Read Palmeras en la nieve Online

Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (20 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
5.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Antón tenía una ligera idea de lo que Kilian quería decirle.

—¿Y bien?

—Jacobo y yo creemos que debería regresar a España. Aunque usted lo niegue, nosotros sabemos que no tiene la energía de antes. ¿Por qué no va y que lo visite el médico de Zaragoza? —Antón no lo interrumpía, así que continuó con todos los argumentos que se había preparado—. Si es por el dinero, ya sabe que con lo que ganamos mi hermano y yo es más que suficiente para cubrir todos los gastos y aún sobra… Además, ¿cuánto hace que no ve a mamá?

Antón esbozó una débil sonrisa. Giró la cabeza y llamó a José.

—¿Sabes qué me dice Kilian? ¡Lo mismo que tú y Jacobo! ¿Acaso os habéis puesto de acuerdo?

José abrió los ojos en un gesto de inocente culpabilidad.

—Antón —hacía tiempo que su amigo no permitía que emplease la palabra
massa
para dirigirse a él en privado—, no sé de qué me está hablando.

—Lo sabes perfectamente, granuja. Por lo visto, te quieres librar de mí… Los tres queréis que me vaya.

—Es por su bien —insistió Kilian.

—Sus hijos tienen razón —intervino José—. El trabajo aquí es duro. No sé cómo llevará una nueva cosecha. Seguro que los médicos de allá le recetan algo para ponerse mejor.

—Los médicos, José, cuanto más lejos, mejor. Te curan por un lado y te estropean por otro. —Kilian abrió la boca para protestar, pero Antón hizo un gesto con la mano—. Espera, hijo. Ayer hablé con Garuz y después de la cosecha, en otoño, iré a casa a pasar las navidades. No os lo quería decir hasta saberlo seguro. Luego regresaré aquí de nuevo y, según me encuentre, trabajaré en la oficina.

A Kilian le parecía más lógico que su padre se despidiese definitivamente de la colonia, pero no quiso insistir. Quizá una vez en España cambiase de idea. A un hombre acostumbrado al trabajo físico le resultaría extraño ocupar un puesto de
massa clak
, que era como los trabajadores llamaban a los
clerks
o empleados de oficina, aunque en muchas ocasiones llamaban así a todos los blancos de la finca porque sabían leer y escribir. En fin, su padre era un hombre obstinado y reservado, así que haría lo que quisiera por mucho que los demás le insistiesen.

—Me deja usted más tranquilo —accedió Kilian—. Pero aún queda mucho para el otoño.

—Cuando los secaderos funcionen a todo gas, el tiempo pasará tan rápido que en cuatro días estaremos todos escuchando villancicos, ¿eh, José?

—¡Ya lo creo!

—¡La de toneladas que habremos embarcado tú y yo en estos años!

Los ojos de su amigo se iluminaron. A Kilian le encantaba escuchar a Antón y a José recordar viejos tiempos que se remontaban al comienzo del siglo. Le costaba imaginar una Santa Isabel pequeñita con casas de bambú y madera de
calabó
construidas a imitación de las chozas de los poblados; o las calles de firme tierra roja en lugar de asfalto; o los nativos aristócratas de entonces tomando el té de las cinco en recuerdo de su educación inglesa, o acudiendo a oír misa católica por la mañana y misa protestante por la tarde como ejemplo de tolerancia. José se reía a mandíbula batiente haciendo que las ventanillas de su ancha nariz aleteasen sobre sus labios morados cuando recordaba imágenes de su infancia en las que hombres de la edad de su padre sudaban dentro de sus levitas y elevaban levemente sus altas chisteras para saludar a las damas elegantemente vestidas y tocadas con sombreros parisinos.

—¿Sabía usted,
massa
Kilian, que cuando yo nací no había ni una sola mujer blanca en Santa Isabel?

—¡Cómo puede ser!

—Había algunas en Basilé con sus maridos colonos. Llevaban una vida bien dura. Pero en la ciudad no había ninguna.

—¿Y los días que llegaba el barco de la Trasmediterránea a Fernando Poo? —intervino Antón—. Eso pasaba cada tres meses, hijo. ¡Cerraban hasta las factorías! Todo el mundo acudía al puerto para tener noticias de España…

—¿Y sabía usted,
massa
Kilian, que cuando yo era niño los blancos tenían que regresar a España cada dos años para poder resistir los males del trópico? Si no lo hacían, morían en poco tiempo. Raro era el hombre que aguantaba muchos años. Ahora es diferente.

—Sí, José —dijo Antón con un suspiro—. Cuántas hemos visto tú yo, ¿eh? Y eso que no somos tan viejos. ¡Pero vaya cómo han cambiado los tiempos desde que vine aquí con Mariana!

—¡Y lo que cambiarán, Antón! —añadió José, sacudiendo la cabeza con una mezcla de melancolía, certeza y resignación—. ¡Lo que cambiarán!

El sábado, Kilian se puso un traje claro —que Simón se había encargado de planchar— y corbata, se peinó el pelo hacia atrás con gomina y se miró al espejo. Casi no se reconoció. ¡Parecía un verdadero galán de cine! En Pasolobino no tenía ocasiones para arreglarse así. Como mucho, había lucido el mismo traje oscuro tanto para los días de la fiesta mayor como para la boda de alguna prima.

A las siete en punto, Mateo, Jacobo, Marcial, Kilian y Manuel, vestidos de igual manera, partieron en dirección a la fiesta.

Por el camino, Kilian le tomó el pelo a su hermano:

—Yo creía que el sábado era sagrado. ¿Te vas a quedar sin tu dosis de Anita Guau?

—Hay que estar abierto a todo —respondió Jacobo—. No todos los días se tiene la oportunidad de ir al casino. Además, si no hay ambiente, nos largamos y solucionado. De todas formas, con lo
ñanga-ñanga
que vamos, hoy tendremos éxito en cualquier sitio.

Los demás corearon el comentario con risas, a las que se sumó Kilian cuando supo que la graciosa expresión
ñanga-ñanga
equivalía a
elegante
.

El casino estaba situado en Punta Cristina, a unos treinta metros sobre el nivel del mar. Atravesaron la pequeña puerta de entrada y vieron que el recinto consistía en un conjunto de edificios alrededor de una pista de tenis y una piscina con dos trampolines rodeada de baldosas cuadradas, negras y blancas. Desde la larga balaustrada de los arcos de la terraza, sobre los que se inclinaba una única palmera recortada contra el horizonte, se divisaba toda la bahía de Santa Isabel repleta de barcos y cayucos anclados.

De todo el grupo, solo Manuel había estado con anterioridad en el casino, de modo que los guió directamente al lugar de donde provenía la música. Entraron en un edificio con ventanas de láminas de madera, cruzaron por un gran salón en el que grupos de personas conversaban animadamente y accedieron a una terraza exterior circundada por un muro blanco sobre el que pequeñas lámparas emitían una suave luz. En medio de la terraza había una glorieta de baile rodeada de mesas de mármol blanco. En esos momentos, la glorieta estaba vacía. Hombres y mujeres, blancos y negros, todos muy elegantes, se saludaban con muestras de afecto. Sobre el escenario, una orquesta con el nombre
The New Blue Star
escrito en los atriles de las partituras, y que a Kilian le pareció bastante completa comparada con las que había visto hasta entonces, interpretaba una música agradable que no dificultaba las conversaciones.

—Después de la cena tocarán música de baile —explicó Manuel a su lado mientras levantaba la mano para devolver el saludo a unas personas—. Me temo que hoy va a ser una noche intensa. Hay amigos a los que no he visto hace mucho tiempo.

—No te preocupes por nosotros —dijo Jacobo cogiendo una copa de la bandeja que les presentó un camarero—. De momento, buscaremos una mesa en un sitio estratégico y esperaremos a que vengan a saludarnos.

Sus amigos captaron la ironía. En realidad Mateo, Marcial, Kilian y Jacobo se sentían un poco cohibidos porque no estaban acostumbrados a frecuentar lugares como el casino, adonde acudía lo más selecto de la sociedad de la ciudad. Sabían que, a pesar de su impecable apariencia, más de alguno los catalogaría como lo que eran, unos
finqueros
poco sofisticados para codearse con según qué gente.

Jacobo les indicó que lo siguieran hasta una mesa cerca de la puerta de acceso al salón desde la que podían observar tanto el ambiente del interior del edificio como el de la pista de baile. Al poco, Kilian y Jacobo escucharon unas voces familiares y Emilio y Generosa, acompañados de dos matrimonios más y seguidos de tres muchachas, pasaron al lado de su mesa.

—¡Julia! ¡Mira quién hay aquí! —Emilio se alegró al ver a los hermanos. Se giró hacia las jóvenes—. Jacobo y Kilian con unos amigos… ¡Podéis hacer grupo!

Se hicieron las oportunas presentaciones, intercambiaron frases de cortesía, y Generosa y los otros matrimonios continuaron su camino. Julia y sus amigas se sentaron y los hermanos permanecieron de pie con Emilio. De reojo, Kilian se percató de que Julia estaba un poco tensa y dejaba la conversación en manos de sus simpáticas amigas, Ascensión y Mercedes, que tardaron poco en preguntar a Marcial y a Mateo por su vida diaria en la finca y por sus pasados en España. A su vez, ellas les contaron qué hacían en Santa Isabel y la suerte que tenían de poder disfrutar de las instalaciones deportivas del casino a todas horas.

Emilio, muy paternal y animado por las copas, aún se entretuvo un rato:

—Así que esta es la primera vez que venís al centro de la clase alta europea. ¿Y a dónde vais de fiesta normalmente? —Sacudió una mano en el aire y bajó la voz—. No me lo digáis, que me lo puedo imaginar. Yo también fui joven… —Les guiñó un ojo—. En fin, como podréis comprobar, aquí nos mezclamos todos, blancos y negros, españoles y extranjeros, siempre y cuando nos una un denominador común: tener dinero.

Jacobo y Kilian cruzaron una rápida y elocuente mirada: si ese era el criterio para pertenecer al club, desde luego, ellos no lo cumplían.

Emilio señaló una por una a varias personas mientras listaba sus profesiones: comerciante, banquero, funcionario, terrateniente, agente de aduana, importador de vehículos, otro comerciante, abogado, médico, empresario colonial, jefe de la Guardia Colonial…

—Ese es el dueño de una empresa de maquinaria de obras y coches. Tiene la representación de Caterpillar, Vauxhall y Studebaker. Los padres de las amigas de Julia trabajan para él. Y ese de ahí es el secretario del gobernador general de Fernando Poo y Río Muni. El gobernador no ha podido venir hoy. Una lástima. Os lo hubiera presentado.

Kilian jamás había visto a tanta gente importante junta. Si alguno de ellos se le hubiera acercado, no habría sabido cómo comenzar —y mucho menos continuar— una conversación medianamente inteligente. Seguro que esas personas hablaban de temas elevados relacionados con el gobierno de la colonia y con la economía mundial. Buscó con la mirada a Jacobo, quien parecía escuchar a Emilio con atención, aunque sus ojos recorrían el lugar en busca de algún rincón más divertido al que emigrar. Por fortuna, alguien a lo lejos hacía gestos con la mano.

—Muchachos —dijo Emilio—, creo que mi esposa me reclama. ¡Pasadlo bien!

Los hermanos se unieron al grupo, donde Ascensión y Mercedes brillaban con su ingenio compartido, aunque físicamente eran muy diferentes. Ascensión tenía el pelo muy rubio, casi blanco, la nariz respingona y los ojos azules heredados de su abuela alemana. Llevaba un vestido añil de talle bajo con un ancho cinturón y escote redondo. Mercedes, enfundada en un vestido de crespón de seda verde con el cuerpo ajustado y falda de mucho vuelo, tenía el cabello oscuro recogido en un moño muy alto que le daba un aire sofisticado y resaltaba aún más sus marcadas facciones, entre las que destacaba una nariz prominente.

Varios camareros comenzaron a acercarse a las mesas con bandejas rebosantes de deliciosos canapés. Durante un buen rato comieron, fumaron, bebieron y charlaron. Kilian agradeció la presencia de Mateo, Marcial y las dos amigas de Julia porque esta ni se dignaba mirarlos. Permanecía en silencio, con la cabeza bien erguida, escuchando con falso interés los comentarios de los demás. Kilian pensó que estaba preciosa, con su vestido de cristal de seda de lunares blancos sobre un fondo azul claro. Un fino collar de perlas adornaba su piel sobre el escote redondo. Para que la imagen fuera perfecta, solo faltaba la fresca sonrisa que solía iluminar su rostro. Era imposible que Jacobo no se diera cuenta de la frialdad de la muchacha, si bien era cierto que Kilian no le había contado la indiscreción de Gregorio por no remover el asunto.

Serían cerca de las diez cuando Julia comenzó a mirar su reloj de manera insistente.

—¿Esperas a alguien? —preguntó por fin Jacobo.

—En realidad, sí —respondió ella con voz dura—. Supongo que tu
boy
no tardará en llegar para rescatarte de esta aburrida fiesta.

Jacobo se quedó de piedra y Kilian, avergonzado, agachó la cabeza. Julia los observaba con expresión de triunfo y los demás, cogidos por sorpresa, esperaron expectantes alguna reacción.

—¿Cómo te has enterado? —La voz de Jacobo expresaba más enfado que arrepentimiento.

—Y eso qué más da. La cuestión es que lo sé todo. —Se irguió todavía más en la silla—. ¿Quieres que te diga dónde estabas ese día a las once de la noche?

—Eso no es asunto tuyo. Que yo sepa, no eres mi novia para controlarme.

Jacobo se levantó y se fue. Los demás permanecieron en silencio. Kilian no sabía dónde meterse. Miró a Julia. A la joven le temblaba la barbilla en un intento de mantener el orgullo y no echarse a llorar después de las hirientes palabras de su hermano. La orquesta eligió ese momento para comenzar a tocar un pasodoble que fue recibido con una gran ovación por los asistentes. Kilian se levantó y cogió a Julia de la mano.

—Ven, vamos a bailar.

Ella accedió, agradecida de que Kilian la sacara de esa situación tan embarazosa. Caminaron en silencio hasta la glorieta, él le rodeó la cintura con el brazo y comenzaron a moverse al ritmo de la música.

—Te advierto que soy un pésimo bailarín. Espero que me perdones. Por los pisotones… Y por lo del otro día. Lo siento de veras.

Julia levantó la vista hacia él. En sus ojos aún brillaban las lágrimas. Asintió con la cabeza.

—Está claro que me he equivocado de hermano… —intentó esbozar una sonrisa.

—Jacobo es una buena persona, Julia. Es que…

—Ya, no quiere comprometerse. Al menos no conmigo.

—Igual es pronto… —Kilian no quería darle falsas esperanzas ni hacerla sufrir—. Tal vez en otras circunstancias…

—¡Oh, vamos, Kilian! ¡Que no tengo quince años! —protestó ella—. Y esto es África. ¿Te crees que no sé cómo se divierte Jacobo? Lo que más rabia me da es que los hombres como él se piensan que las blancas somos unas pobres ignorantes. ¿Qué le da una
mininga
que no le pueda dar yo? ¿Qué pensaría si le ofreciera mi cuerpo como lo hacen ellas?

BOOK: Palmeras en la nieve
5.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hopeless by Cheryl Douglas
The Princess Bride by Diana Palmer
Silent Retreats by Philip F. Deaver
Step Up by Monica McKayhan
Serenity's Dream by Addams, Brita
Claire Voyant by Saralee Rosenberg
The Meowmorphosis by Franz Kafka
When the Clouds Roll By by Myra Johnson


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024