Jacobo trepó ágilmente por la escalera trasera del vehículo para atar las maletas a la baca cromada. Después, ambos hermanos ocuparon sus asientos en la parte de atrás. El conductor puso el motor en marcha y avisó de que partirían en cinco minutos. El autocar iba prácticamente vacío porque no eran fechas en las que la gente del valle de Pasolobino se tuviera que desplazar a otros lugares, pero, a lo largo del viaje, se iría llenando de tal modo que los últimos viajeros llegarían a la ciudad de pie o apretados en los únicos peldaños de acceso ubicados a la derecha del conductor.
Jacobo cerró los ojos para echar una siesta, aliviado y agradecido de no tener que soportar más el intenso frío —ahí dentro no hacía calor precisamente, pero era soportable—, y de no tener que hacer la primera parte del viaje en caballería como lo había hecho su padre. Por su parte, Kilian se entretuvo mirando por la ventanilla el uniforme paisaje, que continuó blanco todavía durante un buen trecho antes de cambiar bruscamente al gris de la roca, a través de cuyos túneles dejaban atrás la montaña y se aproximaban a las tierras bajas.
Reconocía el recorrido, pues era el único que conducía a Barmón, una pequeña ciudad provinciana a unos setenta kilómetros de Pasolobino. A sus veinticuatro años, ese lugar era el punto más lejano al que había llegado en su vida. Algún amigo de su infancia había tenido la suerte de ponerse tan enfermo como para requerir los servicios de médicos especializados en la capital de la provincia, o incluso de la región, pero en su caso, que se había criado fuerte como un roble, nunca había sido necesario. Por lo tanto, las ferias de ganado de Barmón habían supuesto su mayor fuente de información directa sobre el mundo exterior, ya que allí llegaban comerciantes de muchos lugares aprovechando que los ganaderos llevaban a cabo sus transacciones comerciales y compraban telas, velas, aceite, sal, vino, enseres domésticos, herramientas y regalos para llevar de vuelta a los pueblos de la montaña.
Para él, ese trajín de hombres y mujeres representaba que había un universo más allá de la estrecha carretera arrancada a la roca que servía de único acceso rodado a su valle: un universo que las palabras y dibujos de los libros de geografía e historia de la escuela, las anécdotas de los mayores, y las voces diurnas del
parte
de Radio Nacional de España y las nocturnas del informativo de Radio París Internacional o de la revoltosa —según el hermano de su padre— Radio La Pirenaica apenas podían esbozar.
Jacobo se despertó poco después de pasar Barmón. No se había enterado del jaleo que habían armado la docena de personas y niños que allí habían subido al autocar con cestos de comida, ni del cacareo de protesta de las gallinas que algunos portaban en cajas de cartón. A Kilian todavía le maravillaba la increíble facilidad que siempre había tenido su hermano para dormir en posturas imposibles, en cualquier circunstancia y a cualquier hora. Era capaz incluso de despertarse, conversar un rato, fumarse un cigarrillo y volver a dormir. Jacobo argumentaba que era una buena manera de no gastar energía tontamente y de que el tiempo se pasase más deprisa cuando no había nada interesante que hacer. En esos momentos, a Kilian no le importaba el silencio de Jacobo. Al contrario, después de la despedida de Pasolobino, incluso agradecía poder disfrutar de la ausencia de conversación continua para ir acostumbrándose a los cambios del paisaje y de su espíritu.
En uno de esos intermitentes despertares, al percatarse de su estado meditabundo, Jacobo pasó el brazo por el hombro de su hermano y lo atrajo hacia sí enérgicamente.
—¡Anímate, hombre! —le dijo en voz alta—. Un par de copas en el café Ambos Mundos esta noche y se te curarán todas las penas. Un nombre apropiado, ¿no te parece? —Se rio—. ¡Ambos mundos!
Por fin, varias horas más tarde, llegaron a la gran ciudad. En Zaragoza no había nieve, pero sí soplaba un fuerte cierzo, casi tan intenso y helador como el de la montaña. Sin embargo, las calles estaban llenas de gente: decenas y decenas de hombres enfundados en abrigos de lana o gabardinas beis, caminando levemente inclinados, sujetándose con una mano la gorra o el sombrero y mujeres apretando sus bolsitos sobre el pecho. Jacobo guió a Kilian a la pensión, un estrecho edificio de varias alturas en la plaza de España donde se solían alojar Antón y Jacobo cuando estaban de paso por la ciudad. Dejaron las maletas en la pequeña y austera habitación y, para no perder ni un preciado segundo de las pocas horas que estarían allí, se lanzaron de nuevo al exterior con la intención de cumplir los objetivos propuestos por Jacobo.
En primer lugar, y siguiendo la costumbre de muchos de los que iban a la ciudad por cualquier razón, cruzaron las estrechas callejuelas del casco antiguo, conocido popularmente como
El Tubo
, para ir a visitar la basílica de Nuestra Señora del Pilar y pedirle a la Virgen que los acompañara en su viaje. Después, tomaron una ración de calamares en una taberna abarrotada de gente, donde aceptaron el ofrecimiento de un joven limpiabotas. Con los zapatos deslumbrantes por la acción de la crema Lodix sobre una enérgica bayeta, pasearon sin rumbo fijo mientras el número de personas descendía a medida que los comercios echaban el cierre. En medio de las calles adoquinadas, sobre las que circulaban el tranvía y coches negros de capó redondeado y brillantes adornos metalizados que Kilian nunca había visto, a cuyos lados se levantaban edificios de hasta ocho alturas, los dos hombres caminaban despacio porque Kilian se detenía para observar cualquier cosa.
—Pareces de pueblo —le decía su hermano muerto de risa—. ¿Qué cara pondrás cuando lleguemos a Madrid? Esto solo acaba de empezar…
Kilian le preguntaba continuamente por todo. Era como si de pronto el silencio de los nervios de los últimos días se hubiera transformado en un derroche de curiosidad. A Jacobo le complacía actuar como el típico hermano mayor dispuesto a guiar, con cierto aire de superioridad y autosuficiencia, a un desorientado hermano menor. Recordaba perfectamente su primer viaje y entendía las reacciones del otro.
—¿Ves ese coche? —le explicaba mientras señalaba a un elegante vehículo negro con la parrilla delantera, los faros redondos y la baca relucientes—. Es uno de los nuevos Peugeot 203 familiar que ahora se emplean de taxis. Ese otro es un Austin FX3 inglés, una maravilla. Y ese es un Citroën CV familiar que se conoce como
Pato
… Bonitos, ¿eh?
Kilian asentía distraído por la prestancia de las fachadas de los sólidos y clásicos edificios de porte monumental, como el del Banco Hispano Americano y el de La Unión y el Fénix Español, con sus grandes ventanales cuadrados y redondeados, los portales con columnas y frontones, los relieves de los áticos y los numerosos balcones de forja…
Agotados por el intenso día y el recorrido por la ciudad, decidieron ir por fin al famoso café propuesto por Jacobo. Cuando llegaron a la entrada, Kilian leyó maravillado el cartel luminoso que anunciaba que ese era uno de los locales más grandes de toda Europa. Cruzó la gran puerta de doble hoja tras su hermano y se detuvo, atónito. Solo unas amplias escaleras y varios arcos soportados por blancas columnas lo separaban de una enorme sala de dos alturas llena de voces, humo, calor y música. Unas finas barandillas recorrían todo el largo de los laterales para permitir a los clientes de la parte superior disfrutar de la vista de la orquesta ubicada en el centro de la zona inferior. Le vino entonces a la memoria la escena de una película que había visto en Barmón en la que un joven descendía por unas escaleras parecidas con la gabardina perfectamente colgada del brazo y sujetando en su mano un cigarrillo. El corazón le latió con fuerza. Fijó la mirada al frente y disfrutó de ese descenso hacia la multitud de mesas, sillas de madera y butacas perfectamente dispuestas que invitaban a la tertulia entre hombres y mujeres que, a simple vista, le parecieron distinguidos y sofisticados. Los vestidos de las mujeres, con lazos en el pecho y escotes en pico, eran ligeros, alegres, entallados y cortos en comparación con las gruesas faldas a media pierna y las chaquetas de lana oscura de la montaña; y, como él, los hombres llevaban camisa blanca bajo la americana, en cuyo bolsillo delantero alguno lucía un pañuelo, y una fina corbata negra.
Por unos instantes se sintió importante. Ninguno de los presentes sabía que apenas un día antes había estado limpiando el estiércol de las cuadras.
Percibió que Jacobo levantaba la mano para saludar a alguien situado al fondo de la sala. Dirigió la mirada en esa dirección y vio que un hombre les hacía señas para que fueran a sentarse a su mesa.
—¡No puede ser! —exclamó su hermano—. ¡Qué casualidad! Ven, te lo presentaré.
Comenzaron a moverse con dificultad por entre las sillas y las mesas, sobre las que se podían ver cajetillas de cigarrillos con filtro Bisonte y Camel, cajas de cerillas de todas las formas y colores, copas de anís o brandy frente a los hombres, y de champán o Martini blanco frente a las mujeres. El local estaba abarrotado de gente. Kilian estaba fascinado por que el tamaño de la sala permitiese a unos conversar tranquilamente y a otros bailar cerca de la orquesta. En todo el valle de Pasolobino no había ningún lugar como ese, ni siquiera parecido. En verano, los bailes se celebraban en la plaza, y en invierno, de cuando en cuando, se organizaban pequeñas fiestas en los salones de las casas, donde había que apartar los muebles y colocar las sillas en círculo contra la pared para hacer sitio. Las muchachas permanecían sentadas hasta que los jóvenes las invitaban a deslizarse por la improvisada pista o decidían bailar unas con otras al son de los pasodobles, valses, tangos y chachachás de un acordeón, una guitarra y un violín que no podían competir ni de lejos con la rumba alegre y pegadiza que salía de los pabellones de las trompetas y saxofones en ese momento.
A unos pasos de su destino, Jacobo se giró y dijo en voz baja:
—Una cosa, Kilian. A partir de ahora, cuando estemos con más gente, no hablaremos en pasolobinés. A solas me da igual, pero en público no quiero parecer un paleto. ¿De acuerdo?
Kilian asintió un poco perplejo. Lo cierto es que no se le había ocurrido pensar en eso porque nunca había estado en otro contexto que no fuera el de Pasolobino. Tuvo que admitir que Jacobo tenía razón y se prometió estar alerta para no meter la pata y avergonzar a su hermano aunque le costase un esfuerzo desacostumbrar a su pensamiento y a su boca del continuado uso de su lengua materna.
Jacobo saludó con efusividad al hombre que los esperaba de pie.
—¿Qué haces tú por aquí? ¿No estabas en Madrid?
—Ahora te cuento. Sentaos conmigo. —Hizo un gesto en dirección a Kilian—. No hace falta que me jures que es tu hermano.
Jacobo se rio y presentó a los dos jóvenes.
—Kilian, este es Manuel Ruiz, un prometedor médico que no sé qué demonios hace en Guinea. —Manuel sonrió y se encogió de hombros—. Y este es mi hermano Kilian. Otro que no sabe dónde se mete.
Los recién presentados se estrecharon la mano y se sentaron en un sofá semicircular de cuero. Jacobo ocupó una silla con el respaldo de barrotes de madera. El vocalista melódico, ataviado con una americana gris ribeteada de plata, comenzó a interpretar una conocida balada de Antonio Machín,
Angelitos Negros
, que recibió los aplausos del público.
—¿Es que no tenéis locales así en Madrid? —bromeó Jacobo, dirigiéndose a Manuel.
—¡Decenas de ellos! ¡Y el doble de grandes! Ahora en serio. He venido a firmar los papeles para trabajar en Sampaka. Me han ofrecido un contrato más que tentador.
—¡No sabes lo que me alegro! La verdad es que don Dámaso está ya muy mayor para la vida que lleva.
—Ojalá tuviera yo la experiencia de don Dámaso…
—De acuerdo, pero ya no puede con todo. ¿Y cuándo bajas?
—Mañana regreso a Madrid y me han sacado el pasaje para el jueves en el…
—¡Ciudad de Sevilla! —exclamaron los dos a la vez antes de romper en sonoras carcajadas—. ¡Nosotros también! ¡Esto sí que es bueno!
Jacobo se percató de que habían excluido a Kilian de la conversación y le explicó:
—Manuel ha trabajado de médico en el hospital de Santa Isabel. A partir de ahora lo tendremos todo para nosotros. —Levantó la cabeza en busca de un camarero—. ¡Esto hay que celebrarlo! ¿Has cenado?
—Todavía no. Si queréis podemos hacerlo aquí. ¡Es la hora del
chopi
!
—¡El
chopi
, sí! —repitió Jacobo soltando una risotada.
Kilian dedujo que esa palabra se refería a la comida y aceptó las sugerencias de los otros a la hora de elegir el menú. Justo entonces, se produjo un expectante silencio y el entregado solista repitió la última estrofa de la canción que estaba interpretando: «… siempre que pintas iglesias, pintas angelitos bellos, pero nunca te acordaste de pintar un ángel negro…». Su actuación fue recompensada con una gran ovación que aumentó de volumen en cuanto el pianista comenzó un blues trepidante que varias parejas se atrevieron a ejecutar.
—¡Me encanta el bugui-bugui! —exclamó Jacobo, chasqueando los dedos y balanceando los hombros—. ¡Qué pena que no tenga con quien bailar!
Barrió la sala con la mirada en busca de una candidata y saludó con la mano a un grupo de muchachas un par de mesas más allá que le respondieron con tímidas risas y cuchicheos. Dudó si acercarse e invitar a alguna de ellas, pero finalmente decidió no hacerlo.
—Bueno, ya me quitaré las ganas dentro de poco…
Kilian, a quien no le gustaba mucho bailar, se sorprendió siguiendo el ritmo con un pie. No dejó de hacerlo hasta que el camarero consiguió llegar a la mesa con lo que habían pedido. Al ver el contenido de los platos, se dio cuenta de lo larga que había sido la jornada y del hambre que tenía. Desde el desayuno, solo había comido el trozo de pan con panceta que había preparado Mariana y los calamares de la taberna. Dudaba de que los canapés de salmón ahumado y caviar y los fiambres de gallina y ternera trufada pudieran llenar su estómago, acostumbrado a guisos más contundentes, pero los encontró deliciosos y, acompañados de varios vasos de vino, lograron el objetivo de saciarle.
Cuando terminaron de cenar, Jacobo pidió una copa de ginebra después de protestar porque en la sala más grande de Europa no tuvieran whisky de su gusto. Manuel y Kilian se conformaron con un
sol y sombra
de brandy con anís.