Daniela y Clarence observaban a sus progenitores con asombro. Esa noche algo no encajaba. Era Kilian el que contaba anécdotas, como hacía antes, como si hubiese regresado de un sueño. Y Jacobo estaba más enfurruñado que nunca. Probablemente el exceso de vino fuera el causante de ese repentino cambio en ambos.
—En realidad —dijo Laha—, no sé qué más podría añadir que no os haya contado Clarence. Supongo que os diría que la vida no es fácil allí. Faltan infraestructuras, buenos empleos, legislación laboral, cambios en todo, en la Justicia, en la Administración, en las condiciones sanitarias…
Daniela se interesó por este punto porque era enfermera. En realidad, estaba comenzando a interesarse por todo lo que dijera o hiciera Laha. Y empezaba a comprender por qué Clarence había sufrido en silencio la separación de ese hombre y se había alegrado tanto al saber que vendría a visitarla. ¿Cómo podía haberle ocultado ese secreto? ¡Ni siquiera había querido enseñarle una foto! Si ella se hubiera enamorado de alguien así, lo habría pregonado a los cuatro vientos. ¿Por qué razón se había mostrado tan reacia a hacerla partícipe de esa relación? ¿Realmente mantenían una relación o el enamoramiento de su prima no era correspondido? No había dejado de observarlos desde que llegaran. Clarence lo trataba con exquisita deferencia, incluso con complicidad, y lanzaba miradas de Laha a Jacobo de manera alterna, como si estuviera pendiente de la impresión que el joven causaba en su padre. Jacobo, por su parte, no parecía muy contento con el acompañante de su hija. ¿Sería por el color de su piel? ¿Su hija liada con un negro? «Pobre tío Jacobo», pensó. ¡Seguro que nunca se lo hubiera imaginado! Daniela se mordió el labio inferior. Iba demasiado deprisa. A Laha y a Clarence se les veía muy contentos juntos, pero ella todavía no había presenciado ningún gesto que demostrase que allí había algo más que una buena amistad. O eso era lo que quería creer.
De fondo, oyó que Laha criticaba la carencia de recursos y personal cualificado no solo en los centros médicos de las poblaciones más grandes, sino en las áreas rurales, por lo que la tasa de mortalidad infantil seguía siendo muy alta… Daniela lo escuchaba sin perderse ni una sola de sus palabras, sin perderse ni uno solo de sus gestos. Laha llevaba una camisa blanca y se había puesto corbata. Tenía el pelo rizado, con mechones rebeldes que caían sobre su ancha frente. Su nariz era fina. La piel, tostada. Echaba la cabeza para atrás cuando se reía, y le brillaban los ojos de una forma que le resultaba cercana y familiar.
Daniela no quería que Laha dejase de dirigirse a ella. Sintió un pinchazo de culpabilidad por su prima, pero a ella no parecía importarle que acaparase su atención…
—Pero ¿cómo puede un pequeño país con tanto petróleo estar en esas condiciones? —preguntó.
Laha se encogió de hombros.
—Mala gestión. Si hubiese una explotación conscientemente programada y controlada, sería uno de los países con la renta per cápita más alta del continente africano.
—Clarence nos dijo que, en gran parte, es culpa de la enemistad entre fang y bubis —comentó Carmen, con las mejillas sonrosadas por el vino y la satisfacción de que la cena hubiese salido perfecta.
Laha suspiró.
—Yo no lo creo. Mira, Carmen. Yo tengo muchos amigos fang que entienden el malestar de la población bubi. Pero los bubis no son los únicos marginados. Hay muchos fang que no están entre los privilegiados de pertenecer a los círculos de poder. Lo que pasa es que el conflicto entre etnias muchas veces sirve de excusa. Si un bubi es detenido o asesinado, sus familiares incluyen en el mismo saco a todos los fang. Y así se perpetúa la enemistad entre las etnias. Una enemistad a veces muy oportuna para el régimen.
Kilian se levantó para rellenar las copas. Jacobo se incorporó en su silla y lanzó una pregunta en tono jocoso:
—¿Y qué es eso que nos contó Clarence de que todavía hay algunos que piden la independencia de la isla? —Se frotó la cicatriz que tenía en la mano izquierda—. No se quedaron contentos con tener la independencia de España… ¡y ahora quieren la independencia de la isla!
Clarence le lanzó una dura mirada, pero Laha no pareció irritarse ni cambió el tono de voz.
—Aquí también tenéis grupos independentistas, ¿no? En Bioko, el movimiento que pide la independencia no puede conseguir siquiera ser considerado partido político. Y eso que defiende la no violencia, el ejercicio del derecho a apoyar la libre determinación, y la posibilidad de debatir ideas y opiniones libremente, como en cualquier democracia.
Se hizo un breve silencio que interrumpió Daniela. Clarence se sorprendió de lo habladora que estaba esa noche.
—Supongo que será cuestión de tiempo. Las cosas no se cambian de hoy para mañana. Clarence también nos contó que se veían muchas obras en marcha y que la universidad no estaba tan mal como pensaba… Eso es buena señal, ¿no?
Laha la miró. Daniela parecía muy joven, ciertamente más que Clarence. Llevaba un vestido negro de tirantes y se cubría los hombros con un chal de lana. Se había recogido el pelo castaño claro en un pequeño moño sobre la nuca. Tenía la piel muy blanca, casi de porcelana, y unos expresivos ojos marrones que lo habían escrutado toda la noche. Al sentirse ahora observada, Daniela parpadeó, desvió la vista hacia la mesa, se centró en la caja de los bombones y dedicó unos segundos a elegir su favorito. Laha se percató de que, en realidad, no le apetecía el chocolate porque dejó el bombón y retiró la mano lentamente para que nadie se diera cuenta de que simplemente se había puesto nerviosa.
—Sí, Daniela. —Laha continuó mirándola—. Tienes toda la razón. Yo opino lo mismo. Por algo se empieza. Tal vez, algún día…
—¡Escuchadme todos! —interrumpió Carmen, con voz cantarina—. ¡Esta noche es Nochebuena y nos estamos poniendo muy serios! Tenéis muchos días para debatir y solucionar los problemas de Guinea, pero ahora vamos a hablar de cosas más alegres. Laha, ¿te apetecen más natillas?
Laha dudó mientras se frotaba una ceja y Clarence se echó a reír.
La misma imagen se repitió al día siguiente, solo que el menú y la conversación fueron diferentes. Se habían levantado muy tarde, excepto Carmen, quien una vez más desplegó todas sus artes y sorprendió a todos con una maravillosa comida de Navidad en la que el protagonista fue un enorme pavo relleno de frutos secos. Los cielos habían concedido un breve respiro antes de volver a nevar y los tejados y las calles acumulaban casi medio metro de nieve, por lo que era difícil salir a pasear. Clarence, Daniela y Laha ayudaron en la cocina y pusieron la mesa. Jacobo y Kilian aparecían, prestaban atención a la conversación entre las mujeres y el invitado, y desaparecían. La casa era tan grande que había muchos lugares donde poder esconderse con los recuerdos.
Carmen le preguntaba por la Navidad en su tierra. Laha respondía preguntando a su vez que en qué tierra, la africana o la americana. Carmen decía que la americana se la podía imaginar por las películas, que tenía más interés por la africana. Laha se echaba a reír y Daniela detenía unos segundos su actividad para mirarlo disimuladamente.
A pesar de la inquietud sobre la identidad de Laha, que ocupaba continuamente sus pensamientos, Clarence se sentía feliz porque le gustaba mucho esa época del año, con el fuego siempre encendido, el paisaje blanco, las luces adornando las calles, los niños ocultos bajo sus gorros, y la cocina llena de cacerolas, platos y sartenes con una cosa u otra.
La cocina era grande, muy grande, y aun así, Daniela y Laha parecían elegir siempre la misma dirección al ir y regresar del comedor, y se chocaban y se pedían perdón cortésmente.
Laha le contó a Carmen que la de Pasolobino sí que era una Navidad según los tópicos que tanto gustaban a Clarence. En Guinea era la época seca y lo que más apetecía era refrescarse en la ducha —quienes tenían ducha—, en los ríos o en el mar. Había luces de Navidad en las ciudades, que a veces se apagaban por un corte en el suministro eléctrico, pero los poblados permanecían en la oscuridad. Resultaba extraño ver adornos y escuchar villancicos con tanto calor, pero se veían los unos y se escuchaban los otros. Los niños no eran bombardeados por la publicidad de juguetes porque apenas había juguetes y no se regalaban cosas. Por último, también se bebía para celebrar las fiestas, no sabía si tanto como en Casa Rabaltué —las tres se rieron—, ya que el alcohol era barato y la gente bebía por las calles en manga corta.
Laha les había traído regalos a todos y preguntó cuándo sería buen momento para entregarlos. Carmen admitió para sus adentros que cuanto más conocía a ese joven, más le agradaba y que no le importaría nada tenerlo de yerno. Daniela se preguntó qué podía haberle traído a ella si no la conocía de nada. No le quedó más remedio que esperar a los postres para saberlo.
Las mujeres recibieron perfumes, anillos, bolsos y otros artículos de cosmética femenina. Jacobo recibió un jersey. Kilian, una cartera de bolsillo de piel. Después llegó el turno de los regalos que había traído Laha. A Carmen le entregó tres libros: uno sobre costumbres y rituales de su tierra, una antología de la literatura guineana y un pequeño libro de recetas. A Jacobo, unas películas que un director de cine español había filmado en Fernando Poo entre 1940 y 1950 y que había conseguido en Madrid. A Clarence, música de grupos guineoecuatorianos que habían grabado discos en España. Y a Daniela, sentada junto a él, un precioso chal que colocó con delicadeza sobre sus hombros. Daniela no se lo quitó en toda la tarde, ni siquiera para recoger la mesa porque Laha había tocado ese chal que ahora acariciaba su piel.
Por último, Laha entregó un pequeño paquete a Kilian, sentado en el extremo de la mesa, y antes de que lo abriera dijo:
—Me quedé sin ideas. Pedí consejo a mi madre y… ¡espero que te guste!
Kilian desenvolvió el paquete y extrajo un pequeño objeto de madera con forma de campana rectangular de la que colgaban no uno, sino varios badajos.
—Es un… —se dispuso a explicar Laha.
—…
elëbó
—terminó la frase Kilian, con voz ronca—. Es una campana tradicional que se utiliza para ahuyentar a los malos espíritus.
Todos mostraron su sorpresa por el hecho de que Kilian supiese con tanta seguridad qué era ese objeto. Clarence apoyó la barbilla en un puño y entrecerró los ojos. ¿Qué había dicho Simón en Sampaka sobre ese instrumento? Que si los ojos no le daban la respuesta, que buscase un
elëbó
como ese. ¿Dónde debía buscarlo? Primero el salacot, y ahora esa campana… ¿Por qué Bisila le había sugerido a Laha que comprase precisamente ese regalo? Que ella supiera, Simón y Bisila no tenían relación. Bueno, tampoco lo había preguntado.
—Muchas gracias —añadió su tío, pálido—. Me gusta mucho más de lo que puedas imaginar.
Daniela cogió el objeto y lo observó detenidamente.
—¿Dónde he visto yo esto antes? —se preguntó, frunciendo el ceño—. Me recuerda a…
—Daniela, hija —la interrumpió Kilian bruscamente—. ¿Dónde están esos bombones tan buenos que comimos anoche?
Daniela se levantó para ir a buscarlos y se olvidó de su pregunta.
—Últimamente —dijo Carmen—, en esta casa se están recibiendo unos regalos muy especiales.
Laha ladeó ligeramente la cabeza.
—Se refiere a un salacot que tu madre pidió a Iniko que me entregara —explicó Clarence.
—¿Un salacot? —Laha la miró con extrañeza. No recordaba haber visto ese objeto en su vida. Se giró hacia Kilian—. ¿Dónde lo guardaría mi madre? Cuando yo tenía unos siete u ocho años, Macías ordenó registrar todos los domicilios particulares del país para requisar y destruir cualquier objeto que tuviera que ver con la época colonial española. Comenzó una etapa de destrucción de la memoria.
Kilian parpadeó. Finalmente dijo:
—Aquí pasó algo parecido. Con la ley franquista de materia reservada, estuvo prohibido hablar y ofrecer información sobre Guinea hasta finales de los setenta. Fue como un sueño, como si no hubiera existido. No se podía saber nada sobre la pesadilla que estabais sufriendo algunos.
—¿Tan terrible fue, Laha? —preguntó Carmen dulcemente.
—Afortunadamente, yo era un crío —respondió Laha—. Pero sí, fue terrible. Aparte de las represiones, acusaciones, detenciones y muertes de cientos de personas, os podría dar ejemplos concretos de la locura de ese hombre.
Daniela se sentó a su lado.
—No podía soportar que alguien estuviera mejor preparado que él, así que arremetió contra aquellos que pudieran hacerle sombra intelectualmente. La posesión del libro de texto de los padres del Corazón de María
Geografía e Historia de Guinea Ecuatorial
se castigaba con la muerte. En su lugar, impuso otro libro de texto obligatorio en el que insultaba a España, aunque por otro lado no hacía más que pedir ayuda económica. Aparecieron panfletos diciendo que era un asesino y requisó todas las máquinas de escribir. Ordenó quemar todos los libros. Mandó a los becarios guineanos en España que regresaran si no querían perder la beca y a su regreso, algunos fueron asesinados. Prohibió usar la palabra
intelectual
. Organizó la invasión de la isla por parte de guineanos continentales fang. Eran gente joven sin formación ni cultura ni trabajo que provenían de los poblados más profundos, y les entregó armas. Acabó con la prensa. Prohibió tanto el catolicismo como las consultas a nuestro gran Morimó del Valle de Moka. —Laha se frotó los ojos—. En fin, ¿qué se podía esperar de un hombre que alababa públicamente a Hitler?
Todos permanecieron en silencio un buen rato.
Daniela aprovechó para verter más vino en la copa de Laha.
—Pero, Laha —empezó a decir Jacobo—, ¿no fue Macías elegido y votado democráticamente?
—Estaba continuamente en la televisión —musitó Kilian, como si recordara claramente lo que decía—. Era muy popular porque sabía cómo camelarse a las personas utilizando fáciles palabras de libertad. Prometía devolver al negro lo que pertenecía al negro.
Laha carraspeó.
—Los españoles se equivocaron de persona al confiar en él y dejar la isla en sus manos. Había aprendido muy bien la técnica de la poda, no sé si me entendéis…
—¿Y cuánto duró ese horror? —preguntó Daniela, que lo miraba con los ojos abiertos por la mezcla de incredulidad, sorpresa e indignación que le producía lo que escuchaba.
—Once años —respondió Laha—. De 1968 a 1979.