenzó a afianzarse a una velocidad de vértigo, como si todos los guardianes de su alma se hubieran puesto de acuerdo en cruzar los caminos de ambos. Desde entonces, varias semanas atrás, raro era el día que no se topaban en el patio de la finca.

Bisila ya estaba convencida de que no eran imaginaciones suyas, de que a Kilian le sucedía lo mismo que a ella.

El camino desde las viviendas de los europeos hasta los secaderos no pasaba cerca de la zona del hospital. Por lo tanto, eso solo podía significar que Kilian alteraba su ruta habitual para encontrarse con ella. Además, él había aumentado la frecuencia con la que aparecía por la consulta médica con una u otra dolencia. Al final, Bisila había comprendido que las enfermedades de Kilian eran imaginarias, una excusa tras otra para que ella tuviera que tocarlo, ponerle el termómetro, sonreírle, atenderlo y, lo que más deseaban ambos, escucharse.

Una vez más, Bisila dio gracias mentalmente a los espíritus por esos breves encuentros de felicidad absoluta que habían convertido sus días en un derroche de sonrisas, latidos acelerados y temblor de rodillas. Cuando llegaba a su casa por la noche, tenía que esforzarse para que Mosi la viera cansada y abatida por la jornada laboral. Esa mentira, pues su cuerpo y su alma estaban dominados por una energía inexplicable, junto con el esfuerzo de criar a un bebé —al que en realidad solo veía por las noches—, conseguían mantener al comprensivo Mosi lejos de su cuerpo cuando se metía en la cama. Entonces, cerraba los ojos y se dormía contando los minutos que quedaban para un nuevo día como ese en el que el atardecer teñía los secaderos de un color dorado a la espera del encuentro de su amado.

Saludó a su padre y a Simón, pero no vio a Kilian y tampoco preguntó por él. Merodeó unos minutos mostrando un interés que no sentía por la calidad de los granos y se despidió alegando que tenía que regresar al trabajo, que solo había salido a dar un paseo porque había pasado sentada muchas horas en la sala de curas.

Decidió pasar cerca de la casa principal en un último intento de encontrarse con Kilian. Aminoró el paso y de repente se detuvo en seco.

Una mujer a la que reconoció enseguida subía por la escalera que conducía a los alojamientos de los empleados. Llevaba un estrecho vestido de gasa color turquesa a juego con unas sandalias de tacón y el pelo largo recogido en una alta cola de caballo. Dos hombres que pasaron cerca se giraron para decirle algo y ella sonrió con coquetería mientras continuaba su ondulante ascenso hacia la galería exterior. Una vez arriba, al girar hacia la derecha, se fijó en la mujer que la observaba desde abajo y su rostro le resultó vagamente familiar.

Bisila esperó unos segundos con el corazón en un puño, sin respirar, hasta que sus sospechas se confirmaron.

Sade se detuvo ante la habitación de Kilian, llamó a la puerta, esperó a que el hombre abriera, conversaron unos segundos y entró.

Bisila agachó la cabeza y expulsó con fuerza el aire de sus pulmones. El pecho le ardía. La cara le ardía. Sus ojos se llenaron de lágrimas. En un momento había pasado de la euforia a la decepción. Tendría que conformarse con sus fantasías. Comenzó a caminar con paso ligero hacia el patio de
Obsay
mientras su cabeza daba vueltas a multitud de razonamientos lógicos. ¿Qué esperaba? Ella era una mujer casada y él un hombre soltero, y por tanto, libre. Tenía todo el derecho a disfrutar con una mujer. Además, hacía años que estaba con Sade. ¿Por qué no iba a seguir viéndola? ¿Por cuatro risas y cuatro conversaciones agradables con una enfermera casada? ¿Acaso ella no complacía también a su marido?

La noche cayó de golpe antes de que Bisila llegara a su vivienda. En las puertas de los barracones, varias mujeres encendieron quinqués que salpicaron las sombras de lenguas temblorosas de luz. Escuchó unos gritos y reconoció el llanto de Iniko. Aceleró el paso y sus pensamientos se centraron en el bebé. Cuando entró en su pequeña casa, estaba más calmada. Mosi le sonrió y le entregó a su hijo. Bisila se sentó y lo acunó entre sus brazos susurrándole palabras en bubi. Afuera se oyeron unos tambores y Mosi abrió la puerta. Varios vecinos salieron a la calle con botellas y vasos para animar la fiesta. Rara era la tarde que no se celebraba un breve baile al término de la jornada laboral. Cualquier excusa bastaba: un cumpleaños, un anuncio de boda o embarazo, una despedida. Últimamente, además, esos encuentros terminaban en tertulia política. A los nigerianos también les preocupaba el futuro de Fernando Poo, pues de ello dependía su trabajo.

Bisila los observó. Como ella, todos sus vecinos tenían deseos, sueños y secretos. Ekon se acercó, levantó un vaso hacia Mosi y este asintió. Lialia, la mujer de Ekon, saludó a Bisila con la mano, entró y se sentó un rato junto a ella.

—Iniko se porta muy bien —dijo Lialia en castellano con un fuerte acento nigeriano mientras acariciaba la cabeza del bebé con su mano regordeta.

—No sé qué haría sin ti. Pasas tú más horas con él que yo.

—A mí no me importa. Tú tienes un buen trabajo. También nos cuidas a nosotros. —Se inclinó hacia Bisila—. Pareces cansada…

—Hoy ha sido un día duro.

—Aquí todos los días son duros, Bisila.

La música de los tambores sonó con más fuerza. Salieron a la calle. Mosi pasó un brazo por los hombros de su mujer y la atrajo hacia sí. Bisila cerró los ojos y se ensimismó con el ritmo repetitivo de la madera hueca. Los golpes de ese día sonaban como los del día anterior y reiterarían su cadencia al día siguiente, rebotando contra los pequeños e idénticos barracones de paredes grises de cemento y tejados de uralita dispuestos, uno tras otro, para albergar familias como la suya. Ese era el mundo al que ella pertenecía. No era nadie especial. Todos trabajaban a cambio del dinero con el que sacar adelante a sus familias. Los nigerianos soñaban con regresar algún día a su tierra, y Mosi y ella, con tener algún día una casita en la ciudad. Mientras tanto, ocupaban su lugar pacientemente en las viviendas idénticas con idénticas cuerdas en las fachadas donde la misma ropa de colores se secaba al sol mientras los niños disfrutaban de sus chiquilladas en la calle polvorienta que consideraban su hogar, ajenos a las circunstancias por las que sus padres estaban allí, y tan felices como estarían en cualquier otro lugar.

Abrió los ojos. A su lado, Lialia ofreció su pecho a Iniko y este se agarró a él con glotonería. Lialia tenía cuatro hijos, el último de la edad de Iniko, y unos pechos rebosantes de leche. Bisila la miró con afecto. Gracias a la mujer de Ekon, ella no había tenido que abandonar su trabajo en el hospital para cuidar de su hijo, como hacían todas las que ahora disfrutaban de la fiesta y de sus hombres. Mosi se inclinó y buscó sus labios. Bisila respondió a su beso de manera mecánica mientras su mente se desplazaba a la habitación donde, probablemente, Kilian estaría besando los labios de Sade.

«Cada uno en el sitio que le corresponde», pensó. Como ayer, y como todos y cada uno de los días anteriores a este. No sintió celos, ni inquietud, ni siquiera una honda tristeza, sino la íntima certeza de que el pasado y el presente no vencerían al futuro. El tiempo no existía. Todo un siglo de espera se reduciría a un segundo en el momento en que Kilian fuera completamente suyo.

BOOK: Palmeras en la nieve
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