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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (19 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—¿Dónde está Sade? —preguntó Mateo con la curiosidad bailando en sus ojos.

Kilian se encogió de hombros y miró hacia la pista de baile.

—A mí también me ha dejado por otro.

—Pobre muchacho —dijo Marcial chasqueando la lengua y agitando una de sus enormes manos en el aire—. Otra vez será.

Manuel estudió su expresión y dedujo que Kilian no decía la verdad. Pensó que tal vez Kilian y él se asemejasen más de lo que a simple vista parecía. Él deseaba fervientemente encontrar a la mujer de su vida, una tarea difícil en medio de aquel paraíso de tentación.

—Creo que yo me vuelvo a Sampaka —dijo, poniéndose de pie—. Si quieres, puedes volver conmigo, Kilian.

Este asintió. Los otros decidieron quedarse un rato más.

El trayecto a Sampaka transcurrió en silencio. Una vez tumbado en su cama, a Kilian le costó mucho rato conciliar el sueño. Los gemidos que provenían de la habitación de su hermano se mezclaban con sus propias imágenes de Sade. Había pasado un buen rato con ella, sí. Un buen rato. Ya estaba. Eso era todo. No tenía por qué darle tantas vueltas al asunto.

A la mañana siguiente, Jacobo entró bostezando en el comedor para tomar el desayuno. Vio a Kilian, solo, concentrado frente a su café y le dijo:

—Buenos días, hermanito. ¿Qué? Nada que ver con las chavalas de Pasolobino y Barmón, ¿verdad?

—No —admitió Kilian sin intención de entrar en detalles—. Nada que ver.

Jacobo se agachó y le susurró al oído:

—Anoche te invité yo. Regalo de bienvenida. No hace falta que me des las gracias. Si quieres repetir, eso es asunto tuyo.

Se sirvió un café, bostezó sonoramente y añadió:

—¿Vienes conmigo a misa de once? Es una suerte que aquí no sea en latín…

V

Palabra conclú
(Asunto terminado)

Pocos días después, el gerente envió a Kilian y a Gregorio a buscar unas pesadas piezas a la factoría de los padres de Julia. Lorenzo Garuz había sabido por Antón que las relaciones entre ambos hombres eran más bien tensas y pensó que un largo rato a solas fuera de la plantación podría irles bien. Conocía a Gregorio desde hacía años y no le parecía un hombre peligroso, tal vez un poco violento, pero sabía cómo hacerse obedecer. Llevaba a cabo una buena labor para los intereses de la finca: era un excelente tamiz para cribar a los empleados que realmente valían la pena. Después de una temporada en sus manos, los jóvenes, o abandonaban la colonia, o se convertían en unos magníficos trabajadores, como esperaba que sucediera en el caso de Kilian.

Kilian no abrió la boca en todo el trayecto a la ciudad y no solo porque no tuviera nada de que hablar con su compañero, sino porque este le había hecho conducir. Toda su atención estaba concentrada en realizar una perfecta actuación al volante del gran camión de cabina redondeada y caja de madera. No pensaba darle ningún motivo para que se metiera una vez más con él. El robusto Studebaker del 49 avanzó primero por el camino y luego por la carretera con toda la suavidad de la que el joven conductor fue capaz.

Cuando entraron en la factoría los recibió una radiante Julia. Kilian no podía saber sus razones, pero la joven llevaba feliz unos días. La cena en su casa había salido mejor de lo que esperaba. No era fácil conseguir que Jacobo le prestara atención más de cinco minutos seguidos porque siempre acudía a comprar con prisa o permanecía semanas enteras sin salir de la finca. Ella daba vueltas por los lugares más frecuentados de Santa Isabel, asistía a misa de doce los domingos en la catedral y se tomaba un aperitivo en el Chiringuito de la plaza de España deseando, frente al mar, toparse por casualidad con él, lo que nunca sucedía. Por eso, las más de dos horas seguidas que había podido disfrutar de Jacobo mientras su hermano entretenía a sus padres le habían sabido a gloria. Al ver a Kilian junto con otro hombre en la puerta de la factoría, el corazón le había dado un vuelco. Por unos segundos se había emocionado con la idea de que pudiera ser Jacobo. Pero no, hubiera sido demasiada suerte. Reconoció a Gregorio y saludó a ambos con amabilidad.

Kilian se alegró de ver nuevamente a Julia, aunque en el fondo se sentía un tanto avergonzado por la manera en que se habían despedido de ella y de su familia el sábado.

—El pedido está en la parte de atrás —dijo Julia—. Sería más práctico llevar el camión allí. Mi padre está terminando de comprobar que no falte nada.

—Pues ya sabes, Kilian —dijo Gregorio—. Tú eres el chófer hoy.

Julia observó que Kilian salía con gesto de irritación, supuso que por el tono autoritario de Gregorio. Apenas conocía al hombre, así que el trato entre ambos fue meramente comercial: Gregorio le entregaba muestras de tornillos y ella los buscaba diligentemente en las cajas correspondientes.

—¿Al final se solucionó el problema del sábado por la noche en la finca? —preguntó Julia de manera casual.

Gregorio no entendía a qué se refería y puso cara de extrañeza:

—¿El sábado por la noche?

—Sí. Me dijeron que hubo una gran pelea en Sampaka, con muchos heridos…

—¿Y quién te dijo eso?

—Un
boy
vino a buscar a Jacobo y a Kilian porque no había nadie para poner orden.

Gregorio arqueó una ceja. No estaba seguro del grado de relación entre la chica y los hermanos, pero la ocasión se le presentaba en bandeja para averiguarlo.

—El sábado por la noche no pasó nada en la finca.

Observó que Julia parpadeaba perpleja.

—Pero…

—Es más. Vi a Jacobo y a Kilian en el Anita Guau. A eso de las once… —Esperó a ver qué efecto producían en Julia sus palabras. Al percibir que ella se sonrojaba continuó—: Todos los jóvenes de Sampaka estaban allí. Muy bien acompañados, por cierto.

Julia apretó los dientes y su barbilla comenzó a temblar de rabia. De pronto, lo comprendió todo, y las ilusiones de las horas anteriores se desvanecieron por completo. Jacobo la había engañado. A ella y a sus padres…

Había repasado una y mil veces las palabras de sus diálogos y estaba convencida de haber superado con éxito la prueba de compatibilidad. Compartían tanto una infancia común en Pasolobino como una misma experiencia en África. Era absolutamente imposible que él no tuviera tan claro como ella la cantidad de cosas en las que estaban de acuerdo; de otro modo, él hubiera buscado cualquier excusa para integrarse en la conversación de los demás. ¡Y no lo había hecho! Había disfrutado y se había reído de manera espontánea con ella. En algún momento le había aguantado la mirada. Más aún: había tardado largos y deliciosos minutos en apartar sus maravillosos ojos verdes de los de ella… ¡Y sus manos se habían rozado al menos en tres ocasiones!

Una profunda decepción se adueñó de ella.

Gregorio volvió al ataque de manera astuta. Con voz suave, como si fuera un padre pensativo describiendo las chiquilladas de sus hijos, consiguió dejar en mal lugar a los dos hermanos ante los ojos de la joven mientras hacía ver que analizaba con interés los objetos que estaban sobre el mostrador:

—Kilian no lo sé, pero Jacobo está hecho un
mininguero
de mucho cuidado… Supongo que no tardará en adiestrar a su hermano. —Chasqueó la lengua—. No hacen caso los jóvenes. Demasiado alcohol y demasiadas mujeres acaban por pasar factura. En fin —levantó la vista y sonrió por el éxito de sus comentarios. Julia estaba al borde del llanto—, es lo que tiene este lugar. No son ni los primeros ni los últimos.

Julia aprovechó que entraba Kilian, seguido de Emilio, para darse la vuelta y morderse el labio inferior con fuerza para evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas.

—¡Gregorio! —saludó Emilio, tendiéndole la mano—. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo van las cosas? ¿Es que no sales del bosque?

—Poco, Emilio, poco. —Estrechó la mano del hombre afectuosamente—. Siempre hay algo que hacer… Solo salgo de la finca los sábados, ya sabes…

Julia se giró bruscamente. No quería que su padre se enterara de la descortesía de los hermanos y Gregorio parecía estar disfrutando de la situación.

—Papá —intervino con voz aparentemente serena—, no encuentro pernos de este tamaño. —Le entregó uno—. ¿Puedes mirar en el almacén, por favor?

—Sí, claro.

Kilian advirtió el cambio en la joven. Ni siquiera lo miraba y las manos le temblaban. Miró a Gregorio y se preguntó qué podía haber pasado.

—Espero no haberte molestado… —susurró Gregorio frunciendo el ceño falsamente preocupado.

—¿A mí? —lo interrumpió ella, orgullosa—. ¿Por qué habrías de molestarme? ¿Te crees que las blancas no sabemos en qué malgastáis vuestro tiempo? —Lanzó una mirada dura a Kilian—. ¡No somos idiotas!

—¡Eh! ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kilian, seguro ya de que Gregorio la había molestado—. ¿Julia?

—Me parece que he metido la pata —confesó Gregorio frunciendo los labios con teatral consternación—. Le he dicho dónde estuvimos el sábado por la noche… Todos. No sabes cuánto lo siento.

Kilian apretó los puños y de no ser porque Emilio entraba en ese momento, de buena gana le hubiera estampado un puñetazo. Miró a Julia y se sintió como un gusano bajo su mirada dolida. Julia apartó la vista y se alejó hacia el almacén.

Los hombres conversaron unos minutos y se despidieron. Después de que Gregorio saliera de la factoría con una pequeña sonrisa de triunfo en los labios, Emilio fue en busca de Julia y le preguntó:

—¿Te encuentras bien, hija? Tienes mala cara.

—Estoy bien, papá.

Julia esbozó una sonrisa, aunque por dentro estaba rabiosa. No sabía muy bien cómo, pero Jacobo se enteraría de que ella había descubierto su mentira. Había llegado el momento de cambiar de estrategia con él. Suspiró con decisión y se propuso armarse de paciencia hasta que llegase el momento oportuno.

Afuera, Kilian dio rienda suelta a su enfado.

—¿Te has quedado a gusto, Gregorio? —le recriminó en voz alta—. ¿Qué ganas tú con todo esto?

—¡A mí no me grites! Vaya, vaya… —Chasqueó la lengua varias veces de manera irritante—. ¿No sabes que antes se pilla a un mentiroso que a un cojo?

—¡Te mereces una buena tunda!

Gregorio se cuadró frente a él con los brazos en jarras. Kilian le sacaba media cabeza, pero juraría que no tenía su fuerza física.

—Adelante, venga. —Se remangó las mangas de la camisa—. Veamos si tienes agallas.

Kilian respiraba con agitación.

—¿Te lo pongo más fácil? ¿Quieres que empiece yo? —Empujó al joven con ambas manos. Kilian dio un paso atrás—. ¡Vamos! —Volvió a empujarlo—. ¡Demuéstrame el valor de los hombres de la montaña!

Kilian agarró las muñecas de Gregorio con todas sus fuerzas y las mantuvo inmovilizadas, con los músculos en tensión, hasta que percibió en los ojos oscuros del otro un débil destello de sorpresa. Entonces se apartó con un gesto de asco. Caminó hacia el camión, trepó a la cabina y puso el motor en marcha.

Esperó a que Gregorio subiera y condujo a toda velocidad y con total seguridad.

Como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.

Pocas semanas después llegó marzo, el mes más cálido del año, antesala de la época de lluvias. En las plantaciones, los árboles del cacao, con su tronco liso y sus grandes hojas perennes y aovadas que crecían de forma alterna, lucían sus pequeñas flores amarillas, rosáceas y encarnadas. Kilian se maravillaba de que las flores crecieran directamente del tronco y de las ramas más antiguas. El calor y la humedad de los siguientes meses harían que de esas flores surgieran las bayas o piñas de cacao. En los árboles frutales de Pasolobino, si no llegaba una inesperada y tardía helada, cosa bastante frecuente, los cientos de brotes se transformaban en decenas de frutos. Jacobo le había dicho que, en los cacaotales, los miles de flores que nacían en cada árbol solo producirían unas veinte bayas.

Los días se sucedían sin grandes novedades. El trabajo era rutinario y monótono. Todos sabían qué actividades realizar: reparar viviendas, preparar los cultivos, y poner a punto los secaderos y almacenes de cara a la siguiente cosecha, que comenzaría en agosto.

También Kilian parecía estar más tranquilo o, por lo menos, no ocurría nada que alterara el ritmo diario de trabajo y las jornadas festivas. Hasta Gregorio actuaba de una manera más natural, incluso más prudente, desde la discusión en la factoría, que no había contado a nadie, ni siquiera a su hermano. Gregorio seguía sin darle muchas explicaciones sobre cuestiones laborales, pero tampoco se metía con él. Aun así, Kilian estaba alerta porque seguía sin confiar en él.

Aunque había vuelto al Anita Guau un par de veces más, no había requerido las atenciones de Sade, algo que a ella tampoco parecía molestarle porque tenía trabajo complaciendo a sus numerosos admiradores. Manuel y Kilian habían descubierto que ambos disfrutaban más de las películas del cine Marfil o de una buena conversación en cualquier terraza frente al mar, con la música de fondo del aletear de los enormes murciélagos que se descolgaban al anochecer de las palmeras, que mostrando sus pocas habilidades en el baile.

Una mañana, mientras Antón y José enseñaban a Kilian las funciones de las diferentes partes de los secaderos en el patio principal, Manuel se les acercó y les mostró una tarjeta.

—Mira, Kilian. Mis antiguos compañeros del hospital de Santa Isabel me acaban de enviar varias invitaciones para una fiesta formal en el casino este sábado. Espero que me acompañes. Se lo diré también a los otros.

—¡Una fiesta en el casino! —dijo Antón—. No te la puedes perder. Irá lo mejor de la isla, hijo. Los empleados de las fincas no suelen tener acceso.

—Por mí, encantado. —A Kilian le brillaron los ojos de excitación—. Pero ¿qué se pone uno para ir a un lugar como ese? No sé si tengo ropa adecuada.

—Con una americana y una corbata es suficiente —explicó Manuel—. En la tarjeta dice que no es necesario ir de etiqueta, así que nos ahorraremos el alquiler del esmoquin.

—Yo te prestaré la corbata si no has traído —se ofreció Antón.

Manuel se despidió hasta la hora de la comida y los otros continuaron el recorrido por los secaderos, unos edificios sin paredes laterales cuyos techos cubrían unas enormes planchas de pizarra sobre las que se tostarían los granos de cacao. Kilian aprovechó que José se acercaba a hablar con unos trabajadores para abordar a Antón con un tema que tenía pendiente.

—Papá, déjeme que le diga algo —empezó, con voz seria.

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