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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (13 page)

Kilian no dijo nada, así que el otro continuó:

—En cuanto al látigo, el día que me lo quiten me largo. ¿Para qué te crees que tu hermano lleva una vara de
melongo
? El dueño quiere beneficios y yo se los consigo. —Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa y se lo encendió. Lo mantuvo en la boca mientras soltaba el humo y añadió en tono amenazador—: Si quieres que nos llevemos bien, a partir de ahora estarás sordo y ciego. ¿Está claro?

Kilian apretó los dientes. De todos los posibles empleados que le podían haber tocado como compañero, había tenido que toparse con ese cretino. Mentalmente se enfadó con su padre y con su hermano por no advertirle de que existían hombres así. No era tan estúpido como para creer que todo iba a ser un camino de rosas, pero nunca se había parado a pensar en el significado
real
de esa expresión, «medidas enérgicas», que ya había escuchado en boca de otros con anterioridad. Ardía en deseos de dar rienda suelta a su indignación por el tono y las palabras de Gregorio, pero optó por mantenerse callado porque una voz en su interior le aconsejaba no buscarse problemas el primer día.

Un fuerte frenazo lo impulsó hacia adelante y se golpeó la cabeza contra el parabrisas.

—¡Qué demonios…! —exclamó.

No pudo decir más porque al mirar al frente vio que algo muy raro pasaba con el camión de delante. Varios hombres habían saltado de la caja con el vehículo en marcha y se retorcían doloridos en el suelo. Otros gritaban y empujaban a sus compañeros para conseguir bajar. El conductor había parado el camión, se había alejado de él y contemplaba la escena, aturdido. Otro hombre corría hacia ellos como loco haciendo aspavientos y gritando algo que Kilian no comprendía:

—¡
Snek, snek
!

—¡Maldita sea! ¡No me lo puedo creer! —Gregorio saltó a tierra hecho una furia.

Kilian llegó a su lado rápidamente.

—Pero… ¿qué sucede?

—¡Una maldita boa ha caído entre ellos y se han vuelto locos!

Echó a andar gritando órdenes a unos y otros, pero la mayoría yacían heridos en el suelo o comenzaban a incorporarse lentamente. Los que podían caminar se alejaban lo más posible del camión. Kilian lo siguió sin saber muy bien qué hacer.

—¡Trae el machete! —le gritó Gregorio—. ¡Ya!

Kilian corrió sobre sus pasos, cogió el objeto del asiento y regresó hasta donde se encontraba el otro empleado, a un par de pasos de la caja del camión.

Se quedó helado.

Allí delante se contorsionaba la serpiente más grande que hubiera podido imaginarse. Era una boa de casi tres metros de longitud.

—Sube y mátala —ordenó Gregorio.

Kilian no se movió. Se había tropezado con otras serpientes en su vida, sobre todo cuando segaban la hierba de los prados en los meses de verano, pero ahora le parecían lombrices comparadas con aquello.

—¿Es que no me oyes?

Kilian seguía sin moverse. Gregorio lo miró con desdén y una desagradable mueca se dibujó en su boca.

—Veo que además de inexperto eres un cobarde. ¡Dame eso!

Le arrancó el machete de las manos, puso un pie en el guardabarros, subió al vehículo ante las miradas de espanto de los trabajadores y las exclamaciones de miedo, y sin dudar lo más mínimo se lió a machetazos con el animal. La sangre comenzó a salpicar por todas partes, pero no parecía importarle. Cada vez que Gregorio descargaba el machete sobre la boa, soltaba un grito de rabia. Cuando terminó, pinchó un trozo de carne con el extremo del arma y lo sostuvo en alto para que todos lo vieran.

—¡Es solo un animal! ¡Un animal! ¿A esto tenéis miedo? —Proyectó su ira hacia Kilian—. ¿A esto tienes miedo?

Empezó a tirar los restos del cuerpo muerto a ambos lados del camino. Bajó de un salto, le indicó al conductor que diera la vuelta y se acercó a Kilian, que se había quedado mudo.

—¡Tú! ¡Los que estén muy malheridos, al camión! ¡Que se los lleven al hospital para que se estrene el nuevo doctor! ¡Y los demás, que se repartan por los otros camiones!

Kilian miró a un lado y a otro y decidió comenzar por aquellos hombres que tenía más cerca. Se fijó en uno que yacía tumbado sujetándose la cabeza con las manos. Se acercó a él y se arrodilló. No entendía lo que decía, pero supo comprender que se quejaba porque tenía una brecha de la que manaba abundante sangre y gruesas lágrimas salían de sus ojos. Sacó un pañuelo del bolsillo y lo aplicó en la herida presionando con fuerza para detener la hemorragia mientras le explicaba en castellano lo que hacía.


You no talk proper
—le repetía el hombre, sin que Kilian pudiera comprenderle—.
I no hear you
.

Otro hombre se arrodilló junto a él y comenzó a hablar al herido en tono suave. Sus palabras parecieron tranquilizarlo. Le ayudó a incorporarse y le indicó con las manos que permaneciera un rato sentado. Agradecido, Kilian intentó comunicarse con el espontáneo ayudante:


Your name
?

—Me llamo Waldo,
massa
. Soy…

—Bubi, sí. Y hablas mi idioma. —Kilian levantó la vista al cielo, aliviado, y suspiró. Enseguida se fijó en que, como Simón, al que se parecía bastante a excepción de la ausencia de arrugas en la frente, iba vestido de manera diferente a los demás trabajadores. Llevaba una camisa blanca, pantalón corto, calcetines altos y gruesas botas. Debía de tener más años que su
boy
, puesto que ya conducía—. Supongo que eres uno de los chóferes.

—Así es,
massa
.

—Bien, Waldo. Me servirás de intérprete. ¿Puedes preguntarle si se siente capaz de caminar hasta el camión?

Los dos hombres intercambiaron varias frases. El herido movía la cabeza de un lado a otro.

—¿Qué dice?

—Cree que puede caminar, pero dice que no se subirá a ese camión lleno de sangre de serpiente.

Kilian abrió la boca sorprendido. Oyó de nuevo gritos a sus espaldas, se giró y vio que Gregorio intentaba obligar a subir al camión a varios hombres y que estos se negaban.


This man no good. Send him na Pañá
—dijo el herido con voz solemne. Kilian lo miró y advirtió que señalaba a Gregorio—:
I curse him
.

—¿Waldo?

—Dice que… —El muchacho titubeó, pero ante la mirada insistente de Kilian decidió continuar—: Dice que ese hombre no es bueno, que lo envíen a España y que lo maldice.

Antes de que el hombre blanco tuviera tiempo de asimilar el significado de las palabras y se enfadase, se apresuró a explicar:


Massa
, los nigerianos les tienen terror a las serpientes. Creen que si tocan una, los espíritus malignos que habitan en su cuerpo traerán desgracias y enfermedades y mala fortuna a ellos y a sus familias, sí, a sus familias también.

Kilian hizo un gesto de incredulidad, puso los brazos en jarras, respiró hondo y se acercó a Gregorio, que insistía de malos modos en que los heridos subieran al camión.

—Si no limpiamos la sangre, no subirán —dijo con toda la tranquilidad posible.

—No digas tonterías. Si uno sube, los demás seguirán. ¡Aunque tenga que obligarle a golpes!

—No. No lo harán. —Kilian se mantuvo firme—. Así que tenemos dos opciones. O mandamos a Waldo con este camión a que traiga uno limpio de la finca, o lo limpiamos nosotros.

Gregorio lo miró con los ojos entornados y los puños cerrados. Por un momento, se sintió tentado de soltar un puñetazo contra ese mequetrefe que pretendía tomar el mando de la situación, pero se contuvo. Sopesó las posibilidades para resolver el asunto antes de que se le fuera de las manos. Cientos de ojos estaban pendientes de lo que sucedía. Eran demasiados negros para dos blancos. Si los obligaba a subir, podrían sublevarse. Y si enviaba a por otro camión, lo tildarían de blando al ceder ante esas estúpidas supersticiones.

—Muy bien —accedió—. Ya que tienes tantas ideas… ¿Con qué piensas limpiar el camión?

Kilian miró a su alrededor, se dirigió hacia los árboles que daban sombra a los cacaotales, y arrancó varias hojas largas como su brazo.

—Cubriremos la plataforma con estas hojas. De esa manera no tocarán la sangre.

En unos momentos había apilado suficiente cantidad para alfombrar un buen espacio. Con gestos pidió a varios hombres que le ayudaran a trasladar las hojas en brazadas. Al subir al vehículo, escuchó de nuevo murmullos de desaprobación cuando las suelas de sus botas entraron en contacto con el líquido viscoso, pero continuó con su tarea. Por lo visto, nadie más le iba a ayudar. Ni siquiera Gregorio. El
massa
había preferido fumarse un cigarrillo en actitud arrogante.

Cuando terminó de cubrir el suelo de la caja del camión, Waldo ya había acercado a los heridos para que vieran con sus ojos el cómodo lecho en el que serían trasladados al hospital. Kilian deseó fervientemente que los hombres no pusieran reparos, de lo contrario quedaría como un perfecto idiota. Bajó de un salto, cogió el machete y lo limpió con una hoja más pequeña que luego arrojó a la orilla del camino.

—Diles que suban, Waldo —dijo intentando que su voz sonara natural si bien el corazón le latía con fuerza—. Explícales que ya no tocarán sangre.

Waldo habló a los braceros, pero ninguno se movió. Gregorio escupió la colilla, movió la cabeza chasqueando la lengua y comenzó a caminar hacia su camión.

—Traeré el látigo —dijo—, pero esta vez lo usarás tú.

Kilian escuchó a Waldo decir unas frases en
pichi
. Supuso que les había traducido las palabras de Gregorio porque el hombre de la herida en la cabeza extendió un brazo para sujetarse a la caja, puso un pie en el saliente que hacía las veces de reposapiés y subió al camión. Una vez arriba, extendió la mano hacia el blanco para devolverle el pañuelo manchado de sangre y Kilian rehusó cogerlo.


Tenki
—dijo el hombre, y Kilian respondió con un gesto de la cabeza.

Uno tras otro, los más de veinte braceros heridos de diversa consideración subieron al camión. Waldo retornó a su puesto de conductor y puso el vehículo en marcha. Al pasar junto a Kilian lo saludó con la mano. Gregorio maniobró su camión para que el otro pudiera pasar por el estrecho camino, tocó la bocina de manera insistente, comprobó que no quedaba nadie en tierra, indicó a Kilian que subiera a la cabina y continuaron la marcha hasta
Obsay
.

No cruzaron una sola palabra en todo el día. Durante unas tres horas, Kilian siguió los pasos del otro hombre blanco entre las hileras de árboles, limpiando maleza con el machete y podando un árbol del cacao tras otro. Nadie le explicaba nada, así que se limitó a imitar a los braceros, quienes sabían perfectamente lo que tenían que hacer. Sin prisa pero sin pausa, iban avanzando al compás del patrón rítmico con ligeras variaciones de sus canciones de trabajo. Kilian pensó que cantar era una buena manera de tener ocupada la mente y aliviarla de la faena monótona. Él mismo se había descubierto en ocasiones en un estado de relajación extraño, como si otra persona empuñara su machete.

Habían comenzado por las plantaciones más cercanas a
Obsay
, de modo que cuando Gregorio dio orden de ir a almorzar, caminaron sobre sus pasos en dirección al patio, distribuido de manera parecida al de Sampaka, aunque bastante más pequeño.

Debido al sol que lucía en lo alto y al trabajo realizado, Kilian sudaba a mares. Los trabajadores se sentaron cerca de un edificio de madera levantado sobre gruesas columnas blancas entre las que varios cocineros preparaban la comida en grandes recipientes. Gregorio había desaparecido y Kilian no sabía adónde dirigirse.

—¡
Massa
!

La voz le resultó familiar y distinguió a Simón, que portaba un fardo sobre la cabeza. Tan solo había hablado unos minutos con él al levantarse, pero se alegró de ver a alguien conocido.

—¿Qué haces aquí?

—Le traigo la comida.

—¿No comemos todos juntos?

Simón negó con la cabeza.

—A los braceros se les reparte la comida cada semana y ellos se la entregan a sus cocineros para que la preparen cada día. Si están en el bosque se la llevan hasta allí, y si están en el patio comen aquí, como hoy. De cada blanco se encarga su
boy
, menos cuando se está en el patio central. Entonces se come en el comedor.

Cada momento que pasaba, Kilian agradecía más las explicaciones de Simón.

—¿Y cómo sabes dónde encontrarme?

—Es mi trabajo,
massa
. Siempre sé dónde está.

Kilian eligió un lugar apropiado para descansar, se sentó en el suelo y recostó la espalda contra una pared que proyectaba unos metros de sombra. Simón se acercó, se sentó a su lado y comenzó a sacar pan, jamón, huevos duros y bebida del fardo. Kilian bebió con ganas, pero no tenía hambre. Se secó el sudor de la frente y las mejillas con la manga de la camisa y aprovechó unos instantes para cerrar los ojos. De fondo escuchaba el murmullo de las conversaciones de los trabajadores. Percibió unas voces que aumentaban de volumen y unos pasos que se aproximaban. Abrió los ojos y vio a dos hombres que se acercaban discutiendo, se plantaban frente a él y entre gritos parecían querer explicarle algo. Simón se puso de pie e intervino en la disputa para que hablasen de uno en uno y explicasen qué pasaba. Luego se giró hacia Kilian.

—Riñen porque el cocinero les ha cambiado la malanga.

Kilian se lo quedó mirando sin entender nada. Como tardaba en responder, los hombres volvieron a enzarzarse en su discusión. Kilian se incorporó.

—¿Y eso qué quiere decir?

—La malanga,
massa
. Uno tenía la malanga más gorda y por eso la marcó. Cuando ha ido a recogerla, el cocinero le ha dado otra. Quiere su malanga, antes de que se la coma el otro.

—¿Y por qué me lo cuentan a mí? —Kilian seguía sin entender nada.

—Usted es el juez,
massa
. Ellos harán lo que usted diga.

Kilian tragó saliva. Se rascó la cabeza y se levantó. Gregorio seguía desaparecido. Miró hacia la sencilla cocina de los trabajadores y advirtió que los murmullos habían cesado y que muchos ojos lo observaban expectantes. Maldijo por lo bajo y se dirigió con paso decidido hacia los cocineros, seguido de Simón.

Cruzaron por entre los hombres sentados en el suelo. Las cabezas giraron para seguir su recorrido hasta el cocinero culpable de la discusión. Este permanecía con los brazos cruzados ante dos platos en los que había bacalao, arroz regado con una salsa roja y lo que parecía una patata cocida. Kilian miró los dos platos. En uno la patata era considerablemente más grande que la otra. Dedujo que eso debía de ser la malanga. Los dos hombres seguían insistiendo con palabras y gestos en que ambos eran los dueños de la más grande. De pronto, le vino a la mente una imagen de Jacobo y él cuando eran pequeños. Estaban junto al fuego, esperando a que su madre sacara la ceniza que cubría las primeras patatas cocidas del otoño y entregara una a cada miembro de la familia. Cuando Kilian recibió la suya, comenzó a protestar porque era mucho más pequeña que la de Jacobo. ¿Y qué hizo su madre?

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