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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (26 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Sí, unas hectáreas que ya eran suyas —respondió José con sarcasmo—. ¡Muy generoso por parte de los blancos! Si no hubieran derogado la ley hace pocos años, usted mismo podría haber optado a una finca de treinta hectáreas en diez años, o incluso en menos con ayuda de conocidos…

Kilian se sintió como un idiota. En ningún momento había pensado en los indígenas como los propietarios de la isla. Bueno, sí lo había pensado alguna vez, pero por lo visto no lo suficiente como para que fuese innecesario preguntar lo obvio. Seguía siendo un colono blanco que repasaba la historia de Fernando Poo según las hazañas de portugueses, ingleses y españoles, sobre todo estos últimos. Lamentó haber tenido tan poco tacto con José, precisamente José, el hombre a quien debía la vida.

—Bueno, yo…, en realidad…, lo que quería decir es que… —Soltó un bufido, rodeó al otro para continuar viaje, y la emprendió a machetazos con las plantas que se empeñaban en cerrar el sendero—. ¡Está claro que hoy no hago más que meter la pata!

José lo siguió con un brillo divertido en la mirada. Era imposible estar mucho tiempo enfadado con Kilian. A diferencia de otros blancos, ese joven nervioso y enérgico quería aprender algo todos los días. Aunque lo había pasado muy mal al principio, pocas veces se había adaptado tan rápidamente un europeo a la dureza del trabajo en la finca. Además, el joven no era de los que se limitaban a dar órdenes. No. Él era el primero en subirse a un andamio, cargar con sacos, conducir un camión o sacarse la camisa para cavar un hoyo o plantar una palmera. Esa actitud tenía un poco desconcertados a los braceros, acostumbrados a los gritos y a los
melongazos
. José creía que, en parte, hacía todas esas cosas para complacer a su padre, aunque no fuera consciente de ello. Buscaba su reconocimiento y, por extensión, el de toda su familia. Tenía que demostrar continuamente lo fuerte y valiente que era. Y más ahora que Antón mostraba evidentes signos de desgaste físico.

Sí. Hubiera sido un buen guerrero bubi.

José decidió no hacer sentir mal a Kilian, que seguía dando machetazos a derecha e izquierda con gran ímpetu.

—¡Hay que ver cómo chapea! Con hombres como usted, Kilian, la colonización completa se hubiera hecho en dos años, y no en décadas. ¿Sabía que los miembros de las primeras expediciones morían todos como moscas en pocas semanas? En los barcos mandaban dos capitanes para que siempre hubiera uno de reserva…

—Pues no entiendo por qué —replicó Kilian con fingida arrogancia—. Tampoco resulta tan difícil adaptarse.

—¡Ah! Pero es que las cosas son diferentes ahora. Cuando no había blancos, los bubis sabíamos cómo vivir plácidamente en la isla. Los trabajos duros, lo que hacemos ahora los negros, los hacían ustedes, los blancos: cavaban bajo los ardores del calor tropical y en los lugares más indicados para coger la malaria. ¡Y entonces no había quinina! En menos de cien años, la isla virgen llena de caníbales que, según me contaba mi padre, describían los primeros europeos se ha convertido en lo que ahora ve usted.

—No te imagino comiéndote a nadie —bromeó Kilian.

—¡Le sorprendería saber de lo que soy capaz!

Kilian sonrió por fin: no había conocido a persona menos agresiva y más amable que José.

—¿Y de qué vivíais antes sin nosotros y nuestras plantaciones? Que yo sepa, hasta los huertos que cultiváis han salido de nuestras semillas…

—¿Acaso no es evidente? Esta tierra es tan rica que se puede vivir con poco. Los dioses la han bendecido con su fertilidad. ¡Todo nos lo da la tierra! Los árboles frutales salvajes producen naranjas, limones, guayabas, mangos, tamarindos, plátanos y piñas… El algodón crece silvestre… ¿Y qué me dice del árbol del pan, con sus frutos más grandes que los cocos? Con esto, algo de ganado y cultivando nuestra patata, el ñame, teníamos más que suficiente.

—Está claro, Ösé —dijo Kilian, secándose el sudor con la manga—. ¡No nos necesitabais para nada!

—¡Ah! ¡Y las palmeras! ¿Conoce algún árbol del que se aproveche todo? De las palmeras obtenemos
topé
o vino, aceite para guisos, condimentos y alumbrado doméstico; con las hojas techamos las casas; con las cañas fabricamos desde casas a sombreros; y las partes tiernas nos las comemos como verdura. Dígame, ¿tienen en Pasolobino algún árbol como las sagradas palmeras?

Se detuvo y cogió aire.

—¿Se ha fijado en cómo se levantan hacia el cielo? —Dibujó unas figuras en el aire con las manos y su voz se volvió ceremoniosa—. Parecen columnas que sostienen al mundo, coronadas por penachos de guerrero. Las palmeras, Kilian, estuvieron aquí antes que nosotros y aquí seguirán cuando nos hayamos ido. Son nuestro símbolo de la resurrección y de la victoria sobre el tiempo. Pase lo que pase.

Kilian alzó los ojos a lo alto, sorprendido y conmovido por las palabras de José. De pronto, las copas de varias palmeras juntas se le antojaron una bóveda celeste en la que los frutos y racimos palpitaban como estrellas y constelaciones. En las alturas, una suave brisa mecía las ramas en dirección al cielo, como si fueran brazos extendidos en un gesto frondoso hacia la eternidad.

Cerró los ojos y se dejó inundar por la paz de ese momento. Todo lo lejano le resultó cercano. El tiempo y el espacio, la historia y los países, el cielo y la tierra se fundieron en un mágico instante de sosiego anímico.

—¡Ya estamos en la
böhabba
!

Las palabras de José, que se había adelantado, rompieron el divino hechizo. A unos pasos, el sendero se abrió y Kilian vislumbró el llano cercano a la población que los habitantes de Bissappoo destinaban a plantar ñames. Hacia la derecha distinguió el cobertizo donde elaboraban el rojo aceite de palma de manera tradicional. En un viaje anterior, José le había mostrado con detalle cómo se hacía. Unas mujeres arrancaban la nuez de los pétalos y formaban un montón que otras cubrían con hojas de palma para que fermentasen; otras las molían con una gran piedra en un agujero con forma de mortero, hecho en el suelo, cuyo fondo estaba cubierto de piedras; y otras quitaban las pepitas interiores y ponían la pulpa macerada a hervir al fuego en una olla para extraer el aceite.

—¡Ya verá qué gran fiesta! —dijo José con voz alegre por estar con los suyos—. En las celebraciones especiales, las mujeres siempre preparan abundante comida y bebida.

Kilian asintió con la cabeza. Estaba tan ansioso como si fuera la boda de un familiar suyo. En el fondo era un poco así. Había pasado más horas con José en los últimos dos años que con muchos de su propio pueblo. Con él trabajaba, conversaba y compartía inquietudes. Y además, le había invitado a conocer su entorno fuera de los límites de Sampaka. José tenía un carácter fácil que, a primera vista, contrastaba con el de la mayoría de sus vecinos de Bissappoo, una aldea que el padre Rafael describía como una de las más retrógradas y reacias al progreso y a la religión católica. José había cultivado la habilidad de convivir igualmente entre blancos y negros, adaptándose a la civilización impuesta sin olvidarse de sus tradiciones, y permitiendo que un extranjero como él pudiera compartir momentos tan familiares como el de la boda de una hija.

Kilian carraspeó. Le daba vergüenza decirle lo que sentía, pero creía que se lo merecía después de todo. Hasta entonces no había encontrado otro momento más adecuado para agradecerle lo que una vez hizo por él.

—Escucha, Ösé —dijo mirándolo directamente a los ojos. Su tono fue cercano y afectuoso—. Quiero que sepas una cosa. No te lo había dicho antes, pero sé lo que hiciste por mí la noche de Umaru y quiero darte las gracias. Muchas gracias, amigo.

José asintió.

—Dime una cosa, Ösé. Lo que hice no estuvo bien y me ayudaste. ¿Lo hiciste por mi padre?

José movió la cabeza a ambos lados.

—Lo hice por usted. Esa noche lo escuché. Era todo un hombre y lloraba como un niño. —Se encogió de hombros y levantó las palmas de las manos—. Se arrepintió porque el espíritu de su corazón es bueno.

Dio unos golpecitos en el brazo del joven y le susurró en actitud confidente:

—Los espíritus saben que todos nos equivocamos alguna vez…

Kilian agradeció sus palabras en lo más profundo de su corazón.

—También quiero que sepas que, aunque yo sea blanco y tú negro, con todo lo que eso significa…, cuando te miro yo no veo a un negro, sino que veo a José…, quiero decir, a Ösé. —El joven bajó la vista, un poco avergonzado por su arranque de sinceridad, y se rascó un brazo, nervioso—. Tú ya me entiendes.

José se lo quedó mirando, emocionado, y sacudió la cabeza como si no se creyera lo que acababa de oír.

—Si no hubiera caminado todo el tiempo con usted —dijo—, pensaría que había abusado del
topé
. ¡Ya veremos si opina lo mismo pasado mañana después de sufrir en sus carnes la celebración de una boda bubi!

Levantó un dedo para amenazarle cariñosamente:

—¡Ah! ¡Y se lo advierto! ¡Si pone sus manos en alguna de mis hijas o sobrinas, soltaré al salvaje que llevo dentro!

—¿Harías eso? —Kilian recuperó el tono bromista—. ¿No te gustaría como yerno?

José no respondió a su pregunta. Miró a las mujeres que fabricaban el aceite de palma, emitió un prolongado silbido y comenzó a caminar hacia ellas.

Cuando pasaron junto a los cuencos de agua de las fuentes perennes, con la que los bubis de Bissappoo pedían por la fertilidad del poblado, y cruzaron el arco de madera, a cuyos lados se erguían dos
Ikos
, o árboles sagrados, para evitar la entrada de los espíritus malignos, Kilian recordó la primera tarde que acompañó a José al poblado. Enterados por los silbidos de que se acercaba un hombre blanco, hombres, mujeres y niños habían empezado a salir y lo habían contemplado con curiosidad y cierto recelo, sin acercarse mucho. Él también los había observado con curiosidad, y en algunos casos, tenía que admitir, con cierta repulsión, sobre todo a los hombres mayores. Algunos mostraban grandes hernias y llagas y otros tenían la cara picada de viruela o marcada con incisiones profundas. Por indicación de José, por fin varios hombres lo habían saludado con gestos serios y respetuosos y lo habían invitado a entrar en su mundo.

Recordó también que la visión de los amuletos que colgaban del arco —colas de oveja, calaveras y huesos de animales, plumas de gallina y de faisán, cuernos de antílope y conchas de caracol— no le había sorprendido tanto por su significado como por su variedad. En Pasolobino también colgaban patas de cabra sobre las puertas de las casas y calzaban piedras de formas curiosas en los tejados, sobre las bocas de las chimeneas, para espantar a las brujas. El miedo a lo desconocido era el mismo en todas partes: en África temían a los espíritus malignos y en los Pirineos, a las brujas. Sin embargo, una vez dentro del poblado, las diferencias entre Pasolobino y Bissappoo no podían ser más evidentes. El pueblo español consistía en pieles blancas, cuerpos tapados y sólidas construcciones cerradas para protegerse del exterior; el africano, en pieles negras, cuerpos semidesnudos y frágiles viviendas abiertas a una plaza pública. Aquella primera vez que Kilian subió al poblado de José ni se podía imaginar que ambos mundos, tan distantes entre sí, irían convergiendo en su corazón, lenta y persuasivamente, a medida que la sencilla desnudez de uno comenzara a suplir la sobria ornamentación del otro.

Unos chiquillos se abalanzaron sobre sus bolsillos esperando encontrar alguna golosina. Kilian los complació entre risas y repartió pequeños dulces y caramelos que había comprado en la factoría de Julia. Dos o tres mujeres que acarreaban cestos de ropa limpia y comida lo saludaron con la mano. Varios hombres detuvieron su andar pausado, se acercaron, dejaron en el suelo el arco con el que trepaban a las palmeras y estrecharon su mano como ellos lo hacían, sosteniéndola afectuosamente entre las suyas y llevándosela al corazón.

—Ösé… ¿Dónde están todas las mujeres? —preguntó Kilian—. ¡Me parece que no podré poner a prueba tu amenaza!

José se rio.

—Estarán terminando de preparar la comida y adornándose para la boda. Quedan pocas horas. A todas las mujeres les cuesta un buen rato pintarse con
ntola
.

—¿Y qué hacemos mientras tanto?

—Nos sentaremos en la
riösa
con los hombres a esperar que pase el tiempo.

Se dirigieron a una plaza cuadrada donde los muchachos jugaban y se celebraban las asambleas. En el centro, a la sombra de árboles sagrados, había unos arbustos con unos cuantos pedruscos que servían de asiento a un grupo de hombres que los saludaron agitando la mano. Unos pasos más allá se levantaban dos pequeñas cabañas donde adorar a los espíritus.

—¿No tienes que cambiarte de ropa? —Kilian dejó su mochila en el suelo junto a los otros hombres.

—¿Es que no voy bien así? —José llevaba pantalones largos y una camisa de color blanco—. Llevo lo mismo que usted…

—Sí, claro que vas bien. Es que pensaba que, como eres el padre de la novia, te pondrías algo más… más… de los tuyos…

—¿Como plumas y conchas? Mire, Kilian, a mi edad ya no tengo que demostrar nada. Todos me conocen bien. Yo soy el mismo aquí que abajo, en la finca. Con camisa o sin ella.

Kilian asintió, abrió la mochila y sacó tabaco y licores. Los hombres agradecieron los presentes con gestos de alegría. Los más jóvenes hablaban español y los más ancianos, que en realidad tendrían la edad de José y Antón, intentaban con gestos entenderse con el
öpottò
o extranjero. Cuando veían que la comunicación era imposible, entonces recurrían a los traductores. Kilian se mostraba siempre respetuoso y si tenía alguna duda, ahí estaba José para ayudarle. Se sentó en el suelo y se encendió un cigarrillo mientras esperaba a que los hombres terminaran de analizar y comentar sus presentes y centraran su atención en él.

Se fijó en que la piel de serpiente, cuyo nombre —
boukaroko
— le costaba repetir, colgaba con la cabeza mirando hacia arriba de la rama más baja de uno de los árboles, en vez de estar en las ramas altas, como la recordaba. Supuso que la habrían bajado para que los bebés alcanzaran a tocarla desde los brazos de sus madres. Los bubis creían que esa serpiente era como su ángel guardián, árbitro del bien y del mal, que podía proporcionarles riquezas o causarles enfermedades. Por eso, una vez al año se le rendía respeto llevando a los niños nacidos durante el año anterior para que tocaran con sus manos la cola de la piel.

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