—Querido Ösé…, quiero pedirte un último favor.
—Lo que tú digas.
—Cuando te vaya bien, alguna vez, si puedes, me gustaría que llevaras unas flores a la tumba de mi padre. Se queda muy solo en esta tierra.
Qué tristeza produce pensar que tus restos descansan en un lugar olvidado, que no habrá nadie que te dedique unos minutos frente a tu tumba.
—Antón tendrá flores frescas en su tumba mientras yo viva.
—
Tènki, mi fren
.
«Gracias, mi amigo. Por sacarme de apuros. Por ayudarme a comprender este mundo tan diferente al mío. Por enseñarme a quererlo. Por saber ver más allá del dinero que me trajo aquí. Por no juzgarme…»
—
Mi hat no gud
, Ösé.
—
Yu hat e stron, mi fren
.
«My heart is not good. Your heart is strong, my friend.» Tu corazón no está bien, pero tu corazón es fuerte.
Resistirá todo lo que venga.
Resistirás, sí. Pero no olvidarás que durante años empleaste cuatro lenguas que ahora te resultan insuficientes para describir lo que sientes: que «tu hat no gud».
El avión espera en la pista.
Adiós,
vitémá
, hombre de gran corazón. Cuídate mucho. «Tek kea, mi fren.» Estrecha mi mano. «Shek mi jan.»
«Take care. Shake my hand.»
Te dejarás arrastrar por las nubes durante miles de kilómetros y tomarás tierra en Madrid, donde cogerás un tren a Zaragoza. Luego te subirás a un autobús y, en poco tiempo, te reencontrarás con los tuyos. Todas las horas del viaje te resultarán escasas para despegarte de los últimos años, que habrán sido los mejores de tu vida.
Y ese hecho, el reconocer que los mejores años de tu existencia pasaron en tierras lejanas, será un secreto que guardarás en lo más profundo de tu corazón.
No puedes saber que tu secreto verá la luz dentro de más de treinta años. No puedes saber que algún día las dos partes de la imagen tan cruelmente separadas volverán a juntarse.
Todavía no existe Clarence.
Ni tu otra Daniela.
A medida que el avión gane altura verás por la ventanilla cómo se va empequeñeciendo la isla. Todo el verde del mundo que una vez invadió tu ser se irá convirtiendo en una leve mancha en el horizonte hasta que desaparezca. En el avión viajarán contigo otras personas. Todas permaneceréis en silencio. Todas os llevaréis vuestras historias.
El silencio se podrá traducir en unas pocas palabras, insuficientes para explicar la opresión en el pecho:
—
Ö má we è, etúlá
.
Adiós, vuestra querida isla en el mar.
El mes más cruel
Pasolobino, 2003
Unas pocas líneas hicieron que Clarence sintiera primero una gran curiosidad y después una creciente inquietud. En sus manos sostenía un pequeño pedazo de papel que se había adherido a uno de los muchos sobres casi transparentes, ribeteados de azul y rojo, en los que se enviaban las cartas por avión y por barco hacía décadas. El papel de las cartas era fino, para que pesase menos y el importe del envío fuese más barato. Como consecuencia, en ligeras y pequeñas pilas de papel se acumulaban retazos de vidas apretadas en palabras que pugnaban por no salirse de los inexistentes márgenes.
Clarence leyó por enésima vez el trozo de papel escrito con caligrafía diferente a la de las cartas extendidas sobre la mesa del salón:
… yo ya no regresaré a F.º P.º, así que, si te parece, volveré a recurrir a los amigos de Ureka para que puedas seguir enviando tu dinero. Ella está bien, es muy fuerte, ha tenido que serlo, aunque echa en falta al bueno de su padre, que, lamento decirte, porque sé cuánto lo sentirás, falleció hace unos meses. Y tranquilo, que sus hijos también están bien, el mayor, trabajando, y el otro, aprovechando los estudios. Si vieras qué diferente está todo de cuando…
Eso era todo. Ni una fecha. Ni un nombre.
¿A quién iba dirigida esa carta?
El destinatario no podía pertenecer a la generación del abuelo porque la textura del papel, la tinta, el estilo y la caligrafía parecían más actuales. Por otro lado, la carta iba dirigida a un hombre, tal como dejaba claro el uso del adjetivo
tranquilo
, lo cual reducía el círculo a su padre, Jacobo, y a su tío Kilian. Por último, el papel había aparecido junto a una de las pocas cartas escritas por su padre. Qué extraño… ¿Por qué no se había conservado el texto completo? Se imaginó a Jacobo guardando la misiva para luego arrepentirse y decidir sacarla nuevamente sin percatarse de que un pedazo se rasgaba en el proceso. ¿Por qué habría hecho eso su padre? ¿Tan comprometedora era la información que allí aparecía?
Clarence levantó la vista del papel con expresión de aturdimiento, lo dejó sobre la gran mesa de nogal situada tras un sofá
chester
de cuero negro, y se frotó los doloridos ojos. Llevaba más de cinco horas leyendo sin parar. Suspiró y se levantó para arrojar otro trozo de leña al fuego. La madera de fresno comenzó a chisporrotear al ser acogida por las llamas. La primavera estaba siendo más húmeda de lo normal y el hecho de haber permanecido sentada tanto tiempo hacía que sintiese más frío. Estuvo unos segundos de pie con las manos extendidas hacia el hogar, se frotó los antebrazos y se apoyó en la repisa de la chimenea, sobre la que colgaba un
trumeau
rectangular de madera con una guirnalda tallada en la parte superior. El espejo le ofreció la imagen cansada de una joven con cercos oscuros bajo sus ojos verdes y mechones rebeldes de cabello castaño, que se habían soltado de la gruesa trenza, enmarcando un rostro ovalado en cuya frente la preocupación había dibujado pequeñas arrugas. ¿Por qué se había alarmado tanto al leer esas líneas? Sacudió la cabeza como si un escalofrío le recorriera el cuerpo, se dirigió de nuevo hacia la mesa y se sentó.
Había clasificado las cartas por autor y por orden cronológico, comenzando por las del año 1953, fecha en la que Kilian había escrito puntualmente cada quince días. El contenido casaba a la perfección con la personalidad de su tío: las cartas eran extremadamente detallistas en sus descripciones de la vida diaria, de su trabajo, del entorno y del clima. Contaba todo con pelos y señales a su madre y a su hermana. De su padre había menos cartas; en muchas ocasiones se limitaba a añadir tres o cuatro líneas a lo escrito por su hermano. Por último, las cartas del abuelo Antón eran escasas y cortas y estaban llenas de las formalidades típicas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, informando de que, a Dios gracias, estaba bien, deseando que todos estuvieran bien, también, y agradeciendo a quienes ayudaran entonces —algún familiar o vecino— en Casa Rabaltué su generosidad por hacerse cargo de una u otra cosa.
Clarence se alegró de que no hubiera nadie en casa. Su prima Daniela y su tío Kilian habían bajado a la ciudad para una revisión médica de este y sus padres no subirían hasta dentro de quince días. No podía evitar sentirse un poco culpable por lo que había hecho: leer las intimidades de aquellos que todavía vivían. Le resultaba muy extraño fisgar en lo que su padre y su tío habían escrito hacía décadas. Era algo que se solía hacer al ordenar los papeles de quienes habían fallecido. Y, de hecho, no le producía la misma extrañeza leer las cartas del abuelo, a quien ni siquiera había conocido, que las de Jacobo y Kilian. Ya sabía muchas de las anécdotas que acababa de leer, sí. Pero narradas en primera persona, con la letra inclinada y temblorosa de quien no está acostumbrado a la escritura, e impregnadas de una emoción contenida que intentaba ocultar de manera infructuosa unos más que evidentes sentimientos de añoranza, le habían provocado una mezcla de intensas emociones, hasta tal punto que en más de una ocasión se le habían llenado los ojos de lágrimas.
Recordaba haber abierto el armario oscuro del fondo del salón cuando era más joven y haber rozado las cartas con sus manos mientras se entretenía y curioseaba por entre aquellos documentos que le permitían diseñar la imagen de lo que había sido la centenaria Casa Rabaltué: recortes de prensa amarillos por el tiempo; folletos de viajes y contratos de trabajo; antiguos cuadernos de compraventa de ganado y arriendo de fincas; listados de ovejas esquiladas y corderos vivos y muertos; recordatorios de bautizos y funerales; felicitaciones navideñas con trazo inseguro y tinta borrosa; invitaciones y menús de boda; fotos de bisabuelos, abuelos, tíos abuelos, primos y padres; escrituras de propiedad desde el siglo XVII, y documentos de permuta de terrenos por parcelas edificables entre la estación de esquí y los herederos de la casa.
No se le había ocurrido prestar atención a las cartas personales por la sencilla razón de que, hasta entonces, le habían bastado los relatos de Kilian y Jacobo. Pero claro, eso era porque todavía no había asistido a un congreso en el que, por culpa de las palabras de unos conferenciantes africanos, unas sensaciones desconocidas e inquietantes para ella —hija, nieta y sobrina de coloniales— habían comenzado a anidar en su corazón. Desde aquel momento, se había despertado en ella un interés especial por todo aquello que tuviera que ver con la vida de los hombres de su casa. Recordó la repentina urgencia que le había entrado por subir al pueblo y abrir el armario, y la impaciencia que se iba apoderando de ella mientras sus obligaciones laborales en la universidad se empeñaban en retenerla contra su voluntad. Afortunadamente, había podido liberarse de todo en un tiempo récord, y la inusual circunstancia de que no hubiese nadie en la casa le había proporcionado la ocasión de leer los escritos una y otra vez con absoluta tranquilidad.
Se preguntó si alguien más habría abierto el armario en los últimos años; si su madre, Carmen, o su prima, Daniela, habrían sucumbido también a la tentación de hurgar en el pasado, o si su padre y su tío habrían sentido alguna vez el deseo de reconocerse en las líneas de su juventud.
Rápidamente desechó la idea. A diferencia de ella, a Daniela las cosas viejas le gustaban lo justo para admitir que le agradaba el aspecto antiguo de su casa de piedra y pizarra y sus muebles oscuros, sin más. Carmen no había nacido en ese lugar ni en esa casa, y nunca la había llegado a sentir como suya. Su misión, sobre todo desde la muerte de la madre de Daniela, era que la casa se conservase limpia y ordenada, que la despensa estuviera siempre llena, y que cualquier excusa sirviera para organizar una celebración. Le encantaba pasar largas temporadas allí, pero agradecía tener otro lugar de residencia habitual que sí era completamente suyo.
Y en cuanto a Jacobo y a Kilian, se parecían a todos los hombres de la montaña que había conocido: eran reservados hasta extremos enervantes y muy celosos de su intimidad. Resultaba sorprendente que ninguno de los dos hubiera decidido destruir todas las cartas, al igual que ella había hecho con los diarios de su adolescencia, como si con ese acto de destrucción se pudiera borrar lo sucedido. Clarence sopesó varias posibilidades. Quizá eran conscientes de que no había realmente nada en ellas, aparte de unos fuertes sentimientos de nostalgia, que las convirtiera en candidatas al fuego. O tal vez hubieran conseguido olvidar lo allí narrado —cosa que dudaba, dada la tendencia de ambos a hablar continuamente de su isla favorita— o, simplemente, se habían olvidado de su existencia, como suele pasar con los objetos que uno va acumulando a lo largo de su vida.
Fueran cuales fueran las razones por las que esas cartas se habían conservado, tendría que averiguar lo sucedido —si es que había sucedido algo— precisamente por lo no escrito, por los interrogantes que le planteaba ese pequeño pedazo de papel que reposaba en sus manos y que pretendía alterar la aparentemente tranquila vida de la casa de Pasolobino.
Sin levantarse de la silla, extendió el brazo hacia una mesita sobre la que reposaba una pequeña arca, abrió uno de sus cajoncitos y extrajo una lupa para observar con mayor detenimiento los bordes del papel. En el extremo inferior derecho se podía apreciar un pequeño trazo de lo que parecía un número: una línea vertical cruzada por un guión.
Luego… el número bien podría ser un siete.
Un siete.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa.
Un número de página resultaba improbable. Tal vez una fecha: 1947, 1957, 1967. Hasta lo que había podido averiguar, ninguna de las tres encajaba con los hechos descritos en las cartas que configuraban el emotivo legado de la vida colonial de unos españoles en una plantación de cacao.
En realidad, nada le había llamado tanto la atención como esas líneas en las que un tercer personaje, desconocido para ella, decía que no regresaría con la misma frecuencia, que alguien enviaba dinero desde Casa Rabaltué, que tres personas a quienes el destinatario de la misiva —¿Jacobo?— conocía estaban bien, y que un ser querido había fallecido.
¿A quién podía enviarle dinero su padre? ¿Por qué habría de preocuparle que alguien de allí estuviera bien o, más concretamente, que le fuera bien en los estudios o en el trabajo? ¿Quién sería esa persona cuyo fallecimiento habría sentido tanto? Los amigos de Ureka, decía la nota… No había oído nunca el nombre de ese lugar, si es que era un lugar… ¿Tal vez una persona? Y lo más importante de todo: ¿quién era
ella
?
Clarence había escuchado cientos de historias de la vida de los hombres de Casa Rabaltué en tierras lejanas. Se las sabía de memoria porque cualquier excusa era buena para que Jacobo y Kilian hablasen de su paraíso perdido. La que ella creía que era la historia oficial de los hombres de su casa adoptaba siempre la forma de leyenda que comenzaba hacía décadas en un pequeño pueblo del Pirineo, continuaba en una pequeña isla de África y terminaba de nuevo en la montaña. Hasta ese momento, en que unos interrogantes surgían de la lectura de un pequeño pedazo de papel para aumentar su curiosidad, a Clarence ni se le había pasado por la cabeza que pudiera haber sido al revés: que hubiera comenzado en una pequeña isla de África, que hubiera continuado en un pequeño pueblo del Pirineo y que hubiera terminado de nuevo en el mar.
No, si ahora iba a resultar que se habían olvidado de contarle cosas importantes… Clarence, presa de la tentación de dejarse llevar por pensamientos novelescos, frunció el ceño mientras repasaba mentalmente las personas de las que hablaban Jacobo y Kilian en sus narraciones. Casi todas tenían que ver con su entorno más cercano, lo cual no era de extrañar, pues el iniciador de esa exótica aventura había sido un joven aventurero del valle de Pasolobino que había zarpado a tierras desconocidas a finales del siglo XIX, en fechas cercanas a los nacimientos de los abuelos, Antón y Mariana. El joven había amanecido en una isla del océano Atlántico situada en la entonces conocida como bahía de Biafra. En pocos años había amasado una pequeña fortuna y se había hecho propietario de una fértil plantación de cacao que se exportaba a todo el mundo. Lejos de allí, en las montañas del Pirineo, hombres solteros y matrimonios jóvenes decidieron ir a trabajar a la plantación de su antiguo vecino y a la ciudad cercana a la plantación.