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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (4 page)

—Este cuatrimestre tengo pocas clases —respondió Clarence—. Es lo bueno de la universidad. Me organizo para tener temporadas libres y poder investigar. Y tú, ¿te vas a quedar mucho tiempo esta vez?

La familia materna de Julia era oriunda del valle de Pasolobino y ella todavía conservaba una de las muchas casas emplazadas en medio de los campos a unos kilómetros del pueblo. Su madre se había casado con un hombre de un valle vecino y ambos se habían ido a trabajar a África cuando ella era muy pequeña, dejándola al cuidado de los abuelos hasta que el negocio de ferretería comenzó a ir bien y decidieron llevársela con ellos. Allí, Julia se había casado y había dado a luz a sus dos hijos. Después de instalarse definitivamente en Madrid, ella y los niños habían disfrutado de cortas vacaciones en Pasolobino a las que se sumaba su marido de manera ocasional. Desde que había enviudado hacía un par de años, sus estancias en su valle natal eran cada vez más largas.

—Por lo menos hasta octubre. Es lo bueno de tener a los hijos mayores, que ya no me necesitan. —Sonrió con picardía antes de añadir—: Y así no me pueden dejar a los nietos a todas horas.

Clarence rio abiertamente. Le gustaba Julia. Era una mujer de carácter fuerte, aunque físicamente no diera esa imagen. También era culta, observadora, reflexiva y sensible, muy abierta y agradable al trato, con un punto incluso de sofisticación que la hacía destacar sobre las demás mujeres del pueblo. Clarence estaba convencida de que esto se debía tanto a su pasado viajero como a sus años en la capital. No obstante, Julia se sentía en Pasolobino como si nunca se hubiera ido, y su sencillez hacía de ella una mujer apreciada. A pesar de su comentario sobre los hijos y nietos, no podía evitar estar siempre pendiente de lo que les pasaba a los demás y ofrecer su ayuda en caso necesario.

—¿Te apetece un chocolate caliente? —sugirió Clarence.

—¡El día que no me apetezca, ya puedes empezar a preocuparte!

Caminaron tranquilamente por las callejuelas dominadas por el gris de las piedras, dejaron atrás el casco antiguo del pueblo y tomaron la amplia avenida que vertebraba la parte nueva, con altas farolas y edificios de cuatro y cinco alturas, hasta el único establecimiento de Pasolobino donde —según la experta Julia— el chocolate era auténtico porque superaba la prueba de dar la vuelta a la taza sin que se derramase. «Cuando has crecido tomando cacao puro —solía decir—, es imposible aceptar sucedáneos.»

Durante el trayecto conversaron de cuestiones triviales, del tiempo y del trabajo de la joven, y se pusieron al día sobre los diferentes miembros de sus familias. Clarence creía percibir siempre una ligera variación en el tono de voz de Julia cuando preguntaba por Kilian o por Jacobo. Era algo muy tenue, nada importante, pero precedido por un nervioso carraspeo que solo se producía antes de las preguntas recurrentes en sus conversaciones:

—Hace días que no veo a tu tío. ¿Se encuentra bien?

—La verdad es que está bastante bien, gracias. Empieza a tener alguna gotera, pero nada importante.

—¿Y qué vida lleva tu padre? ¿Es que no sube?

—Sí que sube, sí, pero no con tanta frecuencia como antes. Dice que cada vez le da más pereza conducir.

—¡Con lo que le han gustado los coches!

—Yo creo que con los años se nos está haciendo friolero y espera a que llegue el buen tiempo.

—Bueno, eso nos pasa a todos. Y lo cierto es que hay que tenerle mucho amor a esta tierra para resistir este clima tan salvaje…

«Clima —pensó Clarence—. Contraste entre el calor tropical y el frío de Pasolobino.»

Supo que esa era una buena excusa para desviar fácilmente la conversación hacia lo que le interesaba.

—Pues sí —asintió—. Y más si has vivido en el trópico, ¿eh?

—Mira, Clarence, te voy a decir una cosa. —Julia se detuvo ante la chocolatería y se giró hacia la joven—. Si no fuera por todas las circunstancias…, en fin, por cómo nos tuvimos que ir, quiero decir…

La entrada al establecimiento sirvió de pausa. Clarence la guió al interior amablemente sin interrumpirla, encantada de que hubiera picado el anzuelo.

—… Me hubiera quedado allí…

Se acercaron a la mesa libre más cercana al ventanal, se quitaron las chaquetas, bolsos y pañuelos de cuello y se sentaron.

—Porque aquellos fueron los mejores años de mi vida…

Suspiró, hizo un gesto con las manos al camarero indicándole que tomarían dos tacitas, pero reparó en que no había consultado a Clarence. La miró y esta asintió a la par que aprovechaba para llevar las riendas de la conversación.

—¿Sabes dónde estuve hace poco?

Julia arqueó las cejas en actitud interrogante.

—En un congreso en Murcia sobre literatura hispano-negro-africana. —Clarence se percató del gesto de extrañeza de su amiga—. Sí, a mí también me chocó al principio. Me costó entender el término. Conocía algo de literatura de africanos que escribían en inglés, en francés, e incluso en portugués, pero no en castellano.

—No tenía ni idea. —Julia se encogió de hombros—. Bueno, la verdad es que tampoco me lo había planteado.

—Pues por lo visto hay una gran producción literaria desconocida tanto allí como aquí, entre otros motivos, porque esos escritores han estado años en el olvido.

—¿Y a qué fuiste? ¿Tiene algo que ver con tu investigación universitaria?

Clarence titubeó.

—Sí y no. La verdad es que después de acabar la tesis no sabía muy bien por dónde tirar. Un compañero me comentó lo del congreso y aquello me dio que pensar. ¿Cómo es posible que ni siquiera me hubiera planteado ciertas cosas después de toda la vida escuchando las anécdotas de papá y tío Kilian? Francamente, me sentí un poco mal. A cualquier otra persona le tendría que haber sorprendido, pero a mí no.

Cogió la taza de chocolate entre las manos. Estaba tan caliente que tuvo que soplar varias veces antes de poder probarlo. Julia permanecía en silencio observando como la joven cerraba los ojos para saborear de la manera que ella le había enseñado la mezcla dulce y amarga.

—¿Y aprendiste algo? —preguntó por fin, con un interés real—. ¿Te gustó?

Clarence abrió los ojos y dejó la tacita sobre el plato.

—Disfruté mucho —respondió—. Había escritores africanos residentes en España, otros que vivían fuera en diferentes países, y los de aquí, que estábamos descubriendo un mundo nuevo. Se habló de muchas cosas, especialmente de la necesidad de dar a conocer sus obras y su cultura. —Se detuvo para comprobar que a Julia no le aburría su explicación y resumió—: En fin, que fue todo un descubrimiento percatarse de la existencia de africanos con los que compartimos la misma lengua y la misma gramática. Chocante, ¿no? Digamos que los temas tratados diferían bastante de las historias que he escuchado en casa.

Julia frunció el ceño.

—¿En qué sentido?

—Evidentemente, se habló mucho de la época colonial y poscolonial; de la herencia ideológica que había condicionado su vida; de la admiración, el rechazo, e incluso el rencor hacia quienes les habían obligado a cambiar el curso de su historia; de sus problemas de identidad y sus traumas; de los intentos por recuperar el tiempo perdido; de las experiencias del exilio y del desarraigo; y de la multiplicidad étnica y lingüística. Vamos, nada que ver con lo que yo creía que sabía… ¡Y no creo que hubiera muchas hijas de coloniales en ese congreso! Yo, desde luego, ni abrí la boca. Me daba un poco de vergüenza… ¿Sabes? Incluso un profesor americano nos recitó poesía en su lengua materna, el bubi… —Metió la mano en su bolso, sacó un bolígrafo y cogió una servilleta de papel—, que, en realidad, se escribe así,
böóbë
.

—Bubi, sí —repitió Julia—. Un escritor bubi… Reconozco que me sorprende… No me imaginaba yo…

—Ya, ya… —la interrumpió Clarence—. ¡Qué me vas a contar! Mi perrito de la infancia se llamaba Bubi. —Bajó un poco la voz—. Papá le puso ese nombre…

—Sí, poco apropiado, la verdad. Muy típico de Jacobo. Claro que… —intentó justificar— eran otros tiempos…

—No tienes por qué darme explicaciones, Julia. Te cuento todo esto para que entiendas que fue como si de pronto abriera los ojos y viera las cosas desde otro lado. Empecé a darle vueltas a la cabeza y se me ocurrió que a veces también es necesario saber preguntar, que no basta con creerse a pies juntillas todo lo que nos dicen.

Metió de nuevo la mano en el bolso de ante claro y extrajo su cartera, que colocó sobre la mesa y abrió para coger el fragmento de papel que había encontrado en el armario. Creía que el preámbulo había sido más que suficiente para guiar a Julia en la dirección de su propósito inicial, que no era otro que averiguar quién y por qué lo había escrito. Miró fijamente a su amiga y soltó:

—Julia, he estado ordenando papeles por casa y me he encontrado esto entre la correspondencia de papá.

Le extendió el fragmento mientras le explicaba sus razones para creer que había sido escrito en algún momento de la década de los años setenta u ochenta. De pronto se calló al ver la expresión de la mujer.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, alarmada.

Julia estaba pálida. Muy pálida. El papel temblaba en sus manos como una hoja otoñal y, a pesar de sus evidentes intentos por controlarse, una lágrima comenzó a resbalar traicionera por su mejilla. Clarence se asustó y extendió el brazo para tomar la mano de su amiga.

—¿Qué pasa? ¿He dicho algo que te haya molestado? —dijo, preocupada e intrigada a la vez—. Te aseguro que no era mi intención. ¡No sabes cuánto lo siento!

¿Por qué razón reaccionaba así Julia?

Pasaron unos segundos en silencio, Clarence intentando consolarla y Julia haciendo esfuerzos por controlar su emoción. Finalmente, Julia levantó los ojos hacia la joven y le explicó:

—No pasa nada. Tranquila. Una tontería de vieja sentimental. Es que la letra es de mi marido y me he emocionado al verla.

—¿De tu marido…? —preguntó Clarence, extrañada—. ¿Y sabes qué quiere decir? ¿A quién se puede referir? —No podía detener ya su curiosidad—. Habla de dos personas y de su madre, y de otra persona fallecida, cuatro, son cuatro…

—Sé leer, Clarence —la interrumpió Julia, llevándose un pañuelo a los ojos para secarse las lágrimas.

—Sí, perdona, es que es muy extraño. Tu marido escribiendo esta carta a papá.

—Bueno, se conocían —alegó Julia en tono neutro.

—Sí, pero que yo sepa no se carteaban —replicó la otra, recogiendo el pequeño escrito—. Se veían cuando subíais aquí de vacaciones. Hubiera encontrado otras cartas, digo yo. Pero no, solo esto.

Julia giró la cabeza para escapar de la mirada inquisidora de Clarence. Parecía observar con detenimiento a cuantos pasaban por la calle, pero en realidad su mente se había trasladado a otra época y a otro lugar. Por unos instantes, los sólidos edificios de piedra, madera y pizarra se volvieron de color blanco y los fresnos cercanos se convirtieron en palmeras y ceibas. No había pasado ni un solo día de su vida sin dedicarle un pensamiento a su querida porción de África. Hacía apenas unos minutos le había recordado a Clarence que allí había pasado los años más intensos de su vida. Era injusto reconocer eso, cuando se tenía que sentir más que agradecida por lo bien que le había tratado la vida en general dándole unos hijos y nietos maravillosos y una vida cómoda. Pero, en el fondo de su corazón, eran los recuerdos de esos años pasados allí los que surgían cuando despertaba cada mañana. Solo alguien que hubiera pasado por su misma situación podría comprenderla; alguien como Jacobo o Kilian.

A pesar de todo lo que habían vivido, ella estaba convencida de que no habían tenido un solo día de paz.

¿Qué debía responder a Clarence? ¿Era su interés completamente inocente? ¿En verdad no sabía nada? ¿Le habrían dicho algo Jacobo o Kilian? Tal vez ahora, a sus años, no pudieran evitar que una oculta parte de sus conciencias, o de sus corazones, buscara la luz. ¿Qué habría hecho ella? ¿Cómo podría haber vivido toda su vida con semejante carga?

Emitió un profundo suspiro y se giró de nuevo hacia Clarence, que no había dejado de observarla ni un segundo. Los ojos de la joven, de un profundo verde oscuro, idénticos a los de Jacobo y Kilian, embellecían y suavizaban un rostro de rotundas facciones enmarcado por una preciosa melena ondulada de color castaño que ese día no llevaba recogida en una trenza. La conocía desde pequeña y sabía lo insistente y convincente que podía ser.

—¿Y por qué no le preguntas a tu padre?

Clarence se sorprendió al escuchar esa pregunta tan directa. La reacción de Julia estaba consiguiendo que se reafirmase en su convencimiento de que allí había gato encerrado. Parpadeó varias veces sin saber muy bien qué responder, bajó la vista y comenzó a cortar una servilleta de papel en pedacitos.

—La verdad, Julia, es que me da vergüenza. No sé cómo plantearlo. Si le enseño la nota, sabrá que he fisgado entre sus cosas. Y si guarda algún secreto, no creo que me lo cuente sin más, así, de repente, después de tantos años.

Se enderezó en la silla y suspiró.

—En fin. No quiero ponerte en ningún compromiso. Pero sería una pena que algo tan importante cayera en el olvido más cruel… —añadió en un tono intencionadamente lastimoso.

Clarence esperaba que Julia le respondiera de manera firme que perdía el tiempo, que no había ningún secreto que revelar y que se estaba montando una película en su cabeza que no tenía nada que ver con la realidad. En lugar de eso, Julia permanecía en silencio dándole vueltas a la cabeza a una pregunta:

«¿Por qué ahora?».

Tras la ventana, se representaba la pelea anual típica del mes de abril en la que unos débiles rayos de sol del atardecer luchaban por disolver las minúsculas gotas acristaladas de la intermitente lluvia.

«¿Por qué ahora?»

Recordó como su marido protestaba por la mala influencia que —según él— los brujos ejercían sobre los nativos. «No he visto cosa más simple —decía— que los dioses de esta gente. ¿Tan difícil resulta comprender la causa y el efecto? En la vida y en la ciencia, una serie de circunstancias motivan que los hechos sucedan de una manera y no de otra. Pero no, para estos ni hay causa ni hay efecto. Solo la voluntad de los dioses y se acabó.»

Tal vez había llegado el momento, sí, pero no sería ella quien traicionara a Kilian y a Jacobo. Si Dios o los dioses bubis así lo habían dispuesto, sería Clarence quien descubriera la verdad antes o después. Y mejor antes que después, porque a ellos ya no les quedaba mucho tiempo.

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