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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (60 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Tengo que irme, Daniela. Tengo que irme.

Se dirigió al armario, sacó su maleta y preparó el equipaje. Ninguno de los dos dijo nada. Afuera, después de semanas en calma, el viento del norte comenzó a rugir con fuerza.

Daniela permaneció sentada en la misma posición hasta mucho tiempo después de que oyera el motor del coche alquilado de Laha alejarse por el camino trasero. Si hubieran frotado su piel con las ramas llenas de pinchos del espino con el que cerraban los pasos de las fincas, no hubiera sentido un dolor más profundo del que ahora sentía.

Solo cuando su subconsciente hubo asimilado que Laha estaba tan lejos que ya no existía la menor posibilidad de que diera la vuelta y regresara a sus brazos, solo entonces, Daniela arrancó las sábanas de la cama mientras gritaba de rabia contra el destino y la maldita casualidad que había terminado con todas sus ilusiones.

Cogió las sábanas, bajó a la cocina, abrió una bolsa y las metió dentro.

No tiraría las sábanas.

Las quemaría.

Tenía que quemar esas telas que todavía retenían el sudor de una pasión incestuosa.

Y a pesar de toda la evidencia, Daniela todavía se resistía a creer que Laha fuera su hermano…

—¡Pero qué guapa te has puesto! —Era la primera vez que Clarence veía a Julia en la ciudad. Llevaba un ligero vestido estampado de gasa y unos finos zapatos de tacón. Nada que ver con las gruesas prendas que lucía en Pasolobino. Desde que había comenzado la fiesta, no habían coincidido ni un minuto, y en la cena se habían sentado en mesas diferentes.

Su amiga agradeció el cumplido con una sonrisa. Esa noche estaba feliz. Aceptó una copa del camarero y tomó un sorbo.

—Hoy todo son recuerdos… —Los ojos le brillaron—. Manuel hubiera disfrutado mucho.

—Hasta mi madre parece que se lo está pasando bien —bromeó Clarence para apartar los tristes pensamientos de la mujer—. También es verdad que no suele tener muchas ocasiones de disfrutar de una fiesta así.

—Sí —suspiró Julia—. Como en los tiempos del casino de Santa Isabel.

La música empezó a sonar y Jacobo fue el primero en lanzarse a la pista. Si había algo que le gustase hacer era bailar, y Carmen lo seguía con la precisión adquirida tras décadas bailando con la misma pareja.

Julia los observó. Se preguntó si habrían sido felices en su matrimonio y sintió una punzada de nostalgia por lo que podía haber sido y no fue. Si Jacobo no hubiera sido tan estúpido, ahora ella ocuparía el lugar de Carmen. Tomó otro sorbo. Era ridículo tener esas ideas a sus años. Probablemente Jacobo había terminado por elegir la opción correcta. Carmen parecía una mujer cariñosa y sencilla capaz de atemperar el variable carácter de Jacobo. Tal vez ella no hubiera podido apuntarse ese mérito.

—Hacía días que no veía a mis padres tan guapos —dijo Clarence—. Con ese traje, mi padre parece veinte años más joven.

—Tu padre era muy atractivo, Clarence —dijo Julia con voz soñadora—. No te puedes ni imaginar cuánto…

Clarence se había hecho el firme propósito de no decir nada sobre la paternidad de Laha. Comprendía que era una noche especial para todos ellos y no quería estropearla. No obstante, el comentario de Julia sobre el atractivo de su padre le trajo una imagen a la mente. Con toda intención permitió que tomara cuerpo en forma de palabras y soltó:

—Conociendo a Laha, me puedo hacer una idea… —Se percató de que Julia fruncía el ceño. Para evitar que su amiga se pusiera a la defensiva añadió—: No me extraña que Daniela se haya enamorado de él…

—¿Cómo dices? —Julia se puso completamente roja. Abrió los ojos como platos y se llevó una mano al pecho como si no pudiera respirar.

Clarence se asustó.

—¿Qué te pasa, Julia? ¿No te encuentras bien? —Miró a su alrededor en busca de ayuda, pero la mujer la cogió de la muñeca.

—Pero eso no es posible… —murmuró Julia.

—No son los únicos primos en el mundo que se enamoran.

—Necesito sentarme, por favor, Clarence…

—¿No sería mejor que buscase un médico? —La acompañó hasta un cómodo sillón lejos del barullo.

—Dime, Clarence. ¿Lo saben tu padre y tu tío?

—Me parece que mi madre es la única que sospecha algo, pero no me ha dicho nada.

Julia ocultó el rostro entre las manos y comenzó a sollozar.

Un hombre que pasaba cerca se preocupó por ella.

—No es nada —dijo Clarence—. Se ha emocionado al recordar a su marido fallecido.

El hombre aceptó la explicación y pudieron seguir a solas.

—Oh, Clarence… Tienes que saberlo… Yo creía que tú ibas en la buena dirección… Me temo que ha habido una terrible confusión. —Julia la miró con los ojos llenos de lágrimas y un intenso gesto de arrepentimiento en el rostro—. Tenía que habértelo dicho antes…

Clarence tuvo un terrible presentimiento que no se atrevió a verbalizar. Bajó la vista hacia sus nudillos, que estaban blancos por la fuerza con la que se apretaba las manos.

—El verdadero padre de Laha es Kilian. Tu tío enviaba dinero puntualmente para hacerse cargo de él. Primero lo hizo a través de mi marido y de médicos de organizaciones humanitarias. Cuando Manuel dejó de viajar a la isla, fue Lorenzo Garuz quien llevó el dinero. Se lo entregaba a un intermediario para que no vincularan a Bisila con ningún blanco. Debería habértelo dicho. Nunca me lo perdonaré.

—¡Yo siempre me refería a papá…! El día que estuviste en casa con Ascensión, me dijiste que papá también había sufrido y yo entendí que…

—¡Me refería a lo que pasó con Mosi…! ¡Oh, Dios mío! —Julia se levantó y se alejó rápidamente.

Clarence permaneció sentada con el rostro oculto entre las manos repitiéndose una y otra vez con total aflicción que ya era demasiado tarde. Minutos después, se retiró a su habitación con la excusa de que algo de la cena no le había sentado muy bien. Llamó por teléfono a su prima, tanto al fijo como al móvil, pero no obtuvo respuesta.

Se tumbó en la cama y rompió a llorar con todas sus fuerzas.

Ni el viaje de regreso de Malabo le resultó tan largo y penoso como el trayecto de Madrid a Pasolobino el Domingo de Resurrección. Clarence tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que sus padres y su tío no sospecharan que sufría por algo más que por una indigestión.

Mientras los demás descargaban el coche, corrió hacia la habitación de Daniela.

Daniela estaba sentada en un rincón, rodeada de decenas de pañuelos, con las rodillas abrazadas contra el pecho y el pelo enmarañado sobre la frente, ocultando su expresión. En la mano derecha sujetaba un fragmento de papel. Levantó la cabeza para mirar a Clarence con sus preciosos ojos hinchados de tanto llorar.

Daniela era la viva imagen del desconsuelo. Su mirada reflejaba una profunda frustración. No había encontrado nada que pudiera demostrar que no era cierto, que era una confusión, una inexplicable y maldita coincidencia.

—Se ha ido —repetía una y otra vez, entre sollozos.

Clarence se acercó, se sentó a su lado y colocó el brazo alrededor de sus hombros con suavidad.

—¿Cómo pudo abandonarlo? ¿Qué hizo? ¿Divertirse con ella y ya está?

Daniela levantó el papel que sostenía en la mano. Apenas podía contener su rabia cuando añadió:

—Laha tiene el mismo
elëbó
escarificado. Papá lo tiene en la axila izquierda. ¿Quieres saber dónde lo tenía Laha? ¡Dios mío! ¡Me avergüenzo solo de pensarlo! —Se frotó las sienes mientras gruesas lágrimas volvían a descender por sus mejillas—. No sé si tendré fuerzas para enfrentarme a él… No. No podré. Tendrás que hacerlo tú. Hablarás tú con ellos, Clarence. Hoy mismo. Ahora.

—Lo intentaré.

¿Cómo le plantearía la cuestión a Jacobo? ¿Lo miraría a los ojos y le diría: «Papá, sé que Laha es hijo de Kilian y de Bisila. Papá, ¿te has dado cuenta de que Laha y Daniela se han enamorado? Papá, ¿te haces una idea de lo complicado de la situación?»?

Daniela sacudió la cabeza con los ojos cerrados. Había dejado de llorar, pero se sentía aturdida.

—¡No tienen perdón! —murmuró con los dientes apretados—. Ninguno de los dos.

—Eran otros tiempos, Daniela —respondió Clarence acordándose del hijo de Mamá Sade—. Hombres blancos con mujeres negras. Nacieron muchos niños de esas relaciones…

Daniela no la escuchaba.

—Creerás que estoy loca o enferma, pero ¿sabes, Clarence? ¡Hasta he llegado a pensar que podría seguir con Laha! Nadie, aparte de nosotros, tendría por qué saber la verdad… Mis sentimientos hacia él no pueden cambiar de la noche a la mañana…

Clarence se levantó y se dirigió hacia la ventana. Vio como las gotas de una intermitente lluvia temblaban en las hojas de los fresnos cercanos antes de caer al vacío por culpa del aire inclemente y se sintió muy triste.

Si ella no hubiese abierto el armario donde se guardaban las cartas, si no hubiera encontrado la nota y preguntado a Julia, si no hubiera ido a Bioko, nada de eso estaría sucediendo. La vida en las montañas de Pasolobino discurriría con la misma aparente placidez de siempre. Las brasas de un fuego pasado habrían terminado por extinguirse con el fallecimiento de sus progenitores y nadie hubiera sabido que en otro lugar del mundo corría la misma sangre de sus venas.

Y tampoco pasaría nada.

Pero no. Con su búsqueda, sin saberlo, ella había soplado sobre la mortecina ascua para avivarla con tal intensidad que tardaría en apagarse de nuevo.

La búsqueda había llegado a su fin, sí, pero el grial contenía vino envenenado.

Corrió escaleras abajo en busca de su padre, a quien encontró en el garaje. Suspiró hondo y le preguntó:

—¿Me acompañas a dar un paseo? Hace una tarde preciosa.

Jacobo arqueó las cejas, sorprendido no tanto por su invitación como por el hecho de que a su hija le resultase preciosa esa tarde, pero acto seguido asintió con la cabeza.

—De acuerdo —respondió—. Me irá bien estirar las piernas después de tanto rato en el coche.

El furioso viento del norte de la noche anterior había amainado lo suficiente como para que se pudiese pasear sin peligro de que cayera alguna rama de árbol, aunque aún resurgía ocasionalmente para traer algo de borrasca de lo alto de las montañas y levantar un fino polvo de los restos de nieve que se agarraban a los prados yermos.

Clarence se sujetó al brazo de su padre y comenzaron a ascender por el camino que conducía de la parte trasera de la casa a unos bancales desde los que se podía disfrutar de una maravillosa panorámica del valle y de las pistas de esquí.

Cuando llegaron al último rellano de tierra, Clarence se armó de valor y le contó todo.

Sus palabras iban de atrás hacia delante y de delante hacia atrás en el tiempo de manera que los nombres de Antón, Kilian, Jacobo, José, Simón, Bisila, Mosi, Iniko, Laha, Daniela, Sampaka, Pasolobino y Bissappoo aparecían en una época y en otra, y desaparecían y volvían a aparecer como las cársticas aguas subterráneas de un misterioso río.

Al final de su relato, Clarence, exhausta y con los nervios a flor de piel, se atrevió a formular la temida pregunta:

—Es cierto, ¿verdad, papá?

Jacobo respiraba con dificultad.

—Por favor, papá, te lo suplico. Dime… ¿Aquello sucedió así?

El semblante de Jacobo estaba encendido, era difícil distinguir si de ira, de indignación, de angustia, de frío, de odio, o de una mezcla de todo ello. Había escuchado el relato de Clarence sin abrir la boca, sin respirar, sin interrumpirla. Lo único evidente era que sus mandíbulas reflejaban la tensión con la que peleaba contra varios sentimientos.

Jacobo sostuvo la mirada clavada sobre la de su hija unos segundos y luego le dio la espalda. Todo su cuerpo temblaba. Comenzó a alejarse cuesta abajo y una inesperada ráfaga de viento arrastró hacia su hija sus últimas palabras.

—¡Maldita sea, Clarence! ¡Maldita sea!

Dos días después, el imprevisto y obstinado mutismo de Jacobo se había contagiado al resto de las personas de la casa.

Carmen recorría las estancias con una libreta anotando las cosas que había que hacer en cuanto llegase el buen tiempo, desde lavar cortinas a pintar algún cuarto, sin olvidarse de revisar las existencias de la despensa. No entendía qué le había pasado a su marido después de lo contento y bromista que había estado en Madrid.

«Será este pueblo —se decía, sacudiendo la cabeza—. No sé qué tiene pero aquí le cambia el carácter.»

Daniela se mantenía ocupada en sus cosas como excusa para permanecer encerrada en su habitación con la obsesión desesperada de que su correo electrónico o su teléfono avisaran de un nuevo mensaje que no llegaba.

Y a Clarence se le estaba terminando la paciencia. ¿Se lo habría dicho ya Jacobo a Kilian?

Decidió buscar a su tío en el jardín. En esa época, él comenzaba con la tarea anual de limpieza de rastrojos, ramas y hojas para preparar la tierra de cara al verano.

Sí. Hablaría con él. Tal vez Kilian reaccionase de manera diferente…

El jardín estaba rodeado por un muro de piedra tan alto como una persona. Clarence anduvo por un estrecho camino flanqueado por un seto que conducía a la entrada, coronada por otro seto más grande que Kilian había podado en forma de arco. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? En ese momento, Clarence tuvo la convicción de que el camino de entrada al jardín se asemejaba, en miniatura, al camino de las palmeras reales de Sampaka, y que el arco le recordaba al que había leído en algún sitio que había que cruzar para entrar en los poblados de la isla. Nunca había pensado en ello. Tal vez porque nunca había estado tan alerta y atenta a cualquier detalle como lo estaba entonces. Seguro que también había un arco similar a la entrada de Bissappoo…

Nada más cruzar el arco, escuchó las voces de Kilian y Jacobo. Le pareció que estaban discutiendo. Se aproximó unos pasos y pegó su cuerpo al tronco de un manzano, desde donde pudo verlos.

Kilian estaba apoyado en una piedra con su machete guineano en la mano derecha. En la mano izquierda sujetaba una gruesa rama de fresno cuyo extremo inferior iba convirtiendo en punta a base de violentos machetazos. Jacobo caminaba unos pasos, se le acercaba, se alejaba, se daba la vuelta y repetía el recorrido.

No se habían dado cuenta de la presencia de Clarence y ella no se anunció.

Discutían.

Y lo hacían en su dialecto materno.

Su corazón comenzó a latir con fuerza y volvió sobre sus pasos hasta asegurarse de que no podían verla, oculta tras unos arbustos. Si se asomaba un poco, podía verlos de perfil.

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