—Me alegro —dijo, con voz entrecortada— de no haber podido evitarlo.
Se humedeció los labios, todavía sorprendido por la intensidad de ese primer acercamiento. Daniela parpadeó como si regresara de un plácido sueño. Sonrió con expresión golosa y lo empujó con suavidad para que se apoyara sobre la piedra del altar.
—Yo también me alegro —dijo presionando su cuerpo contra el de él y sujetándose a las solapas de su abrigo—. En estos momentos solo lamento una cosa.
Laha arqueó las cejas en actitud interrogante.
—Lamento —continuó ella, lanzándole una mirada sensual— no estar en la cómoda habitación de un hotel…
Laha emitió un sonido de sorpresa porque no se esperaba una respuesta tan directa de una mujer varios años más joven que él. Se sintió cómodo, halagado y contento de haberse atrevido a besarla.
—Vayamos a uno —propuso, estrechándola más fuerte entre sus brazos. Daniela encajaba perfectamente entre ellos. Se sintió como un veinteañero impaciente. «¿Por qué había tardado tanto en conocerla?»
—¡No puedo hacer eso! —exclamó ella—. Mañana lo sabría todo el valle…
—¿Aún no hemos hecho nada y ya te avergüenzas de mí? —preguntó él, aflojando su abrazo y fingiendo enfadarse.
—¡No seas tonto! —Daniela le lanzó los brazos al cuello—. Por el momento tendremos que conformarnos con esto.
Laha volvió a estrecharla con fuerza y comenzó a mordisquearle el cuello.
—¿Con esto? —murmuró.
—Sí.
Laha introdujo las manos con dificultad bajo las capas de ropa de Daniela y acarició con delicadeza su espalda con movimientos ascendentes y descendentes.
—¿Y con esto?
—Sí, con esto también.
Daniela deslizó los dedos entre el cabello de Laha y echó la cabeza hacia atrás para que él pudiera ampliar el recorrido de sus labios por su cuello, por su garganta, por sus mejillas y por sus sienes antes de regresar a los labios. Después de unos deliciosos minutos, suspiró con resignación.
—¿Qué te parece si llamamos a casa para decir que no nos esperen a cenar? —propuso. Quería aprovechar al máximo las escasas ocasiones que tenían de estar a solas, aunque, al mismo tiempo, se sintió un poco culpable al pensar en Clarence—. Donde hemos aparcado, hay un restaurante muy bueno.
Volvieron a la plaza, que se abría a modo de mirador sobre la ladera de una colina y se detuvieron unos instantes para contemplar como la luna recién aparecida producía sobre la nieve el hipnótico efecto de las noches blancas típicas de invierno. Daniela se acercó más a Laha para sentir su calor. Sería una velada deliciosa. Cada segundo que pasaba con él estaba más convencida de que había encontrado su sitio en el mundo. Laha la estrechó entre sus brazos y respiró hondo. El pueblo estaba en silencio y las luces de las viviendas y farolas eran demasiado tenues. Junto a esa mujer, no existían ni la soledad ni la oscuridad. Se inclinó sobre ella y la besó una vez más.
Si los habitantes de ese pueblo hubiesen mirado a través de las ventanas en ese momento, se habrían sorprendido de la intensidad con la que un hombre y una mujer se besaban a pesar del frío. No habrían sido capaces de criticar su actitud. Al contrario: habrían envidiado con toda su alma el calor, la insistencia y la urgente necesidad con la que ese beso desafiaba el espacio y el tiempo.
Como si el espacio pudiera estrecharse y el tiempo agotarse.
Daniela se separó aturdida. Entonces, escuchó el motor de un vehículo e, instintivamente, se apartó de Laha. Un Volvo aparcó junto a su coche y alguien la llamó.
—¡Qué casualidad! —Julia llegó hasta ellos seguida de una mujer de su edad.
—¡Julia! —Daniela le dio dos besos con pereza—. ¿Qué haces por aquí en estas fechas? ¿No las sueles pasar en Madrid?
Julia contestó sin dejar de lanzar miradas al acompañante de la joven:
—Uno de mis hijos ha decidido pasar la Nochevieja aquí y me he animado a subir con una amiga.
La mujer se acercó. Tenía el cabello de un rubio tan claro que parecía blanco.
—Ascensión, esta es la hija de Kilian. —Ascensión abrió los ojos tan sorprendida como Daniela, y Julia explicó—: Ascensión y yo somos amigas desde los tiempos de Guinea. Se casó con Mateo, uno de los compañeros de tu padre que falleció hace un par de meses…
—Lo siento mucho —dijo Daniela, y se acercó también para darle dos besos.
—Gracias —dijo Ascensión, con sus azules ojos velados por las lágrimas—. Con Mateo todos los años decíamos de subir al valle de Pasolobino, pero por una cosa u otra no lo hicimos…
—La he convencido para que pasara tres o cuatro días conmigo, a ver si se anima un poco.
Daniela se percató de que, a la vez que hablaba, Julia lanzaba miradas a Laha. No le quedó más remedio que presentárselo. Mentalmente maldijo su mala suerte. No quería que nada estropease el hechizo de esa noche.
Laha se acercó y saludó a las mujeres.
—¿Así que las dos vivieron en mi país? —preguntó con una cordial sonrisa.
Ascensión asintió apretando los labios para controlar el llanto. Julia entornó los ojos.
—Laha… —murmuró.
—Sí —dijo Daniela, sin ganas de dar muchas explicaciones. Lo que menos le apetecía era otra conversación sobre Guinea—. Está pasando unos días en casa. Clarence lo conoció durante su viaje.
—Me lo contó, sí… —Julia sintió una fuerte opresión en el pecho. Se ajustó los guantes con movimientos repetitivos y nerviosos—. Que había conocido a una familia, a Laha, Iniko y Bisila… —Se arrepintió inmediatamente de haber sido tan explícita.
—¿Bisila no…? —empezó a decir Ascensión enarcando una ceja.
—Bisila no es un nombre corriente, ¿verdad? —continuó la pregunta Julia—. ¿Y dónde está Clarence?
—No se encontraba bien y ha preferido quedarse en casa.
—Ah.
Julia no podía dejar de mirar a Laha. Su abundante pelo, su frente ancha, su mandíbula marcada, su barbilla redondeada, sus ojos… Era él. Tan claro como la nieve que cubría los prados. Clarence lo había encontrado, pero ¿tendría la certeza absoluta? Miró a Daniela. La muchacha tenía las mejillas sonrosadas y un brillo especial en sus grandes ojos marrones. ¿Lo sabría ella?
Se hizo un breve silencio. Daniela temió que, ya fuera por cortesía o verdadera curiosidad, Laha empezara un diálogo interminable sobre el pasado de las mujeres.
—¿Y estáis de visita turística? —preguntó, por decir algo.
—Tenemos reserva en este restaurante. —Julia señaló con el dedo el edificio a sus espaldas y miró a Laha—. Espero que disfrutes de tu estancia en nuestro valle.
Laha curvó los labios en una sonrisa maliciosa y miró a Daniela por el rabillo del ojo.
—Le puedo asegurar que estoy empezando a hacerlo. —Daniela se mordió el labio inferior para contener la risa.
Esperaron a que las mujeres entraran al restaurante y Daniela sacó las llaves del coche de su bolsillo.
—¿Pero no íbamos a cenar aquí también? —preguntó Laha.
—Es que se me ha ocurrido otro sitio mejor… —repuso ella.
Con Julia y Ascensión ahí dentro no podría ni rozar a Laha con las yemas de los dedos sin que se dieran cuenta. De pequeño, romántico y acogedor, el restaurante de sus sueños había pasado a ser agobiante y frío.
Julia encontró la excusa perfecta para pasarse al día siguiente por Casa Rabaltué y saciar su curiosidad.
—Se está organizando en Madrid una reunión de antiguos amigos de Fernando Poo para Semana Santa —anunció—. De nuestro grupo faltarán Manuel y Mateo, pero puede ser algo muy bonito. Podríais venir. —Se dirigió a Carmen—. Tú también, por supuesto.
—Demasiados recuerdos… —dijo Jacobo antes de dirigirse a su hermano—. ¿A ti te gustaría ir?
Kilian se encogió de hombros.
—Ya veremos.
—¿También los descendientes estamos invitados? —preguntó Clarence.
—Claro que sí, pero te aburrirías, Clarence —dijo Ascensión—. ¿Qué harías con un montón de vejestorios recordando su juventud?
—Oh, a mí me encanta descubrir cosas del pasado de mi padre…
Daniela tenía claro que ella no pensaba ir. Hacía rato que había desconectado de la conversación. Casi todas las preguntas de esa tarde comenzaban con un «¿te acuerdas cuando…?» que terminaba con un profundo suspiro. Tanto Ascensión como Julia echaban mano del pañuelo en ocasiones mientras Jacobo y Kilian apretaban los labios y mecían suavemente la cabeza. A Daniela le intrigaba cómo podía soportar Carmen anécdota tras anécdota de un pasado con el que no compartía nada, pero ahí estaba ella, con una sonrisa amable fijada en el rostro. Igual que Clarence, que no se perdía ni un solo detalle de las palabras y los gestos de los otros. Estaba convencida de que si le pusiera un cuaderno al lado, su prima tomaría notas. Bostezó y concentró su mirada en las llamas. Ya no quedaba nada de la pila de leña que había preparado Kilian y nadie parecía tener prisa.
Sintió que alguien la miraba fijamente. Levantó la vista y sus ojos se toparon con los de Laha. Un placentero escalofrío la recorrió de manera tan evidente que decidió aprovechar la ocasión para escapar. ¿Captaría Laha el mensaje?
—Voy a buscar leña antes de que se apague el fuego —dijo ella, poniéndose de pie.
—¿Necesitas ayuda? —Sí, lo había captado.
En cuanto entraron en el pequeño cobertizo, los besos de Laha hicieron que se olvidase de todo el aburrimiento de las últimas horas. De momento, se tendrían que conformar con esos encuentros fugaces.
Dentro de la casa, Clarence tomaba nota mental de todo. No le interesaba tanto lo que decían como lo que callaban. O ella se había vuelto enfermizamente suspicaz o sus gestos realmente ponían de manifiesto que todos sabían algo que no decían. Julia no había dejado de deslizar su mirada continuamente de Jacobo a Laha y de este a Jacobo. ¿Acaso los comparaba? Y ahora que Laha había salido, la atención de la mujer seguía centrada en Jacobo, como si no hubiera nadie más en la estancia. Hasta le había parecido percibir que su madre fruncía el ceño en un par de ocasiones…
—Ascensión… —Clarence decidió guiar la conversación—. ¿Qué es lo que más te dolió dejar atrás cuando te tuviste que marchar?
—Ay, hija. Todo. El color, el calor, la libertad… Noté mucho cambio cuando volvimos a España. —Ascensión sonrió por primera vez esa tarde—. Recuerdo que cuando, a veces, contaba con toda naturalidad alguna cosa de…, bueno, de cómo vivían los morenos, en nuestro círculo de amistades muchas me miraban escandalizadas. Luego Mateo me reñía por ser imprudente.
—Debían de pensar que habíamos crecido en el peor de los lugares. —Julia soltó una risita.
—Me imagino que sería duro… —Clarence carraspeó— despedirse para siempre de tantos amigos que dejaríais allí…
Julia entornó los ojos ante la pregunta de la joven. Seguía con sus pesquisas… Captó como Kilian y Jacobo cruzaban una rápida mirada y comprendió que todavía no habían revelado la identidad de Laha. Esperaba que Ascensión fuera prudente con sus comentarios. La noche anterior le había costado un gran esfuerzo quitarle importancia con naturalidad al hecho de que un hijo de Bisila se alojara en casa de Kilian y Jacobo. Lo achacó a la casualidad, pero no estaba segura de haberla convencido.
—En realidad, nuestros amigos eran extranjeros como nosotros —estaba diciendo Ascensión—. Aunque sí que me he preguntado alguna vez qué sería de la cocinera de casa y de su familia…
Clarence decidió derivar la pregunta hacia los hombres con el tono más inocente que pudo:
—¿Y vosotros? ¿Echasteis de menos a alguien cuando os fuisteis? ¿A alguien en particular?
Kilian cogió un fino palo de hierro y atizó la brasa. Jacobo miró a Carmen, esbozó una débil sonrisa y respondió:
—Como ha dicho Ascensión, nuestras verdaderas amistades eran todas blancas. Hombre, sí que me he preguntado alguna vez por el
wachimán
Yeremías, o por Simón, del que nos trajo noticias Clarence, o por algún que otro bracero… Supongo que tú también, ¿verdad, Kilian? —Este hizo un leve gesto con la cabeza.
«¿Y por Bisila, papá? —pensó Clarence—. ¿Nunca te preguntaste por ella?»
La puerta se abrió oportunamente y entraron Laha y Daniela portando varios trozos de leña cada uno. Clarence se percató de que su prima tenía las mejillas sonrosadas y los labios ligeramente hinchados.
—¡Hace un frío terrible! —exclamó Daniela en respuesta a la mirada escrutadora de Clarence—. Y se está levantando aire del norte.
Julia miró su reloj.
—Será mejor que nos vayamos. Se ha hecho tarde.
Carmen insistió en que se quedaran un poco más con débiles expresiones forzadamente corteses que no podían engañar a su hija. Estaba claro que no había disfrutado mucho de la conversación. Afortunadamente para ella, las invitadas optaron por marcharse.
Kilian, Jacobo y Clarence las acompañaron hasta el coche. Clarence cogió a Julia del brazo y caminaron tras los demás.
—Dime una cosa, Julia. —Ella se puso tensa—. ¿Cómo has encontrado a mi padre?
—¿Cómo… qué…? —preguntó a su vez Julia con extrañeza—. Pues no sé, Clarence… ¿Cómo estarías tú en esta situación tan complicada?
Clarence buscó una respuesta para la pregunta de Julia. ¿Cómo se sentiría ella si hubiera abandonado a un hijo a miles de kilómetros de distancia y, por casualidades de la vida, más de treinta años después, se viera obligada a compartir unos días con él en la misma casa con el resto de su familia? Pues nerviosa, malhumorada, irritada, inquieta y fácilmente excitable.
Exactamente como estaba Jacobo desde que Laha llegara a Pasolobino.
Un golpe de viento fuerte y repentino las empujó con violencia hacia atrás. La mente de Julia se trasladó a otra época, a una noche en la que el desbocado ímpetu de un tornado cubrió de agua los lamentos de un trágico suceso. Recordó el rostro compungido de Manuel cuando le dio la noticia y su conmoción al escucharla; la rapidez con la que se tapó y olvidó la acción de Jacobo, a quien ella había querido tanto…
—¡Métete en el coche, rápido, Julia! —Jacobo se acercó—. Este tiempo solo sirve para coger una neumonía.
—Sí, sí, ya voy. —Julia, aturdida por los recuerdos, se sujetó con fuerza al brazo de Clarence, quien aún aprovechó el momento de abrir la puerta del coche para susurrar una última pregunta a su oído:
—¿Cómo pudo hacer papá algo así?
Julia parpadeó, perpleja. ¿Acaso le había leído Clarence el pensamiento? Se sentó frente al volante con lentitud y murmuró, con voz apagada: