Se llevó las manos al cuello y se desató el cordel de cuero del que pendía una pequeña concha. Se situó detrás de ella y extendió los brazos para colocarle el collar. Con cuidado, le apartó el pelo de la nuca y anudó el cordel.
Clarence podía sentir las manos de Iniko sobre su piel y experimentó un nuevo escalofrío, pero esta vez de placer.
Se giró para mirarlo a los ojos.
—Gracias —dijo—. Pero… ¿quién te protegerá ahora a ti?
—Tengo dos opciones —susurró él—. Puedo comprarme otro en cualquier poblado o puedo estar muy cerca de ti para que el mismo amuleto nos proteja a los dos.
Clarence agachó la cabeza.
En ese momento, sintió como el Bioko real y tangible y el Fernando Poo etéreo e imaginado comenzaban a fundirse en su corazón.
El guardián de la isla
—¿Cuál es nuestro próximo destino? —preguntó Clarence mientras consultaba un sencillo mapa en el que había marcado con una cruz la localidad que acababan de visitar.
—¿Es que tienes miedo de perderte? —Iniko hizo una mueca burlona.
Bisila se percató de que la joven se sonrojaba. No hacía falta ser muy brillante para darse cuenta de que entre esos dos todas las frases cobraban un doble sentido.
—Tengo familia en Baney —dijo la madre de Iniko—. De vez en cuando vengo a verlos y me quedo con ellos un par de días.
Su último viaje había tenido lugar hacía apenas dos semanas. Por eso, Iniko se había extrañado un poco cuando ella le pidió que la llevara de nuevo a Baney aprovechando el viaje con Clarence, aunque luego no le había dado mayor importancia. Bisila se mordió el labio inferior. Si Iniko supiera sus verdaderas razones… Oyó que su hijo decía algo y Clarence soltaba una carcajada. Era una joven muy alegre, lo habría heredado de su padre…
De Jacobo.
¿Cuánto hacía que no pensaba en él? Más de treinta años. Había conseguido borrarlo completamente de su mente hasta que Clarence había pronunciado su nombre la noche de la cena. Desde ese momento, lo reconocía en los gestos de su hija, en sus facciones, en sus ojos… Se había enfadado con los espíritus por haber despertado unos recuerdos que creía dormidos. Sí. Se había enfadado mucho. Pero después de darle muchas vueltas comenzó a comprenderlo todo.
Tenía que reconocer que los espíritus estaban siendo muy astutos. Desde el principio, o mejor dicho, desde el final, supo que antes o después todo tendría sentido, que su sufrimiento terrenal encontraría un alivio eterno. Las señales de que se aproximaba el momento eran evidentes. Clarence estaba en Bioko y una lagartija había ejecutado un baile ante ella.
El ciclo no tardaría en cerrarse.
—Ya estamos llegando —avisó Iniko.
Clarence miró por la ventanilla. La densa vegetación dio paso a unas calles sin asfaltar a cuyos lados había pequeñas casas de una o dos plantas, parecidas a las de los aledaños de Malabo. Iniko condujo hacia la parte alta de la población y pasaron por delante de una desconchada iglesia de color rojo con un campanario muy alto, una gran cruz en la enmohecida fachada y dos arcadas sobre una ancha escalinata. Tuvo que tocar el claxon varias veces para avisar del paso del coche a los numerosos chiquillos con camisetas de colores y sandalias de goma que jugaban en las calles.
A Clarence le parecieron todos muy guapos, sobre todo las niñas, con sus vestiditos de colores claros y el pelo recogido en laboriosos moñitos y trencitas. Cuando el coche paró ante una de aquellas casas, varios niños se arremolinaron a su alrededor para saludarlos. Bisila entró enseguida en el edificio, y los otros se entretuvieron con los pequeños que no dejaban de observar y tocar a Clarence, quien lamentó no tener nada en su mochila para regalarles. Buscó su cartera y decidió darles unas monedas. Había repartido solo tres o cuatro, que los afortunados recibieron con muestras de alegría, cuando Iniko le preguntó de malas maneras:
—¿Qué estás haciendo?
—Darles unas monedas.
—No estoy ciego. ¿Por qué lo haces?
—No tengo otra cosa para darles.
—Es que no tienes que hacerlo. ¿Ves? No lo puedes evitar.
Clarence se estaba empezando a enfadar por el tono del hombre.
—¿Qué es lo que no puedo evitar?
—Comportarte como la típica turista paternalista…
—A mí me encantaba cuando de pequeña me daban una propina —se defendió ella airada, aunque en voz no muy alta para que los niños no notasen nada—. ¡Mira sus caritas! ¿De verdad crees que les estoy haciendo algún mal?
—En Baney hay dos mil habitantes —dijo él, con sarcasmo—. Como estos mocosos pasen la voz, te quedarás sin nada.
Iniko entró en la casa. Clarence permaneció todavía unos segundos fuera, molesta por la reprimenda. No estaba acostumbrada a que criticaran sus actuaciones… ¡Pues sí que duraba poco el efecto del amuleto! Decidió no darle mayor importancia y siguió los pasos del hombre.
Al darse cuenta de que Bisila llegaba acompañada de una europea, a la que poder bombardear con preguntas sobre su país, sus hermanas, Amanda y Jovita, con el pelo recogido también con bonitos pañuelos, convirtieron una fiesta familiar informal en un auténtico banquete. Clarence no supo muy bien cómo, pero unas diecisiete personas —las hermanas de Bisila más sus maridos, hijas, hijos, maridos y esposas de estos, y nietos— tomaron asiento alrededor de una mesa rectangular cubierta con un hule estampado con flores que se fue llenando de pollo con yuca, doradas con salsa de aguacate, y el
böka’ó
de vegetales que ya había probado en casa de Bisila. Encontró los guisos muy sabrosos, pero lo que más le gustó fue el postre: las galletas crujientes de coco y el refresco de jengibre y piña.
Con el bullicio de la sobremesa, no se dieron cuenta de que los cielos se cerraban y de que se preparaba una tormenta tropical que pasó con la misma rapidez con la que había llegado.
Clarence salió a fumar un cigarrillo al porche de la casa.
Iniko
no le había dirigido la palabra en toda la comida. «Peor para él», pensó. No le gustaba nada que por un gesto inocente y espontáneo hubiese sacado una conclusión más propia de la primera vez que se habían visto en Sampaka que de ahora, que la conocía mejor. Por lo visto, su relación oscilaba entre la atracción y el rechazo. Tan pronto bromeaban como dos adolescentes como se atacaban —sobre todo él—, al reconocer en el otro a un extraño. Temió que, por culpa de la discusión, el viaje se echara a perder, que Iniko decidiera regresar a Malabo, y sintió mucha pena por las ilusiones que se había hecho. Menos mal que la belleza del paisaje reconfortaba el ánimo.
Concentró su atención en la extraordinaria vista sobre el brazo de mar que separaba la isla del continente. Los cielos se abrieron durante una hora y mostraron el lejano y majestuoso monte Camerún coronado de nubes. Poco a poco, las brumas se fueron cerrando sobre la cima y lo ocultaron a sus ojos como un telón sobre un escenario.
—Hermoso, ¿verdad? —Bisila se acercó a la barandilla sobre la que se había apoyado Clarence para disfrutar de la vista.
—Esto es… —Clarence buscó una palabra que hiciera honor a lo que acababa de ver— excesivo. No me extraña que mi padre se enamorara de esta isla.
Bisila apretó los labios.
—Supongo que te contaría muchas anécdotas de su vida aquí —murmuró, sin apartar la vista del horizonte.
Clarence estudió su perfil. Había algo en Bisila que la atraía. Sus ojos inquietantemente claros y sus firmes labios reflejaban inteligencia, fuerza y determinación, aunque parecía una mujer físicamente frágil y delicada. Laha e Iniko decían que era responsable, trabajadora y alegre, pero a ella le transmitía una sensación permanente de tristeza y vulnerabilidad. Tal vez la vida había ido aplacando esa alegría.
—Me temo que los padres nunca cuentan todo… —dijo.
Bisila la miró de reojo. A Clarence le pareció que analizaba sus facciones y se acordó de Mamá Sade. ¿Cuántos años tendría? Calculó que sería un poco mayor que la madre de Iniko. ¡Qué diferente hubiera sido su reacción ante una Bisila que se acordase de su padre!
—¿Sabe qué me pasó el otro día? —preguntó—. No sé si Iniko se lo habrá contado. —Bisila hizo un gesto de extrañeza y Clarence se atrevió a continuar—: En un restaurante me asaltó una tal Mamá Sade. Estaba empeñada en que le recordaba a alguien, a un hombre que conoció hace mucho tiempo.
Forzó una tensa sonrisa.
—Es una tontería, pero por un momento pensé que ella podría haber conocido a mi padre. —Hizo una pausa intencionada, pero el rostro de Bisila no reflejó sorpresa.
—Mamá Sade ha tratado con mucha gente en su vida.
—Entonces, usted también sabe quién es…
Bisila asintió.
—¿Y por qué te importa tanto que ella hubiera podido conocer a tu padre?
—Pues…
Clarence titubeó, pero una vocecita interior la animó a sincerarse. ¿Por qué no confesar en voz alta de una vez la razón de su visita a la isla? Abrió la boca para responder a la pregunta de Bisila, pero Iniko las interrumpió:
—¡Ah! ¡Estáis aquí! Clarence, nos vamos ya —dijo, sin mirarla a los ojos—. Me gustaría llegar a Ureka antes de que anochezca.
Las dos mujeres lo siguieron hasta la entrada. Amanda y Jovita insistieron en que aceptaran unos paquetitos con algo de comida y una bolsita con las galletas de coco que tanto le habían gustado a Clarence. Los mismos alegres niños que los habían recibido a su llegada, incluso más, los rodearon de nuevo. Esa mujer blanca había sido la novedad del día y probablemente del año.
En el último momento, Clarence se percató de que la mirada de Bisila se posaba sobre el sencillo collar que Iniko le había anudado alrededor del cuello. No podría decir si su expresión reflejaba extrañeza al reconocerlo y suponer lo que podía significar el hecho de que ahora lo llevara ella, o si la vista de la pequeña concha despertaba en ella algún tipo de recuerdo. Los ojos de Bisila se nublaron por las lágrimas y, antes de que rodaran por sus mejillas, le dio un fuerte abrazo de despedida, como si no fueran a verse nunca más.
Una vez dentro del coche, Clarence no dejó de pensar en Bisila. Lamentaba no haber tenido la osadía de preguntar más por su vida. La gran mayoría de las guineoecuatorianas de la edad de Bisila no tenían estudios y habían sido educadas exclusivamente para aquellas tareas propias de las mujeres: la casa, la cocina, el cultivo de la finca y la maternidad. Como alternativa, algunas tenían un puesto en el mercado. Y, por lo que le habían contado Rihéka, Melania y Börihí, las cosas no habían cambiado mucho, a pesar de que la Constitución del país —en teoría— protegía y situaba a las mujeres al mismo nivel que cualquier hombre, con los mismos derechos, deberes y obligaciones. Según sus nuevas amigas, en la práctica solo se aplicaba lo de las obligaciones.
Sin embargo, Bisila había conseguido ser una mujer independiente que había comenzado sus estudios en plena época colonial. Clarence no sabía cuánto podía cobrar una mujer en esos tiempos, pero suponía que no mucho. Y encima, el suyo era el único sueldo en la familia. ¿Cómo había conseguido Bisila sacar a sus dos hijos adelante sin la ayuda de un hombre en ese entorno?
—¿En qué piensas que estás tan callada? —Era la primera vez que Iniko se preocupaba por su estado de ánimo después de recriminarle su actitud con los niños de Baney.
Las líneas blancas de los arcenes de la estrecha carretera asfaltada serpenteaban entre la verde maleza.
—Estaba pensando en tu madre —respondió Clarence—. Me gustaría saber más sobre ella. Me resulta una mujer especial.
—¿Y qué te gustaría saber? —preguntó él de un modo complaciente y conciliador que Clarence aceptó como disculpa por la discusión sobre el dinero.
—Bueno, ¿cómo es que no vive en Baney con su familia? ¿Cómo se estableció en Malabo? ¿Por qué pudo estudiar? ¿Cuántas veces se casó? ¿Quién era tu padre? ¿Y el padre de Laha? ¿Cómo fue tu vida en Sampaka?
—¡Vale, vale! —la interrumpió él, fingiendo una expresión de aturdimiento—. ¡Esas ya son demasiadas preguntas!
—Lo siento, tú me has preguntado qué quería saber. —Temió haberse excedido con su curiosidad, pero Iniko no parecía molesto.
—Mi madre —empezó a decir él— trabajaba en el hospital de la finca de Sampaka como ayudante de enfermera, se casó con uno que trabajaba allí y me tuvieron a mí. Mi padre murió en un accidente y nos trasladamos a Malabo. En algún momento debió tener una relación con un hombre de la que nació Laha, pero no sé más. Nunca ha querido hablar de ello y nosotros tampoco hemos insistido en el tema. De mi infancia en Sampaka tengo imágenes sueltas del colegio y de los barracones de los nigerianos donde me cuidaba una vecina. Luego pasé muchos años con mi abuela en el poblado. Me gustaba más que la finca porque allí me sentía libre…
Por un momento, a Clarence le vinieron a la mente fragmentos de las cartas en las que se hablaba de una enfermera que había atendido al abuelo Antón en su lecho de muerte. De pronto, las manos que sostenían un paño húmedo sobre su frente pertenecían a una mujer con el rostro de Bisila.
¿Podría ser?
Permanecieron en silencio, pensativos, durante un rato. Iniko conducía con la mirada al frente, con la cabeza apoyada en la mano y el codo sobre la ventanilla abierta.
—¿Y qué pasó después? —preguntó Clarence.
—¿Después de qué?
—¿Cómo hizo Bisila para no tener que salir del país como tantos otros después de que Guinea se independizara de España en el sesenta y ocho? ¿No expulsaron a muchos bubis y nigerianos?
—Bueno, por lo visto, ella no suponía ninguna amenaza política. Además, sus habilidades en el campo de la medicina eran iguales o superiores a las de un médico, así que resultaba más bien útil…
Se interrumpió bruscamente y su rostro adquirió una expresión de ira contenida al recordar, supuso ella, la terrible persecución a la que fue sometido su pueblo tras la llegada al poder del dictador Macías. Clarence lamentó haberle molestado con sus preguntas. Le puso una mano sobre el muslo y decidió concentrar su atención en el paisaje. Iniko agradeció el gesto y posó su mano derecha sobre la de ella mientras sujetaba el volante con la izquierda.
Dejaron atrás la pequeña y decadente población de Riaba, conocida como Concepción en la época colonial, que se extendía hacia el mar como un montón desordenado de solares sin aceras —con la espesura acechando para apoderarse de ellos— y desiguales edificaciones que parecían barracones de una sola planta, y se dirigieron hacia el sur de la isla.