—¡Pero si eres Kilian, el hermano de Jacobo! ¡Os parecéis mucho! ¿No te acuerdas de mí?
Entonces él cayó en la cuenta. Había estado en su casa, a unos tres kilómetros de Pasolobino, en cuatro o cinco ocasiones, acompañando a su padre. Cada vez que Antón volvía de Fernando Poo, visitaba a los abuelos y a los tíos de la joven y les llevaba productos de parte de sus padres, que residían en la isla. Mientras Antón hablaba con los mayores, él se entretenía jugando con una traviesa niña que le decía que un día se iría a África.
—¿Julia? Perdóname, pero estás tan cambiada…
—Tú también. —La joven movió una mano en el aire de arriba abajo—. Has crecido mucho desde los… —calculó mentalmente— diez años.
—¿Tanto hace que no has estado en casa? Quiero decir, en España… ¿Y tus padres? ¿Están bien?
Julia asintió.
—Las cosas nos van bastante bien por aquí, así que al acabar el bachillerato en el instituto colonial decidí ayudar en el negocio familiar. —Se encogió de hombros—. ¡Todos los años digo que voy a ir a Pasolobino y por una cosa u otra no lo hago! Le pregunto continuamente a Jacobo por nuestras queridas montañas… Por cierto, ¿ha regresado ya de sus vacaciones?
Kilian le puso al corriente de las noticias de los últimos años y respondió a todas sus preguntas, que fueron muchas, relacionadas, fundamentalmente, con bautizos, bodas y funerales. Durante unos minutos, los diálogos sobre el mundo común de Pasolobino hicieron que se olvidara hasta de los picores.
—¡Perdona mi interrogatorio! —exclamó ella de repente—. ¿Y qué hay de ti? ¿Cómo te estás adaptando a tu nueva vida?
Kilian extendió los brazos hacia ella con las palmas hacia arriba para que viera el estado de su piel.
—Ya veo. —Julia le restó importancia—. No te preocupes. Al final se pasa.
—Todo el mundo me dice lo mismo, que no me preocupe. —Se inclinó un poco y bajó la voz—. Te confesaré algo. Pensaba que la vida en la colonia era otra cosa.
Julia soltó una carcajada.
—¡Dentro de unos meses habrás cambiado de opinión! —Ante el gesto de incredulidad de él, puso los brazos en jarras y ladeó la cabeza—. ¿Qué te apuestas?
En ese momento se abrió la puerta y entró Jacobo. Se acercó y saludó a la joven afectuosamente dándole dos besos. Kilian apreció que Julia se sonrojaba ligeramente y que el tono de su voz empezaba a ser más suave.
—Me alegro de volver a verte. ¿Cómo te han sentado las vacaciones?
—Las vacaciones siempre sientan bien. ¡Y más si te las pagan!
—¿No
nos
has echado ni siquiera un poquito de menos? —Julia puso énfasis en un plural que se quería referir solo a ella.
—Ya sabes que cuando
los cacaoteros nos vamos
de la isla —Jacobo mantuvo el sonsonete del plural—,
estamos
hartos de hierba y machetes…
Al ver la desilusión en su cara, matizó:
—Pero también sabes que
nos
gusta volver. Por cierto —cambió rápidamente de tema—, que no se nos olvide comprar limas. ¡Mira que gastan! Ni que se las comieran. Estos morenos se pasan todo el día afilando los machetes. —Se dirigió a Kilian—. ¿Has cogido ya lo que necesitamos?
Su hermano negó con la cabeza, sacó del bolsillo un papel donde había anotado los encargos y se lo entregó a Julia, que se apresuró a preparar la mercancía mientras los hombres miraban las estanterías por si necesitaban algo más.
—Eso es turrón de las navidades pasadas —dijo Julia al ver que Kilian estaba intentando descifrar el contenido de una lata—. Como ves, aquí tenemos de todo.
—¡Turrón en lata!
—Cuando alguien desea algo, se agudiza el ingenio, ¿verdad?
Pronto estuvieron listos los paquetes. Jacobo firmó el recibo y pagó con un vale de compra personal una botella de whisky irlandés Tullamore.
—Para la despedida del viejo doctor —susurró a Kilian, guiñándole un ojo—. Es esta noche.
Julia los acompañó hasta la furgoneta.
—¿Qué os parece si venís a comer o a cenar un día a casa esta semana? Mis padres estarán encantados de conversar con vosotros. —Antes de que Jacobo pusiera alguna pega añadió—: Y a Kilian le irá bien salir del bosque.
Jacobo tenía en mente otro tipo de fiesta para su hermano. Las veladas en las casas de las familias de los colonos estaban bien para jóvenes matrimonios. Los solteros buscaban otras diversiones. Intentaba formular una frase educada con la que rechazar la invitación cuando Kilian intervino:
—Muchas gracias, Julia. Aceptamos encantados. ¿Verdad, Jacobo?
—Esto… Sí, sí, claro.
—Entonces, quedamos esta semana. —En la cara de Julia se dibujó una amplia sonrisa—. Os enviaré aviso por el
boy
. ¡Hasta entonces!
Se giró resuelta y regresó a su trabajo con el paso alegre de quien ha conseguido algo deseado.
Jacobo metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño bote de crema que lanzó a su hermano antes de entrar en el vehículo.
—¡Toma! ¡A ver si esto te funciona!
Kilian se sorprendió por el tono de voz. Entró en la furgoneta y comenzó a extenderse la crema por los brazos y por la parte superior del pecho. Jacobo conducía en silencio.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó Kilian al cabo de un rato.
Jacobo apretó los labios y sacudió la cabeza.
—¡Al final se ha salido con la suya!
—No te entiendo. ¿Te refieres a Julia? Me ha parecido una mujer muy agradable e inteligente. Es fácil hablar con ella y tiene sentido del humor.
—¡Pues toda tuya!
Kilian frunció el ceño pensativo y al poco soltó una carcajada golpeando las manos contra sus muslos.
—¡Ya lo entiendo! ¡Por eso ha cambiado cuando has entrado en la factoría! ¡Está enamorada de ti! Qué callado te lo tenías…
—¿Y qué te iba a contar? No es ni la primera ni la última que me persigue.
—Hombre, no todas serán como Julia…
—Tienes toda la razón —accedió Jacobo sonriendo con picardía al pensar en sus amigas—. No son como ella. Hombre, en otras circunstancias puede que me la llevara por el paseo de los enamorados de Punta Fernanda. Lo que pasa es que es pronto.
—¿Pronto para qué?
—Para qué va a ser. Para comprometerme con una. —Vio que Kilian se quedaba pensativo y suspiró exageradamente—. Chico, a veces pareces tonto. ¡No sé qué voy a hacer contigo! Mira, Kilian, aquí, a nuestra edad, bueno, y más mayores también, todos tenemos muchas… digamos…
amigas
, pero ninguna fija. Bueno, algunos sí que tienen una fija, pero no como Julia, quiero decir, no de las nuestras, pero esas, las fijas digo, dan problemas porque se encaprichan y pretenden que les des dinero y las mantengas, o te lían con algún hijo… Yo procuro no tener ninguna fija. Espero que tú también seas prudente, no sé si me entiendes.
Kilian se iba haciendo una ligera idea de lo que su hermano quería decir.
—Está claro, Jacobo. —De pronto, le asaltó una duda—. Pero dime, ¿nuestro padre también…? Quiero decir, alguien casado que se pasa aquí largas temporadas solo…
Imaginar a Antón en brazos de otra mujer que no fuera Mariana le producía un extraño cosquilleo en el estómago.
—A ver, yo no sé lo que haría en sus años jóvenes, ni se lo he preguntado. Pero una cosa sí que te puedo decir: desde que yo estoy en la isla, no he visto ni oído nada sospechoso. Y aquí todo acaba por saberse. —Kilian se sorprendió a sí mismo respirando aliviado—. De todas formas, no me extraña. Ya sabes que papá es muy estricto con la religión y la moral…
—Y quiere mucho a mamá… No le haría eso, serle infiel, quiero decir.
—Sí, bueno, pero otros casados también quieren mucho a sus mujeres de la Península y no dudan en buscarse compañía para entretenerse durante las largas campañas. El amor no tiene nada que ver con estas cosas.
Kilian no estaba del todo de acuerdo con las últimas palabras de su hermano, pero no hizo ningún comentario. La embarazosa conversación, lejos de aclararle cuestiones, le planteaba muchas más. Decidió abandonar el tono serio de los últimos minutos.
—¿Y dónde os veis con vuestras
amigas
? Porque yo aquí en quince días no he visto ninguna…
Jacobo levantó los ojos al cielo.
—Las verás, Kilian, las verás. Es más. Creo que, por tu bien, me encargaré de que las conozcas pronto. Eres el típico que caería fácilmente con alguien como Julia. No puedo permitir que te pierdas lo mejor de esta isla…
—Gracias por tu interés —dijo Kilian con sorna—. Espero estar a la altura de tus amistades.
Se dio cuenta de que su hermano sonreía. Giró la cabeza y vio por la ventanilla que llegaban a Zaragoza. Su primera visita a la ciudad le había sentado bien. Los picores no habían remitido, pero el contacto con su paisana Julia le había hecho sentirse más acompañado en aquella tierra. Incluso el camino de las palmeras reales que dibujaban la entrada de la finca ya no le resultó tan extraño.
Recordó el primer día de su llegada a Sampaka, el nervioso entusiasmo que precedió al desasosiego ante el cúmulo de novedades en que se había convertido su vida, y se sorprendió de la normalidad con la que ahora su espíritu se deslizaba sobre la tierra rojiza del camino. Incluso percibió en el saludo del
wachimán
Yeremías un gesto reconfortante de familiaridad.
—Por cierto, Jacobo… —dijo cuando el coche se detuvo frente al porche de blancas columnas de la preciosa casa principal.
—¿Sí…?
—Me tocaba conducir.
Después de descargar las compras, Jacobo cogió otro vehículo y se marchó a Yakató. Kilian se sentó en el asiento del conductor para dirigirse a
Obsay
e incorporarse a las faenas del día. Hizo avanzar la
picú
a trompicones unos metros y se detuvo para responder al saludo de Antón, que caminaba a lo lejos hacia los almacenes principales acompañado de su inseparable José. Esperó a que entraran en el edificio para concentrarse en la difícil tarea que tenía entre manos porque no quería testigos de su poca habilidad. Afortunadamente, a esas horas no había nadie más en el patio principal.
Cuando llegó a
Obsay
, sudando a mares, se sintió orgulloso porque el motor no se le había calado ni una sola vez. Aparcó la furgoneta y se dirigió a buen paso hacia los cacaotales por la senda central. Al poco, escuchó los cantos de los trabajadores. Unos metros más adelante divisó a una mujer enfundada en un vistoso
clote
que portaba un gran cesto vacío sobre la cabeza. Supuso que iría a buscar frutos salvajes o leña para el fuego de su casa. De pronto, la mujer se detuvo como si hubiera escuchado algo desde la maleza y, sin dudarlo, se internó en la selva. Kilian no le dio más importancia porque sabía que las calabares estaban acostumbradas al bosque y con frecuencia muchas acudían a llevar la comida o a ver a sus maridos cuando estos trabajaban.
Continuó su camino hasta que escuchó el susurro de los braceros, el chop-chop indicador de la poda y el chapeo, y el bisbiseo de las sulfatadoras escupiendo el caldo bordelés, la mezcla de sulfato de cobre y cal para prevenir en las jóvenes plantas el efecto del temido
mildew
, que intentaría atacarlas con fuerza en la época de lluvias.
Enseguida se topó con los primeros trabajadores de una larga fila al final de la cual distinguió a Nelson, uno de los capataces, a quien hizo un gesto con el pulgar hacia arriba para preguntarle si todo iba bien. El hombre le respondió con el mismo gesto. Miró entonces al hombre que tenía más cerca. Rebuscó en su cabeza una pregunta simple, no porque le interesase realmente el paradero del otro empleado blanco, sino para que los trabajadores comprobasen sus progresos en
pichi
, aunque todavía no se atreviera a construir frases largas.
—
Whose side massa
Gregor?
—
I know no, massa
Kilian. —El hombre se encogió de hombros, levantó la mano y la ondeó en el aire señalando varios sitios—.
All we done come together, but he done go
.
Kilian no entendió nada, pero asintió con la cabeza. No sabía muy bien qué hacer, así que comenzó a caminar por entre los braceros prestando atención a lo que hacían y moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de aprobación, como si ya fuese todo un entendido en la materia, hasta que llegó a la altura de Nelson, justo donde terminaban los cacaos y comenzaba la selva. Nelson, un fornido hombre tan alto como él, con la cara completamente redonda y plana y una incipiente papada, estaba riñendo a un hombre mientras agitaba la sulfatadora que sujetaba entre las manos. Al ver a Kilian cambió de actitud.
—Todo bien,
massa
. —Hablaba a golpes y con un fuerte acento. El conocimiento del español era indispensable para ascender a capataz—. El caldo debe estar bien mezclado para que no dañe las plantas.
Kilian volvió a asentir. Se sentía un poco ridículo en esa actitud de hacer ver que controlaba todo cuando ignoraba tanto. Prefería ayudar en los patios a arreglar barracones porque en materia de construcción sí que les daba mil vueltas como resultado de las horas dedicadas a albañilería y mantenimiento de la casa y los pajares de Pasolobino. En cuanto al cacao, todavía lo desconocía todo.
—Ahora vuelvo —le dijo a Nelson cogiendo unas tiernas hojas del suelo.
Introducirse en el bosque a hacer sus necesidades era una buena manera de interrumpir la incómoda situación de la ausencia de diálogo. Los primeros metros estaban bastante despejados, pero a los pocos pasos tuvo que emplear el machete para abrirse paso hasta llegar al destino apropiado. Se bajó los pantalones y se entretuvo observando como una araña amarilla y negra daba las últimas puntadas a una gruesa tela que se extendía de un arbusto a otro. Menos mal, pensó, que las arañas y las tarántulas no le daban asco. Esos bichos eran diez veces más grandes y peludos que los más grandes de Pasolobino, pero ninguno era inmune a un buen pisotón. Otro tema eran las serpientes. No las podía soportar. Kilian siempre estaba alerta, y más después del incidente de la boa. ¡A buen sitio había ido a parar! Las serpientes, de todos los tamaños y colores, estaban por todos los lados.
Cuando terminó, se limpió con las hojas y se puso de pie agarrándose a la rama de un arbusto que le resultó blanda y que de pronto cobró vida. Kilian la soltó rápidamente y se quedó de piedra. Seguía viendo una rama de color marrón verdoso, pero esta se retorcía con lentitud. Entornó los ojos y distinguió una cabeza y una lengua temblorosa que se agitaba en el aire.