—¿Te gusta vivir en Pasolobino, Daniela?
—Sí, claro. —Un débil titubeo había precedido a la afirmación—. Aquí tengo mi trabajo y mi familia. Y, como puedes apreciar, este es un lugar precioso. Soy muy afortunada de tener aquí mis raíces.
Si Laha no dejaba de mirarla tan fijamente, acabaría por sonrojarse.
—Y tú, ¿de dónde te sientes?
—No sé qué decir… —Laha, pensativo, se incorporó y apoyó su barbilla en una mano—. Yo sí que tengo una crisis de identidad: soy bubi, guineoecuatoriano, africano, algo español, europeo de padre desconocido y norteamericano de adopción.
Daniela lamentó que esa confesión hubiera cubierto su rostro con un tenue velo de tristeza.
—Es posible que en tu corazón sientas que una de las opciones destaca más que las otras —dijo, en voz baja.
Él miró hacia el exterior y recuperó su actitud risueña.
—A ver, Daniela. —Adoptó un tono intencionadamente quejumbroso, al tiempo que ladeaba ligeramente la cabeza—. ¿Cómo se puede sentir un hombre negro rodeado de tanto blanco? —Extendió una mano para señalar en dirección a la nieve—. Pues gris.
—¡Tú no eres gris! —exclamó Daniela elevando la voz.
—¿Quién no es gris? —preguntó una sonrojada Clarence, sentándose al lado de su prima—. ¿A qué viene tanto entusiasmo?
Ni Laha ni Daniela se habían percatado de su entrada en la cafetería.
Miraron el reloj y se dieron cuenta de que llevaban más de una hora conversando. Por primera vez en su vida, Daniela lamentó la inoportuna presencia de su prima.
Como ninguno le contestara, Clarence dijo:
—Bueno, Laha. ¿Estás preparado para un segundo asalto? Me refiero al esquí, claro está.
Laha puso cara de pena y extendió su brazo para coger la mano de Daniela.
—¡No, por favor! —le suplicó—. No dejes que me torture más.
Daniela aprovechó la ocasión para mantener la mano de él entre las suyas. Laha tenía las manos grandes y finas. Se notaba que no había realizado mucho trabajo físico con ellas.
—No te preocupes —dijo, clavando la mirada en sus ojos—. Yo cuidaré de ti.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho eso delante de Clarence, que la miró con la ceja izquierda completamente arqueada.
—Las dos cuidaremos de ti.
«Vaya, vaya —pensó Clarence mientras caminaba hacia la salida—. ¿Son imaginaciones mías o a mi querida prima le brillan los ojos cada vez que su mirada se encuentra con la de Laha? ¡Qué espíritus más traviesos! ¿Acaso reservaban a Laha para Daniela?»
Justo acababa Clarence de evocar a los espíritus en su mente cuando sucedió algo imprevisto.
Laha caminaba torpemente con sus botas y no calculó bien la altura del pequeño peldaño que separaba el interior del edificio de la nieve. Resbaló y solo tuvo tiempo de sujetarse a Clarence, que, al girarse para ayudarle, cayó de espaldas al suelo por la fuerza del empuje.
Laha se desplomó sobre ella.
Entonces, a escasos centímetros de su cara, con toda la luz del sol de ese día radiante concentrada en un único haz dirigido por una misteriosa y oportuna casualidad sobre los ojos del hombre, a Clarence le dio un vuelco el estómago y ya no tuvo más dudas…
¿Qué le había dicho Simón en la finca Sampaka?
Le había dicho que la había reconocido por los ojos, que tenía los mismos ojos que los hombres de su familia, que no eran ojos corrientes, que de lejos parecían verdes, pero de cerca eran grises…
En ese mismo instante, Clarence reconoció en los ojos de Laha sus propios ojos, y los de Kilian, y los de Jacobo. Hasta ese mismo momento hubiera jurado que eran verdes. Pero, a esa distancia, podía distinguir nítidamente las rayitas oscuras del iris que los teñían de un gris profundo. ¡Laha había heredado los ojos típicos de su familia!
La mirada del hombre le produjo el efecto de un puñetazo en las entrañas y le entraron ganas de llorar. Sintió una mezcla de alivio, alegría y temor por lo que por fin había descubierto y que no sabía ni cómo ni cuándo revelar.
Y ahora que sabía que era Laha —y no otro— a quien ella había ido a buscar a Bioko, permitió que aflorara en algún rincón de su corazón la vergüenza de ser hija de alguien capaz de abandonar a su propio hijo y privarle de su derecho a ocupar su casilla, junto a ella, en el árbol genealógico de su casa.
Boms de llum
(Pozos de luz)
—¿Estás segura de que no quieres venir? —Daniela se ajustó el anorak. El invierno no era la mejor época del año para hacer excursiones, y menos caminando, pero una vuelta en coche por el valle podría ser una buena alternativa a los paseos por el pueblo y al esquí, que poco o nada le había gustado a Laha.
—Todavía me duele un poco la cabeza —respondió Clarence, colocando un dedo para marcar la página del libro que estaba leyendo.
Laha la miraba afligido.
—No sabes cuánto lamento lo de la caída.
Daniela frunció el ceño. El golpe en la cabeza tenía que haber sido fuerte porque desde entonces su prima no se encontraba muy bien. Deseaba fervientemente que sus dolores tuviesen una razón única y exclusivamente física, pero, como enfermera, lo dudaba. Cuando Clarence estaba tumbada en el suelo, con el enorme cuerpo de Laha aprisionándola y sus caras tan cerca la una de la otra, Daniela había sentido una repentina punzada de celos. Las miradas de Laha y Clarence habían permanecido fijas una en la otra más tiempo del necesario para recuperarse de una caída. Y su prima seguía aturdida y confusa. Incluso le parecía percibir que esquivaba a todo el mundo.
Desde la cocina llegaron voces y risas. Clarence puso los ojos en blanco.
—Aunque tengáis que dar la vuelta a la casa hasta el coche, yo que vosotros saldría discretamente por la puerta del patio.
—Ya me extrañaba a mí que tardaran tanto… —Daniela resopló.
Laha no entendió el comentario. Abrió la boca para preguntar algo, pero Daniela le hizo un gesto para que guardara silencio. Escucharon claramente como las vecinas sometían a Carmen a un interrogatorio sobre Laha.
Daniela tiró a Laha del brazo.
—Será mejor que nos vayamos —susurró—. ¡No hagas ningún ruido! Hasta luego, Clarence.
Laha ahogó una risa y, de puntillas, siguió a Daniela. Clarence intentó en vano concentrarse de nuevo en la lectura, pero la conversación de las vecinas continuaba. La capacidad de comentar y criticar en un lugar pequeño, donde todo el mundo se conocía, no había desaparecido con la venida del progreso; simplemente, se había transformado. Del cotilleo enfermizo, acusador, dañino e incluso demoledor se había evolucionado al comentario informativo con el que amenizar las veladas. Esa benevolencia pertenecía a la generación de Clarence y Daniela, que habían tenido la suerte de crecer en un ambiente más relajado. ¿Cómo hubiesen reaccionado los habitantes de Pasolobino si su padre se hubiera traído a su hijo africano décadas atrás? Y ahora… ¿Qué pasaría cuando supieran que
era
uno más de la familia?
Fernando Laha de Casa Rabaltué.
Suspiró.
Se sentía incapaz de volver a mirarle a los ojos por temor a que él pudiera intuir lo que la atormentaba. Se sentía incapaz de explicar lo que quizá no fuese sino una casualidad. ¿Cómo iba a interrogar a su padre? Si no fuese verdad, estaría insultando a Jacobo y heriría los sentimientos de Laha por ofrecerle la posibilidad de descubrir al padre que nunca había tenido. Y si fuese verdad, no podía imaginar cómo enlazar una palabra tras otra para contar su versión y pretender obtener una confirmación.
Su posición era difícil. Si se arriesgaba, mal y si no, también.
Y encima esos dos, Laha y Daniela, parecían entenderse a las mil maravillas. Recordó la broma de Daniela sobre el permiso papal que se necesitaba en tiempos para casarse con un primo…
El corazón le dio un vuelco.
Pero ¿en qué estaba pensando? ¡Daniela era la primera a quien debería contar sus sospechas! ¡Tenía que saberlo! ¿A qué esperaba para avisarla? Con su pasividad estaba dando alas a que…
Cerró los ojos y, sin poder evitarlo, su mente se desplazó a una playa bañada de forma apasionada por aguas de color cian. Un hombre y una mujer yacían sobre la arena disfrutando de sus cuerpos sin prestar atención a los cientos de tortugas que se desviaban para no interrumpirles. A lo lejos se oían los cantos de los pájaros y el parloteo de los loros de colores que repetían insistentemente que eso no era así, que lo que era de un azul claro intenso no era el mar, sino el cielo, que lo que era blanco era el manto de nieve que cubría los prados, que las tortugas no eran sino enormes piedras sobre las que sentarse a descansar, y que los cuerpos que deseaban caricias no eran los de Clarence e Iniko, sino otros.
La ruta del sol recibía ese nombre por la docena de aldeas que se habían construido a lo largo de los siglos en la parte más alta de la ladera sur de una montaña bañada por el sol desde el primer rayo del amanecer hasta el último del atardecer. Las casas de cada pueblo habían sido dispuestas de forma escalonada de manera que todas pudieran disfrutar del privilegio del rey de la luz, lo cual suponía el regalo más preciado en un lugar tan frío.
Una estrecha carretera, mal asfaltada y poco transitada, comenzaba en la vía principal del valle, ascendía serpenteante la ladera hasta llegar a la primera aldea, desfilaba por delante de las demás trazando una recta cicatriz en la montaña, y volvía a descender con sus curvas hasta que la última, la más cerrada, arrojaba al viajero de nuevo a la carretera general.
Durante todo el trayecto por la zona más virgen del valle de Pasolobino, era imposible librarse de la sensación de haber abierto un paréntesis en el tiempo. Laha se maravilló ante las iglesias románicas, los portalones blasonados, las casas con portadas doveladas de medio punto y jambas y dinteles trabajados y los pórticos con cruces labradas en piedra. Le resultaba increíble que, a escasos kilómetros, la vorágine turística estuviese completamente activa.
—No pensaba que viviera tanta gente en estos pueblos —comentó Laha.
—Muchas casas son segundas residencias rehabilitadas por los descendientes de los antiguos dueños —explicó ella—. Yo los llamo los hijos pródigos.
—¿Y eso por qué?
—Pues porque cuando vienen, llegan con muchas ganas de hacer muchas cosas, de enterarse de los cambios durante su ausencia, de hacer reuniones para sugerir ideas o protestar por lo que se ha hecho. A medida que pasan los días y las vacaciones se acercan a su fin, las energías se van debilitando hasta que han desaparecido por completo en el mismo instante que sus coches enfilan hacia la ciudad. Y así hasta las próximas vacaciones.
Laha permaneció pensativo unos segundos. Las palabras de Daniela le habían afectado.
—Entonces yo también soy uno de ellos —murmuró apesadumbrado.
Cuando él llegaba a Bioko, lo primero que hacía era conversar con su hermano sobre las últimas novedades. Luego se marchaba a California y retomaba su cómoda vida. Desde la distancia, a veces tenía la sensación de que Iniko le recriminaba en silencio que el día a día de un lugar lo construían quienes vivían allí.
Daniela detuvo su Renault Megane en una pequeña plaza rodeada casi por completo de coquetas casitas de puertas y maderas teñidas de oscuro. Miró el reloj y calculó que aún les quedaba un rato hasta que anocheciera.
—En la parte alta hay una ermita preciosa. —Señaló una estrecha callejuela empedrada que ascendía hacia el bosque y le indicó que siguiera sus pasos—. Está abandonada, pero vale la pena visitarla.
Mientras Laha merodeaba por los alrededores, ella se entretuvo contemplando el paisaje nevado. Al cabo de un rato, él la llamó de manera insistente. Parecía un niño emocionado por el descubrimiento de un tesoro.
—¡No me lo puedo creer! —La cogió del brazo y la guió con apremio hacia el interior de la ermita—. ¡Mira! —Señaló una piedra en la que aparecía tallada una fecha.
Daniela no acababa de comprender el entusiasmo de Laha.
—Sí —confirmó—. Es una piedra con una fecha.
—Mil cuatrocientos setenta y uno —leyó—. ¿Y qué tiene de especial?
—¡Es la cosa más antigua que he tocado en toda mi vida! —Daniela no parecía muy impresionada, así que él añadió—: La fecha es la del año que el portugués Fernando de Poo descubrió la isla de Bioko. ¿Has visto qué casualidad? ¡Mientras un cantero tallaba su piedra, un marinero descubría una isla! ¡Y ahora estamos tú y yo aquí, más de quinientos años después, unidos por el destino! ¡Si ese hombre no hubiera descubierto la isla, no estaríamos aquí en este momento!
—¡Vaya una manera de resumir la historia! —exclamó Daniela, divertida y halagada a la vez por el hecho de que Laha se sintiera eufórico en su compañía—. Solo te falta decir que el destino se ha encargado de unirnos.
Laha se acercó. Extendió su mano hacia ella y le apartó un mechón cobrizo que le cubría parcialmente la cara. Daniela dio un respingo por la imprevista reacción de él.
—¿Y por qué no? —dijo él, con voz ronca.
Al atardecer de un manso, claro y frío día de invierno, en el interior de una decrépita y ruinosa ermita construida siglos atrás, al abrigo de un único e intenso rayo de sol que se filtraba por una rendija de la pared, Laha inclinó su cuerpo sobre Daniela y la besó.
Todos los sentidos de la joven, hasta hacía unos segundos helados por el frío y por el tiempo transcurrido desde la última vez que había deseado un beso como lo deseaba desde que Laha entrara en su casa la víspera de Navidad, despertaron de su letargo en el mismo instante en que los labios de él se posaron sobre los de ella, de forma suave, amoldándose blandamente primero y ganando piel poco a poco hasta cubrirlos por completo. Concentró toda su atención en esos labios carnosos, calientes y seductores que se apoderaban de los suyos con maestría y dulzura a la vez. ¡Cielo santo, ese hombre realmente sabía lo que hacía! Quiso que ese beso no terminara nunca y abrió ligeramente la boca para que él pudiera saborearla mejor, para que sus lenguas se rozaran con la promesa de otro encuentro más profundo, para que sus alientos se fundieran en un único vaho ardiente en medio del frío.
Alzó los brazos para rodear el cuello de Laha e indicarle así que no parara. El beso se prolongó hasta que el rayo de luz que entraba por la rendija de la pared languideció y desapareció. Laha separó su boca de la de Daniela, se apartó unos centímetros y clavó su mirada en la de ella.