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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (41 page)

Bisila mantuvo la cabeza baja y las manos cruzadas sobre su regazo. Era evidente que su expresión había cambiado. Probablemente no estuviera acostumbrada a acostarse tarde.

—Bueno. —Clarence miró su reloj—. Muchas gracias por la cena, Bisila. Y por su hospitalidad. Espero volver a verla antes de regresar a España.

Bisila hizo un leve gesto con la cabeza, pero no dijo nada.

Laha entendió que Clarence se estaba despidiendo con intención de regresar al hotel, pero él tenía otra idea.

—¿Qué estilo de música prefieres —preguntó, poniéndose de pie—, africana o anglosajona? —Clarence se sorprendió por la inesperada pregunta, pero él balanceó el cuerpo con los puños cerrados y comprendió que le estaba proponiendo ir a una discoteca—. ¿Te apuntas, Iniko? He pensado llevarla a nuestro local favorito.

Su hermano titubeó primero y luego chasqueó la lengua. Clarence interpretó ese gesto como una muestra de fastidio por que Laha la hubiera invitado.

—Igual le molesta que una extranjera le dé lecciones de baile —dijo ella en tono mordaz mirando a Laha.

Iniko frunció sus gruesos labios, apoyó las manos en la mesa y se levantó con lentitud.

—Ya veremos quién da lecciones a quién —dijo, con un brillo burlón en sus ojos.

Después de despedirse de Bisila, cogieron el todoterreno de Iniko y fueron a una discoteca llamada
Bantú
, como el hotel, en la que se podían escuchar soukouss, bikutsí y salsa antillana o
antillesa
, como la llamaban allí. Nada más entrar, varias personas saludaron a los hermanos, que se dirigieron hacia las mesas donde estaban sentados.

—¡Pero si es Tomás! —exclamó Clarence al reconocer a su taxista, que se levantó para estrechar su mano—. ¡No me digas que os conocéis!

—¿Y quién no conoce en la isla a Iniko? —bromeó él, empujando las gafas hacia arriba cada segundo. En el local hacía calor y sudaba mucho.

Se sentaron todos juntos y, después de las presentaciones, el grupo de hombres y mujeres, bebida en mano, compartieron risas, cigarrillos y comentarios sobre la novedad de la noche, que era ella. Algunos de los nombres eran sencillos, como el de una guapa chica con el pelo recogido en diminutas trencitas llamada Melania que insistió hasta que Iniko se sentó a su lado. Pero le costó memorizar los nombres de las otras dos —Rihèka, bajita y regordeta, y Börihí, alta y musculada como una atleta, y pelo cortísimo— y del otro hombre del grupo, un joven con una enorme nariz llamado Köpé.

Al principio, Clarence se sintió cohibida, aunque la compañía de los hermanos le infundía seguridad. Cada poco rato, uno u otro se levantaba para bailar en la pista rodeada de espejos, pero ella prefirió seguir sentada cerca de Laha —que admitió que no era buen bailarín—, y de los cubatas —que nada aliviaban el calor—, moviendo los pies de manera tímida al ritmo repetitivo y alegre de la música. Observó a los demás bailarines en la pista y se preguntó cómo demonios podían moverse como lo hacían. Aquello era la locura.

Dedicó gran parte de su atención al grandullón de Iniko, quien, para su asombro, agitaba todos sus kilos de músculo ante Melania con la misma delicadeza que si estuviese relleno de plumas. Sus hombros, levemente encogidos, y sus caderas se contoneaban siguiendo el ritmo como si notas misteriosas salieran de dentro de su cuerpo a través de los dedos de las manos y de los pies. De cuando en cuando, cerraba los ojos y se transportaba a algún espacio místico que disolvía su rudeza y lo impulsaba a esbozar sonrisas de verdadero placer. La música cambió. Melania decidió regresar a la mesa, pero él se quedó en la pista.

Clarence no podía apartar los ojos de ese hombre. Como si fuera plenamente consciente de ello, Iniko se giró y clavó una desafiante mirada en ella. Levantó una mano y, sin dejar de moverse, le hizo señas para que acudiera a la pista de baile. Ella sintió vergüenza y con un gesto de la mano rechazó su oferta. Le había quedado claro que su comentario en casa de Bisila cuestionando las aptitudes de baile de él carecía de todo fundamento. Iniko se encogió de hombros y continuó bailando de manera más sugerente aún. Clarence se arrepintió de no haber aceptado el reto. Apuró su bebida de un trago y se situó frente a él.

Iniko se rio e imitó los rígidos y bruscos pasos de europea de la joven, que optó por darse la vuelta y marcharse. Él la sujetó por la muñeca y se acercó a su oído.

—¿No quieres aprender de alguien como yo? Soy todo un experto.

Iniko se acercaba, la rodeaba, le indicaba que se dejara llevar, que se relajara y ablandara, que dejara la mente en blanco. No la rozó en ningún momento, pero ella lo sentía como si hubiera invadido todos los poros de su piel. Allá donde mirase, los espejos que la rodeaban comenzaron a reflejar la excitante imagen de una mujer que iba abandonando su vergüenza inicial y se dejaba guiar por los hilos invisibles de un hombre que irradiaba calor.

Clarence cerró los ojos y trató de olvidarse por una noche de todo, de sus miedos, de sus inquietudes, de Pasolobino y Sampaka, de sus deberes y obligaciones, de la razón de su viaje, de su pasado y de su futuro. El único pensamiento que se permitió fue el que le repetía una y otra vez que hacía siglos que su cuerpo pedía a gritos la cercanía de un hombre como ese.

La música se detuvo. Clarence abrió los ojos y se encontró con el rostro de Iniko a escasos centímetros de su cara. Por primera vez desde su encuentro en Sampaka le pareció que la miraba con curiosidad y extrañeza. Tal vez, como ella, se sintiera un poco desorientado al regresar del estado de abandono en que el baile los había sumido.

—¿Contento con tu alumna? —preguntó ella por fin.

—No está mal —repuso él—. Pero todavía es pronto para evaluaciones.

«No me importaría nada —pensó ella— repetir el examen.»

—¡Hacía años que no pasaba tanto sueño! —protestó Clarence, y los demás se rieron.

Acababa de cenar con sus nuevos amigos en un restaurante de mesas con hules de colores y paredes embaldosadas que ofertaba una curiosa mezcla de comida española, italiana y estadounidense. Todas las tardes surgía un plan u otro que se alargaba hasta la madrugada.

Clarence se preguntaba cómo podían ellos aguantar ese ritmo y seguir con sus trabajos. La atractiva pero difícil Melania trabajaba de conserje en el Instituto Cultural de Expresión Francesa; la pequeña Rihéka tenía un puesto de artesanía bubi en el mercado de Malabo; el simpático y narigudo Köpé se encargaba del mantenimiento de instalaciones eléctricas; y la atlética Börihí, que se acababa de marchar, era administrativa en una empresa de construcción.

—La única que tiene algo de sentido común es Börihí —añadió—. A los demás, acabarán despidiéndoos. A ti el primero, Laha. ¿No trabajas con materiales peligrosos…?

Pensaba seguir con la broma cuando Melania señaló algo que sucedía en el exterior. Todos se giraron para mirar.

Varios coches oscuros indicaron el comienzo de una larga comitiva oficial escoltada por policías en moto. A su paso, numerosas personas se fueron agolpando en las calles para curiosear. La mayoría eran nativos, aunque se veía algún occidental. Al otro lado de la calle, una mujer blanca se olvidó de la prudencia y comenzó a hacer fotografías de todo. Cuando la comitiva terminó de pasar, un coche también oscuro se detuvo ante la mujer y salieron dos hombres que le quitaron la cámara de malos modos, la empujaron contra el coche y la cachearon sin compasión. Desde el restaurante, vieron como la mujer gritaba y lloraba.

—¡Pero qué hacen! —Clarence se puso en pie de un salto completamente indignada.

Iniko la cogió del brazo y la obligó a sentarse.

—¿Estás loca? ¡Haz el favor de no decir ni una palabra! —Su cara y su voz evidenciaban un intenso enojo. Melania rodeó el hombro de Iniko con un brazo y lo acarició.

Clarence apretó los labios enfadada por la reacción del hombre y miró a Laha, quien comprendió que ella estaba pensando en su encuentro frente a la catedral.

—No, Clarence —dijo sacudiendo la cabeza—. Hoy no puedo hacer nada.

—¡Pero…!

—Ya has oído a Iniko. —Su tono fue duro esta vez—. Será mejor que te calles.

Clarence vio con horror como los hombres esposaban a la mujer y la introducían en el coche, que se alejó a gran velocidad ante las miradas resignadas, incluso acostumbradas, de los presentes.

—¿Y qué le pasará ahora? —preguntó en un susurro.

Nadie respondió.

—¿Y si nos vamos ya? —preguntó Rihéka, con la preocupación reflejada en su redonda cara.

—Mejor no. Se notaría mucho. ¿Qué tal si hablamos con normalidad? —sugirió Köpé—. Al fondo, a la derecha, detrás de mí, hay… espectadores. No miréis.

—¿Tienen pinta de
antorchones
? —preguntó Rihéka.

—¿Y eso qué es? —preguntó a su vez Clarence.

—Jóvenes espías a las órdenes del partido —explicó Tomás.

—Creo que no lo son —dijo Köpé—, pero, por si acaso…

Tomás empezó a contar un chiste absurdo que los demás corearon con risas forzadas. Clarence aprovechó para lanzar ojeadas a la extraña pareja de la mesa del fondo. La mujer era una gruesa anciana de pecho abundante y flácido, como sus labios, y pelo completamente blanco. Iba exageradamente maquillada y enjoyada. Frente a ella, y de espaldas a Clarence, se sentaba un mulato flaco y huesudo mucho más joven que ella.

—La mujer no deja de mirarnos —informó.

—No me extraña —dijo Melania con irritación—. Un poco más y por tu culpa nos detienen a todos.

—¿Pero qué dices? —protestó Clarence.

De todo el grupo, Melania era la que peor le caía. No desperdiciaba la ocasión para meterse con ella. Era como la versión femenina del Iniko de los primeros días. Desde aquella noche en la discoteca, la actitud de él hacia ella había cambiado visiblemente, pero cuando Melania andaba cerca y lo atosigaba con gestos cariñosos, se volvía taciturno. Miró a Laha y este corroboró las palabras de la mujer con un leve gesto de la cabeza.

—Hay que tener cuidado, Clarence —dijo Laha en tono amable—. Aquí las cosas no funcionan como en España o en Estados Unidos.

—Cualquiera te puede acusar de ir contra el régimen —intervino Tomás en voz baja—. Cualquiera…

Clarence comprendió entonces la situación. Por un momento había olvidado en qué país estaba.

—Lo siento mucho —se disculpó.

Köpé se levantó para pedir otra ronda de las enormes y populares cervezas 33. Cuando se sentó de nuevo, comentó:

—Creo que podemos estar tranquilos. ¿A que no sabéis quién es la mujer? —Tomás e Iniko se giraron disimuladamente y esbozaron sendas sonrisas—. Pues sí, la misma.

—¿La conocéis? —quiso saber Clarence.

—¿Quién no conoce a Mamá Sade? —Tomás puso los ojos en blanco.

—¡No me digas que es ella! —Laha entornó los ojos—. Ha envejecido mucho desde la última vez que la vi.

—Yo pensaba que ya no salía de casa —comentó Melania.

—¡Y yo que se había muerto! —rio Rihéka.

Clarence estaba muerta de curiosidad.

—Para nosotros, Mamá Sade es como una ceiba —empezó a explicar Laha al ver su expresión—. Siempre ha estado allí, al menos desde los tiempos coloniales de nuestra infancia. Dice la leyenda que comenzó a trabajar de…, bueno, con su cuerpo. Era tan guapa que todos se la rifaban. Hizo mucho dinero y lo invirtió en un club y luego en otro hasta que no había local nocturno de éxito en esta ciudad que no dirigiese ella.

Tomó un sorbo de su cerveza y Tomás aprovechó para añadir:

—Y continuó haciendo dinero cuando Macías. Un misterio. Decían que solo ella sabía cómo complacer los gustos de los hombres importantes. Y que contrataba a las mejores chicas…

—¿Y el que está con ella quién es? —preguntó Clarence.

—Su hijo —respondió Köpé—. Ahora es él quien se encarga de los negocios.

—Parece mulato. —Clarence se llevó la botella de cerveza a los labios sin dejar de mirar en dirección a la pareja.

—Lo es. —Rihéka se inclinó hacia delante y adoptó un tono confidencial—. Según cuentan, se enamoró de un blanco que trabajaba en las plantaciones que la dejó embarazada y luego la abandonó. —Clarence se atragantó, se puso colorada y comenzó a toser. Rihéka le dio unas palmaditas en la espalda—. Después de eso, no quiso tener más hijos.

—Yo hubiera tenido decenas —comentó Melania en tono vengativo—. Ese hijo único le habrá recordado todos los días al cobarde de su padre.

El corazón de Clarence comenzó a latir con fuerza. Se sintió tentada de levantarse y caminar hacia la mesa para ver el rostro del hijo de Mamá Sade. ¡Qué estupidez! ¿Y qué haría? ¿Preguntarle si por casualidad se llamaba Fernando? Rihéka tenía razón. Probablemente su historia fuese la de muchas otras mujeres. A su lado, notó que Laha estaba un tanto abstraído mientras estrangulaba la botella de cerveza con las manos. Tenía el ceño fruncido. Él era el único de su grupo de amigos que no tenía la piel completamente oscura.

Laha se levantó, dijo que tenía que eliminar la cerveza y salió. Clarence dirigió la atención de nuevo a la mesa del fondo.

—Y si creéis que no es peligrosa, ¿por qué no deja de mirarnos?

—Más bien parece que te mira a ti —dijo Iniko, con una sonrisa burlona—. Igual te propone trabajar para ella. Mamá Sade siempre ha tenido muy buen ojo…

Clarence sintió que un brote de calor sonrojaba sus mejillas.

—¡Vaya! —dijo con sorna ladeando la cabeza—. Me lo tomaré como un cumplido.

Todos se rieron menos Melania, que torció el gesto.

—¿Y por casualidad no sabréis cómo se llama su hijo? —Clarence enseguida se arrepintió de haber formulado en voz alta esa pregunta.

—¿Y qué más te da cómo se llama? —quiso saber Melania, pegando su cuerpo al de Iniko—. ¡Ah, bueno! ¡Es verdad! ¡Ahora los negocios los lleva él!

Se produjeron nuevas risas y Melania aprovechó para meterse con ella.

—Una blanca le daría prestigio, aunque me parece que a las blancas no os hierve la sangre como a nosotras.

Clarence la fulminó con la mirada. Tomás, Köpé e Iniko ahogaron unas sonrisas tras las botellas y Rihéka regañó a Melania.

Iniko se percató de que Clarence estaba intentando mantener los modales y, aunque no le hubiese importado escuchar una réplica mordaz al atrevido comentario de Melania, decidió reconducir la conversación.

—A Clarence le interesan los nombres de los niños nacidos en época colonial —dijo recostándose en la silla de modo que su brazo derecho pasó por detrás del cuerpo de Melania—. Es para su estudio. Publica artículos de investigación.

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