—¡Pero qué dices, mamá! —protestó Julia.
Jacobo instó a Waldo para que continuara antes de que alguien más hiciera comentarios que lo alejaran de sus propósitos.
—Hay varios heridos —continuó el muchacho—, y ningún blanco para poner orden, ni siquiera el nuevo doctor…
Jacobo estrechó la mano de Emilio, besó las mejillas de Generosa y Julia, y arrastró a su hermano fuera de la casa mientras este repetía su agradecimiento por tan agradable velada y aceptaba futuras invitaciones. Julia los acompañó hasta la furgoneta, esperó a que cargaran la bicicleta de Waldo en la parte trasera y se despidió de ellos con un brillo de frustración en los ojos.
Jacobo condujo veloz hasta que, pasadas un par de manzanas, detuvo el coche, salió, entregó la bicicleta a Waldo y le puso unos billetes en la mano.
—¡Buen trabajo, chico!
Waldo encendió una linterna portátil y se marchó, contento por la facilidad con la que se había ganado un dinero inesperado.
Jacobo entró en el coche y se giró hacia Kilian con una amplia sonrisa.
—¡Serás bribón! —le recriminó Kilian divertido.
—¡Bienvenido a las noches de Santa Isabel! —dijo su hermano—. ¡Allá vamos, Anita Guau!
Jacobo apretó el acelerador y condujo como un loco hasta su destino deseado mientras Kilian se contagiaba de su alegría.
—¡Pero qué dos
hola-holas
tenemos por aquí! —Nada más acceder a la sala de fiestas, una mujer entrada en carnes y con abundante pecho los saludó estrechándoles afectuosamente la mano—. ¡Cuánto tiempo sin verlo,
massa
Jacobo! ¡Y este debe de ser su hermano! ¡Bienvenido! ¡Pasen y disfruten!
—Veo que todo sigue igual, ¿eh, Anita? —Jacobo le devolvió el saludo mientras recorría el local con la mirada. Divisó a sus amigos y los saludó con la mano—. Mira, Kilian. Ha venido hasta Manuel. A quien no veo es ni a Dick ni a Pao.
—¿A quién?
—A unos amigos que trabajan en Bata, en las maderas. No es raro que algún sábado aparezcan por aquí… Bueno, para empezar, yo me voy a tomar mi whisky favorito. Apréndete este nombre:
Caballo Blanco, etiqueta negra
. Aunque resulte difícil de creer, es más barato que la cerveza. Las ventajas de ser puerto franco…
Se acercaron a la barra y Kilian se fijó en que, efectivamente, la mayoría de las copas solicitadas por los clientes eran bebidas fuertes. Las camareras servían generosas cantidades de whisky con nombres desconocidos para él —serían escoceses o irlandeses— y de brandies familiares como Osborne, Fundador, 501, Veterano o Tres Cepas. En las casas de Pasolobino, pensó con asombro, una de esas botellas duraba casi un año; en el Anita, unos segundos.
Jacobo pidió dos copas de Caballo Blanco y, mientras esperaban, Kilian se entretuvo contemplando la pista de baile descubierta. El club era un enorme patio cerrado dividido en dos partes: a la derecha, un tejado protegía la zona de la barra y de las mesas de las posibles lluvias; a la izquierda, la zona dedicada al baile no tenía techo, de manera que al levantar la vista se veían los edificios de los alrededores. Numerosos chiquillos observaban apostados en las balconadas de las casas circundantes lo que los mayores hacían ahí abajo. Hombres blancos y hombres negros con mujeres negras vestidas como las europeas se movían al ritmo de la música de una pequeña orquesta formada por seis hombres que extraían una música trepidante de tambores de diferentes tamaños, un xilófono, un par de maracas que parecían calabazas y una trompeta, consiguiendo lo que le resultó una mezcla curiosa de percusión africana y familiares ritmos latinos. Kilian se sorprendió balanceando los hombros: más que pegadiza, esa música era contagiosa.
Jacobo le entregó su copa y avanzaron hasta las mesas más lejanas del fondo, donde se juntaron con Manuel y Marcial, que bebían acompañados de dos hermosas mujeres. Entre risas señalaron hacia la pista de baile y vieron a Mateo intentando seguir el ritmo desenfrenado de su pareja, una mujer mucho más voluminosa que él. Marcial se levantó para acercar dos sillas a los hermanos. En aquel rincón, destinado a beber y conversar, las ventanas cubiertas de telas oscuras proporcionaban un ambiente íntimo caldeado por el humo del tabaco y el olor a perfume y sudor.
—Os presento a Oba y a Sade —dijo Marcial—. Acaban de llegar del continente. Estos son Jacobo y Kilian.
Las muchachas ofrecieron la mano a los hombres. Oba, más menuda que su amiga, llevaba un vestido amarillo de falda ancha y cuerpo ajustado con un gran lazo en el pecho y escote en pico, y lucía una media melena a la europea. A Kilian, por su estatura y pose altanera, Sade le pareció una hermosa reina adornada con pulseras de semillas de colores y collares de cuentas de cristal. Un vestido rosa pálido con botones hasta la cintura y cuello y puños de piqué blanco, a juego con las sandalias, realzaba su figura. Además, se había recogido el pelo en diminutos moños cuyas líneas de separación trazaban curiosos dibujos, como pequeños mosaicos, por lo que sus enormes ojos parecían aún más grandes, y sus labios, más carnosos.
—¿Os apetece bailar? —sugirió Oba en perfecto castellano.
Marcial y Jacobo asintieron y los cuatro se fueron a la pista. Manuel fue a por más bebida y de camino se cruzó con Mateo, que regresaba solo a la mesa. Kilian sonrió al apreciar con qué buen ritmo seguía su hermano los insinuantes contoneos de Sade y la desproporcionada diferencia de altura que había entre Oba y Marcial, que bailaba prácticamente agachado.
—¡Estoy derrotado! —Mateo, sudoroso, se sentó a su lado—. ¡Estas mujeres tienen el demonio metido en el cuerpo! Y tú… ¿no bailas? No tienes más que pedírselo a alguna.
—La verdad es que a mí esto de bailar no me va mucho… —confesó Kilian.
—A mí tampoco me gustaba, pero una vez que te dejas llevar por los sonidos pegadizos de los
dundunes, jembes
y
bongós
, es más fácil de lo que parece. —Se rio al ver la expresión de sorpresa de Kilian—. Sí, hasta he conseguido aprenderme el nombre de los tambores. Al principio, todos eran
tamtames
… —Buscó su vaso sin dejar de deslizar la mirada por la sala en busca de una nueva compañera—. Hoy está esto muy animado. Hay muchas chicas nuevas.
Manuel llegó con las bebidas y se incorporó a la conversación.
—¡No os lo vais a creer! En la barra están Gregorio y Regina. ¡Qué poco le ha durado el duelo de la despedida de Dámaso! ¿De qué hablabais?
—De los tambores…, de las chicas… —respondió Kilian—. ¿De dónde son?
—Corisqueñas, nigerianas, fang y ndowé de Río Muni… —listó Mateo—. Un poco de todo.
—¿Y bubis de aquí no?
—¡Bubis no! —dijo Manuel—. Si pierden la virginidad, son castigadas.
—Mira que hay diferencias en un sitio tan pequeño… —comentó Kilian recordando al bracero que había prestado a su mujer—. En fin, así que este es el famoso lugar por el que se soporta toda una semana de trabajo.
—No es el único, pero es el mejor —explicó Mateo siguiendo con el vaso el ritmo de la música. Ni siquiera sentado podía parar—. A veces también vamos al Riakamba, detrás de la catedral. Y también está el Club Fernandino, pero no me gusta nada porque las chicas no son tan abiertas como aquí. —Soltó una risotada y sus ojos se empequeñecieron aún más con multitud de arrugas—. Se comportan como las blancas, todas finas y dignas.
—Es el equivalente al casino de los blancos —matizó Manuel, divertido por la explicación de Mateo—. Acude la élite negra. Allí no está tan bien visto que un blanco baile con una negra. Aquí es diferente. Por unas horas somos todos iguales.
Marcial y Sade regresaron a la mesa sin sus respectivas parejas.
—¿Qué ha pasado con los otros dos? —preguntó Manuel.
—Oba me ha abandonado por uno de su talla —bromeó Marcial haciendo crujir la silla al sentar su voluminoso cuerpo—. Y Jacobo se ha encontrado con una antigua amiga. Kilian, ha dicho que no le esperes y que te vuelvas con nosotros. —Sacudió la cabeza—. ¡No pierde el tiempo este hombre!
Sade se sentó muy cerca de Kilian. Con inocente descaro le pidió un sorbo de su whisky y le dio las gracias apoyando suavemente la mano sobre su muslo. Los otros hombres cruzaron unas miradas divertidas. Kilian se puso nervioso. Sintió un cosquilleo bajo el pantalón y se apresuró a desviar la atención de los demás:
—Hoy me han dicho que en el continente unos nativos se han comido al obispo. Una secta prohibida o algo así. ¿Habéis oído algo vosotros?
Mateo y Marcial sacudieron la cabeza con extrañeza. Sade y Manuel se rieron al unísono.
—¡Qué miedo tenéis los blancos de que os comamos! —dijo ella, con una voz cargada de intención—. Y de que nos quedemos con vuestros poderes…
Kilian frunció el ceño.
—Hay tribus en el continente que cazan y se comen a los gorilas —explicó Manuel—. Llaman
obispo
a una especie de gorila con perilla por su parecido con algún padre misionero de tiempos atrás. Es fácil que la noticia se haya malinterpretado. Por cierto, también se comen a
diplomáticos
…
Sade asintió con la cabeza mientras miraba a Kilian de reojo, quien, sin saber muy bien cómo enmendar su metedura de pata, apuró su copa de un trago. En ese momento, Marcial intervino:
—¡Chicos, chicos! ¡Mirad qué preciosidad acaba de entrar! —Todos se fijaron en una mujer con un vestido lila que caminaba lentamente luciendo su impresionante figura sobre unos tacones altísimos—. ¡Esa sí que es de mi talla!
Salió disparado en dirección a la mujer, pero a los pocos pasos se detuvo. Otro hombre mucho más grande que él se aproximó a ella y le tendió el brazo solícito para guiarla hasta la pista de baile. Marcial se dio la vuelta y regresó a la mesa.
—Mosi
el Egipcio
es mucho Mosi, ¿eh, Marcial? —se compadeció Mateo.
—¡Ya lo creo! Nada que hacer… En fin, echaré otro trago.
Sade se levantó y cogió a Kilian de la mano.
—Vamos a bailar —dijo en un tono que no admitía discusión.
Kilian se dejó arrastrar a la pista de baile. Agradeció que la orquesta interpretara un
beguine
, parecido a una rumba lenta, para salir airoso de la situación. Sade pegó su cuerpo contra el suyo, mirándolo con sus ojos profundos y susurrándole palabras cariñosas que le producían un efecto embriagador. A Kilian le sorprendió la naturalidad con la que ella se le insinuaba. Sentía una mezcla de curiosidad y deseo diferente a la que había sentido en otras ocasiones. Sus experiencias se limitaban a una casa de señoritas de Barmón, adonde su hermano lo había llevado por primera vez, aprovechando una feria de ganado, para convertirlo en un hombre, y a varios encuentros fugaces con muchachas que trabajaban en casas grandes de Pasolobino y Cerbeán. Recordó las palabras de Jacobo después de su primera —y desastrosa— vez: «Las mujeres son como el whisky: el primer trago cuesta, pero cuando te acostumbras entra solo y aprendes a saborearlo». Con el paso de los años, había logrado reconocer que su hermano llevaba algo de razón. No obstante, a diferencia de Jacobo, él no buscaba el placer con frecuencia. Necesitaba algún tipo de complicidad, o de afinidad, aunque fuera transitoria, con la mujer con la que iba a compartir unos momentos tan íntimos.
En ese instante, Sade sabía perfectamente cómo convencerlo. Realmente parecía que quería disfrutar de él y con él. Kilian comenzó a sentir entre las piernas la fuerza del deseo y ella lo notó.
—Si quieres, podemos ir afuera —le sugirió con voz cariñosa.
Kilian asintió y salieron del club en dirección a la parte trasera. Caminaron agarrados por una tranquila y silenciosa calle de casitas bajas hasta llegar al final, donde se terminaban las edificaciones y comenzaba el manto verde. Sade lo condujo entre frondosos árboles, cuyas sombras perfiladas por la luna ocultaban a otras parejas en la misma situación, hasta un lugar que le pareció adecuado y discreto para que estuvieran cómodos.
Entonces ella volvió a pegar su piel contra la de él y Kilian se dejó hacer. Sade recorrió su cuerpo con manos expertas y guió las del hombre por todos los rincones de sus curvas sin dejar de pronunciar excitantes palabras en su lengua. Cuando vio que estaba preparado, se tumbó sobre el suelo indicándole que hiciera lo mismo y se abrió a él. Kilian ya no pensaba con claridad. Entró en ella con una mezcla embriagadora de deseo y confusión, como si no se creyera que su cuerpo pudiera responder con tanta avidez a los designios de Sade. Sin palabras, se meció sobre ella hasta que no pudo más y explotó. Una sensación de bienestar corrió por sus venas y permaneció tumbado varios minutos hasta que ella le dio unas palmaditas en el hombro para que se levantara.
Se arreglaron la ropa con movimientos torpes. Kilian estaba aturdido. Todavía no se había recuperado de la intensidad del encuentro. Sade le sonrió comprensiva, lo cogió de la mano y lo acompañó de nuevo al interior del local. En la barra se separó de él.
—Me gustaría verte otra vez —le dijo, adornando sus palabras con un coqueto guiño.
Kilian hizo un gesto ambiguo con la cabeza, se apoyó en la barra y pidió un trago. Poco a poco su respiración se fue normalizando. Necesitaba unos minutos antes de regresar con sus amigos y actuar como si nada hubiera sucedido. Quizá ellos hablasen de esos temas con toda naturalidad, pero él no. No quería ser objeto de sus bromas ni tener que dar explicaciones. A su cabeza regresaron fragmentos de todas las conversaciones y situaciones de los últimos días en las que habían estado presentes las mujeres. Que él supiera, Marcial, Mateo, Jacobo, Gregorio, Dámaso, incluso Manuel, bueno, igual Manuel no tanto…, entendían el disfrute en la isla en los términos que él acababa de experimentar. Y, en unos minutos, él se había convertido en uno de ellos. ¡Tan pronto! ¡Tan fácil! La cabeza le daba vueltas. ¿Volvería a ver a Sade? ¿Se convertiría ella en su
amiga
fija? ¡Si apenas habían cruzado dos palabras! No sabía ni cómo era, ni qué esperaba de la vida, ni si tenía hermanos, padres… Todo había ido tan rápido… ¿Qué esperaría ella de él? Le había dicho que le gustaría verlo otra vez… ¿Le acabaría pasando un dinero todos los meses cuando cobrara su sueldo a cambio de la exclusividad de sus favores? ¿Así era como funcionaban las cosas? Un leve cargo de conciencia se apoderó de él. Lo mejor sería no volver al Anita Guau en un tiempo prudencial. Sí. El tiempo decidiría por dónde y cómo irían las cosas.
Se atusó el pelo varias veces, tomó varios tragos del vaso y lo mantuvo en su mano durante el trayecto hasta la mesa del fondo en una pose de absoluta normalidad.