—Una pregunta más. Tengo curiosidad por saber si sientes alguna vez añoranza de los años pasados en esta finca.
Iniko se quedó pensativo unos segundos.
—Fui feliz en mi infancia, pero cuando tuve que volver por obligación, el trabajo me resultó duro y aburrido. Tal vez sienta una mezcla de indiferencia y familiaridad…
Ella dirigió la vista hacia las majestuosas palmeras cuyos pies estaban pintados de blanco hasta una altura de casi dos metros. Cada palmera apenas distaba un metro de la siguiente. Formaban dos largas hileras paralelas, separadas por un camino de tierra, que parecían confluir en un punto lejano: permitían una entrada que luego se cerraba para apoderarse del viajero.
—El azar quiso que mi familia viniera a trabajar a Sampaka en lugar de a otras fincas como Timbabé, Bombe, Bahó, Tuplapla y Sipopo. A miles de kilómetros, estas palabras eran nombres con una fonética preciosa que evocaban imágenes de tierras lejanas en mi mente cuando era niña. Hoy que no llueve y puedo verla bien, siento como si ahora por fin fuera a entrar en el castillo encantado de mis cuentos infantiles.
—No sé qué esperas encontrar, Clarence, pero en este caso la realidad es más bien… escasa y pobre…, por decirlo de alguna manera.
—¿Ves esas palmeras? —Clarence señaló al frente—. Los hombres de mi familia replantaron algunas de ellas. Eso me enorgullece y reconforta. Mi padre y mi tío envejecen y se doblan, pero las palmeras siguen aquí, bien rectas hacia el cielo. —Sacudió la cabeza—. A ti te parecerá una tontería, pero para mí significa mucho. Un día todos desaparecerán y no habrá quien les cuente a las siguientes generaciones historias de palmeras en la nieve.
Visualizó el árbol genealógico de su casa y experimentó el mismo profundo estremecimiento que sintió el día que encontró la misteriosa nota entre las cartas y decidió llamar a Julia.
—Yo lo haré. Algún día les contaré todo lo que sé.
«¿Y les contarás también lo que sospechas, pero aún te falta por saber?», pensó de manera fugaz, mientras tomaba consciencia de lo rápido que había pasado el paréntesis temporal en el que se había permitido olvidar a su presunto hermano.
Iniko puso el coche en marcha y entraron en la finca, que ese día sí estaba llena de vida: hombres vestidos con pantalones de chándal y camisetas empujando carretillas, camionetas levantando polvo, un tractor transportando leña, una mujer con un cesto en la cabeza, algún que otro bidón abandonado. Luego, el patio. A la derecha, dos naves o almacenes blancos con techos rojos. A la izquierda, una nave levantada sobre un porche de columnas blancas. La edificación principal. El pequeño edificio de los archivos. Montones de leña cortada aquí y allá. Hombres con el torso desnudo desplazándose lentamente de un lugar a otro. Clarence volvió a sentir una profunda emoción, si bien el factor sorpresa del primer día había desaparecido.
Aparcaron bajo el porche junto a varios
jeeps
e Iniko la guió hasta los cacaotales más cercanos. Clarence vio a unos hombres que picaban cacao con un palo largo, en cuyo extremo había un metal afilado en forma de gancho plano para separar las piñas maduras de las verdes y hacerlas caer del árbol sin tocar las otras.
—¡Mira, Iniko! Mi tío se trajo dos cosas de Fernando Poo: ese gancho y un machete que aún emplea para podar y partir la leña más delgada.
Los árboles del cacao le parecieron más bajos de como se los había imaginado. Unos hombres caminaban con un cesto a sus espaldas, cogían las piñas anaranjadas del suelo con los machetes y las introducían en el cesto. Llevaban botas altas de goma. Había mucha maleza por todas partes. Otros hombres portaban las piñas en carretillas y las amontonaban en una pila alrededor de la cual había seis o siete hombres partiéndolas. En una mano sujetaban una y la abrían hábilmente con dos o tres golpecitos del machete con el que también extraían las pepitas del interior. Casi todos eran hombres muy jóvenes. Sus ropas estaban sucias. Seguramente pasaban muchas horas así, abriendo piñas con el machete y conversando.
A Clarence le brillaban los ojos. Jacobo y Kilian le hablaban desde la distancia: «Cuando había que secar el cacao en los secaderos, ya fueran las cuatro o las cinco de la mañana, yo no me lo perdí ni una vez en todos los años que estuve allí».
Les contaría a su padre y a su tío que se seguía produciendo cacao, y de la misma manera que ellos recordaban. Los secaderos de cacao, aunque viejos y descuidados, estaban intactos. El tiempo parecía no haber pasado en ese lugar: la misma maquinaria, la misma estructura soportando los tejados, los mismos hornos de leña. Todo funcionaba de la misma manera y con las mismas técnicas que a mediados del siglo XX. No había quinientos trabajadores, ni el orden y la limpieza de la que tanto alardeaban Kilian y Jacobo, pero funcionaba. Había sido real y quería seguir siéndolo.
Ni ellos ni otros como ellos estaban ya allí, pero el cacao sí.
Iniko se sorprendía ante su interés por algo que para él no era sino un trabajo pesado. Recorrió todos y cada uno de los rincones del patio principal y de los terrenos cercanos explicándole con detalle todas las actividades. Después de varias horas, cruzaron un pequeño puente sin protección y cogieron el camino de regreso hacia el vehículo. Llegaron a los porches de columnas blancas, sacaron las mochilas del maletero del coche y se sentaron en las escaleras de la antigua casa de los empleados. Clarence estaba exhausta y sudorosa, pero feliz.
Un hombre de unos sesenta y tantos años se acercó a unos pasos de ellos. Iniko lo reconoció, fue hasta él y conversaron un rato. El hombre, que a ella le resultó familiar, no dejaba de mirarla. Entonces cayó en la cuenta. Era el loco que la había perseguido haciendo aspavientos el primer día en Sampaka. Se extrañó de verlo tan calmado y de que Iniko charlara con él tanto rato. Sintió curiosidad y prestó atención a lo que decían, aunque no entendió nada porque hablaban en bubi.
De pronto, su curiosidad aumentó porque creyó escuchar las palabras Clarence, Pasolobino… y ¡Kilian!
—¡Clarence! —exclamó Iniko haciendo señas para que se levantara y se acercara a ellos—. ¡No te lo vas a creer!
Su corazón comenzó a latir con fuerza.
—Te presento a Simón. Es el hombre más viejo de la finca. Lleva aquí más de cincuenta años. Ya no puede trabajar, pero le permiten entrar y salir de la finca a su antojo, recoger leña y dar órdenes a los jóvenes inexpertos.
Simón la miraba con una mezcla de asombro e incredulidad. Su cara era extraña. Tenía unas finas incisiones cicatrizadas en la frente y en las mejillas. Debía ser de los pocos escarificados que quedaban, porque era el primero que ella veía e impresionaba un poco. Al lado de Iniko, esta vez no tuvo miedo.
El hombre se decidió a hablarle directamente, pero lo hizo en bubi. Iniko se agachó para susurrarle algo al oído:
—Sabe español desde niño, pero un día decidió no hablarlo más y nunca ha roto su promesa. No te preocupes, yo te iré traduciendo.
«Otra persona de firmes promesas», pensó ella, recordando la negativa de Bisila a regresar a Sampaka.
Iniko se situó a un lado de Simón y comenzó a traducir las primeras frases del hombre, que hablaba con el tono fuerte de la pronunciación africana.
—Te ha observado todo el tiempo —dijo Iniko—. Le recuerdas mucho a alguien que conoció bien. Ahora ya no tiene dudas. Eres familia de Kilian… ¿Tal vez su hija?
—No soy su hija. —Al ver la desilusión en su cara, Clarence se apresuró a explicar—: Soy su sobrina, hija de su hermano Jacobo. Dígame, ¿los conocía mucho? ¿Qué recuerda de ellos?
—Dice que durante años fue
boy
de
massa
Kilian. Era un buen hombre. Se portaba muy bien con él. También conoció a
massa
Jacobo, pero con él no conversó mucho. Quiere saber si sigue nevando tanto en Pasolobino —tu tío siempre hablaba de la nieve—, y si viven aún y cuántos años tienen ahora y si se casó también
massa
Kilian.
—Viven los dos. —A Clarence comenzó a temblarle la voz de emoción—. Tienen más de setenta años y están bien de salud. Nuestra familia sigue viviendo en Pasolobino. Los dos se casaron y tuvieron una hija cada uno. Yo me llamo Clarence. La hija de Kilian se llama Daniela.
El nombre de Daniela le sorprendió. Permaneció callado unos instantes.
—Daniela… —murmuró, pensativo, al cabo de unos segundos.
Miró a Iniko. Miró a Clarence. Además de las incisiones, tenía la cara surcada de arrugas. Aun así se podía apreciar claramente que tenía el ceño fruncido. Volvió a mirar a Iniko y le preguntó algo.
—Quiere saber cómo nos conocimos. —Iniko se rio, apoyó una mano en el hombro de Simón y respondió a su pregunta afectuosamente—. Le he dicho que nos tropezamos aquí hace unos días, y que luego nos hemos juntado con Laha varias veces en la ciudad.
Simón emitió un pequeño gruñido y clavó su mirada en Clarence mientras le soltaba más preguntas.
—Sí, Simón, también conoce a Laha —dijo Iniko—. Sí. Ha sido una casualidad.
—¿Por qué dice eso? —quiso saber ella. Había algo en su expresión que parecía ocultar cierto desconcierto. Se giró hacia Iniko—. Yo pensaba que no creíais en la casualidad, que todo era obra de los espíritus.
Simón intervino rápidamente. Iniko retomó su papel de intérprete. Las palabras de Simón tenían sentido, pero su tono evidenciaba que estaba desviando la conversación por otro camino. A Clarence la situación le resultó irritante. ¿No sería todo más fácil si el hombre hiciese el favor de hablar en su idioma?
—Dice Simón que era muy amigo de mi abuelo. Y los dos eran amigos de tu tío y de tu abuelo.
—Entonces, ¿también conoció a mi abuelo? —preguntó Clarence. El corazón le dio un vuelco al recordar las flores en su tumba.
Simón respondió y señaló a Iniko con el dedo.
—Dice que sí, pero que su imagen se ha borrado de su mente porque falleció hace muchos años. Simón era muy joven entonces y solo llevaba trabajando dos años para
massa
Kilian. Por lo visto, quien lo conocía bien era mi abuelo.
—¿Tu abuelo? —preguntó Clarence. Era difícil que estuviera vivo, pero… ¡El último rey bubi había muerto a los ciento cinco años!—. ¿Y él…?
—Mi abuelo murió hace bastantes años —se adelantó Iniko, intuyendo lo que ella estaba pensando.
—¿Y cómo se llamaba tu abuelo?
—Ösé. Para ti, José. Se pasó toda la vida aquí, en Sampaka, bueno, entre la finca y su poblado natal, que ya no existe. Se llamaba Bissappoo. En 1975, Macías ordenó quemarlo porque, según él, todo el pueblo se había dedicado a la subversión.
—Bissappoo… —repitió ella en voz baja.
—Un nombre precioso, ¿no te parece? —preguntó Iniko.
—Muy bonito, sí, como todos los de aquí —admitió ella, pero no era solo eso lo que la tenía intrigada—: Entonces, José era el padre de Bisila…
—Sí, claro. No conocí a mis abuelos paternos.
De pronto, algo más la unía a Iniko. Su abuelo y el suyo habían sido amigos, si es que eso había sido posible en una época de tan clara separación entre blancos y negros.
—La de cosas que nos podrían contar si estuvieran vivos, ¿verdad? —Iniko pensaba lo mismo que ella—. Si Simón dice que eran amigos, es que eran amigos. Simón siempre dice la verdad.
Entonces, ¿por qué la miraba con la expresión de alguien que sabía algo que no iba a decir?
—¿Te vas a quedar mucho tiempo en Bioko? —preguntó Simón a través de la voz de Iniko.
—Tengo que regresar pasado mañana. —Clarence se dio cuenta entonces de que su tiempo allí se acababa y le entró una enorme tristeza.
—Simón dice que saludes a
massa
Kilian de su parte. Y que le digas que la vida no le ha tratado mal después de todo. Él se alegrará de saberlo.
—Lo haré, Simón, lo haré.
Simón asintió y, como si se hubiera olvidado de algo, soltó un comentario atropellado.
—Y que saludes también a tu padre —tradujo Iniko.
—Gracias.
Simón estrechó la mano de Iniko, le dijo algo más en bubi, se giró y se marchó.
—¿Y qué te ha dicho ahora? —preguntó Clarence.
—Que te ha reconocido por los ojos. Que tienes los mismos ojos que los hombres de tu familia. No son ojos corrientes. De lejos parecen verdes, pero si te acercas más son grises. —Acercó tanto la cara que ella pudo sentir su aliento—. Creo que tiene razón. ¡No me había fijado!
Iniko la cogió de la mano y comenzaron a caminar en dirección al porche, donde estaba aparcado el todoterreno.
—¡Ah! Y me ha pedido que te diga una cosa, un poco extraña, por cierto…
Clarence se detuvo y lo miró, impaciente.
—Me ha pedido que te diga que si los ojos no te dan la respuesta, que busques un
elëbó
.
—¿Y eso qué es?
—Una campana bubi que se emplea en rituales y danzas, como la que viste en Ureka, ¿te acuerdas? Es rectangular, de madera, y tiene varios badajos.
—Sí. ¿Y por qué ha dicho eso? ¿Qué significa?
—No tengo ni idea. Pero ha dicho que tal vez un día lo comprenderías. Así es Simón. Dice algo, y si lo entiendes, bien, y si no, también.
Clarence se detuvo y se dio la vuelta. Distinguió la figura de Simón a unos metros, observándola.
—Espera un momento, Iniko.
Caminó hasta Simón. Lo miró directamente a los ojos y le dijo:
—Por favor, solo haga un gesto con la cabeza. Tengo que saber una cosa. ¿Bisila y mi padre se conocían?
Simón apretó los labios y las comisuras se curvaron hacia abajo en un gesto de obstinación.
—Solo sí o no —suplicó ella—. ¿Se conocían Jacobo y Bisila?
El hombre soltó un gruñido y con un golpe seco movió la barbilla hacia el pecho. Clarence tomó aire. ¿Eso había sido un
sí
?
—¿Mucho? —murmuró—. ¿Eran amigos? Tal vez…
Simón levantó una mano en el aire para hacerla callar. Dijo unas palabras en tono agrio y se marchó.
Clarence se mordió el labio. El corazón le latía con fuerza. Jacobo y Bisila se conocían…
Sintió que una mano entrelazaba la suya.
—¿Nos vamos? —preguntó Iniko.
Retomaron la marcha y, al cabo de unos segundos, Clarence se detuvo de nuevo.
—Iniko… ¿Por qué crees que tu madre no ha querido volver nunca más a Sampaka?
Iniko se encogió de hombros.
—Me imagino que todo el mundo tiene recuerdos que no desea avivar —respondió—. Como dijo Dimas, aquellos fueron tiempos muy difíciles.