—Dios no envía la enfermedad —comentó José cuando regresaron al lado de Antón, que aún permanecía con los ojos cerrados—. El creador de las cosas bellas, del sol, de la tierra, de la lluvia, del viento y de las nubes no puede ser la causa de nada malo. La enfermedad es cosa de los espíritus.
—No digas tonterías —repuso Jacobo mientras Kilian se dirigía hacia su padre y le cogía la mano—. Las cosas son como son y punto.
La hija de José los observaba desde la puerta.
—Para nosotros —intervino con voz suave—, la enfermedad resulta de los maleficios de los espíritus de los antepasados que han sido insultados u ofendidos por el paciente o su familia.
Se acercó a José antes de continuar. Kilian se fijó entonces en que llevaba una bata blanca de manga corta abierta sobre un vestido verde pálido de anchos botones.
—Por eso mostramos tanto fervor al solicitar sus favores intentando satisfacerles con sacrificios, bebidas y fiestas funerarias.
José la miró complacido por su forma de explicar lo que a él le resultaba tan difícil. Kilian seguía en silencio.
—Pues entonces, dime —dijo Jacobo con sorna. Sus ojos centellearon—. ¿Qué haces tú en este hospital? ¿Por qué no te vas a invocar a los espíritus?
Kilian lamentó el tono de voz empleado por su hermano, pero ella respondió con la misma voz delicada y tranquila.
—Lo que no se puede evitar no se puede evitar. Pero sí podemos aliviar a un enfermo de su dolor. —Caminó hacia Antón y le colocó un paño de tela humedecido sobre la frente con mucha delicadeza—. La mayoría de las dolencias se calman con sencillos remedios de baños de agua fría o caliente, con unciones y fricciones de aceite de palma o de almendras, pomada de
ntola
o cataplasmas de hierbas y hojas, y con pociones de vino de palma mezclado con especias o con agua de mar.
Kilian observaba sus finas y pequeñas manos negras sobre el paño blanco. Lo apretaba ligeramente sobre la frente de su padre. Luego lo cogía y lo devolvía al cuenco, donde lo empapaba de nuevo, lo retorcía para escurrir el exceso de líquido y de nuevo lo colocaba amorosamente sobre la frente o lo aplicaba con leves presiones sobre las mejillas. Se mantuvo absorto en ese proceso durante mucho rato. De fondo escuchaba la conversación de los otros, pero en su mente solo había lugar para la metódica labor de esas manos.
No quería pensar.
No quería enfrentarse a lo que iba a suceder.
—A veces —empezó José, refiriéndose a su hija con orgullo—,
massa
Manuel le permite aplicar algunos de nuestros conocimientos ancestrales…
Jacobo lo interrumpió irritado y se puso en pie.
—¡Pues dime tú, ya que sabes tanto, qué remedio hay para mi padre!
Kilian volvió a la realidad de la habitación.
—¡Cálmate, Jacobo! —le increpó—. A José le duele tanto como a nosotros lo que le pasa a nuestro padre.
Jacobo soltó un resoplido escéptico y volvió a sentarse.
—Dime, Ösé. —Kilian hablaba a su amigo, pero tenía clavada la vista en la joven enfermera—. ¿Qué harías si fuera tu padre?
—Kilian, yo no dudo de las medicinas de los extranjeros. No te ofendas, pero en su estado, yo… —Titubeó unos segundos y finalmente dijo con convicción—: Consultaría a un brujo doctor para que rezase por él.
Se oyó una risa sarcástica desde el sillón de la esquina. Kilian hizo un gesto enérgico con la mano para que su hermano se callara y pidió a José que continuara.
—Si fuese mi padre —prosiguió este—, lo llevaría a la capilla del espíritu protector más poderoso de mi poblado para que lo liberase de la maldición que lo atormenta. Sí, eso haría.
—Pero no podemos moverlo en su estado, Ösé —objetó Kilian—. Y tampoco nos lo permitirían ni Manuel ni el señor Garuz.
—Tal vez podría conseguir que… —propuso José con cautela— nuestro doctor viniera aquí.
Jacobo se levantó furioso.
—¡Claro! ¡No será nada difícil convencerle a cambio de tabaco y alcohol!
Kilian no dijo nada. Seguía mirando fijamente a la hija de José, que levantó la cabeza y clavó la mirada en él esperando una respuesta. Sus ojos claros parecían querer decirle que no perdía nada al intentarlo; que lo que consolaba a unos bien podía confortar a otros. ¿Se atrevería a solicitar la ayuda de los indígenas? Ella parecía desafiarlo sin palabras.
—De acuerdo —accedió finalmente.
Ella sonrió y se volvió hacia su padre.
—Enviaré a Simón a Bissappoo —dijo simplemente.
Jacobo cruzó la habitación moviendo la cabeza de un lado a otro en dirección a la puerta.
—¡Esto es ridículo! —bramó—. ¡Tanto contacto con los negros te ha trastornado! ¡Estás loco, Kilian!
Salió dando un portazo. Kilian corrió tras él y lo detuvo en las escaleras de la entrada.
—¿A qué ha venido eso, Jacobo?
Su hermano no lo miró a los ojos.
—Está claro. Hace tiempo que prefieres los consejos de José a los míos.
—Eso no es cierto… —protestó Kilian. Jacobo torció el gesto—. Papá y José son amigos, Jacobo. Solo quiere ayudar.
—Ya has oído a Manuel. Papá se va a morir. Es inevitable. Tal vez tú prefieras agarrarte a falsas esperanzas, pero yo no. Está bien atendido. Eso es lo que importa. —La voz le tembló—. Solo quiero que todo acabe cuanto antes. Llegados a este punto, sería lo mejor.
Miró a Kilian y vio que este permanecía callado con los labios fuertemente apretados. Intentó recordar en qué momento Kilian había comenzado a alejarse de él. La fugaz imagen de un joven hermano preguntándole miles de cosas y escuchando sus respuestas con asombro, admiración y total credulidad cruzó por su mente. De eso hacía mucho tiempo. Las cosas habían cambiado demasiado deprisa: Kilian ya no lo necesitaba, su padre se moría, y él se sentía cada día más solo. La culpa de todo la tenía la isla. Atrapaba a sus habitantes con sus intangibles redes, a cada uno de una manera diferente. Y acabaría con todos ellos como antes lo hiciera con otros.
—Te has vuelto testarudo, Kilian. Antes no eras así. Deja a papá tranquilo, ¿me oyes?
—He dado mi consentimiento y no pienso volverme atrás —replicó su hermano con voz firme.
—Eso ya lo veremos.
Antón tuvo breves momentos de lucidez en los que pudo conversar con José y sus hijos, sobre todo con Kilian, quien apenas se movió de su lado en las siguientes horas. Quizá fue la primera vez en sus vidas que padre e hijo hablaron sin prisa ni vergüenza de temas más personales. La lejanía del hogar, el clima aturbonado de junio y la certeza de la despedida inevitable creaban el ambiente perfecto para las confidencias entre hombres de la montaña acostumbrados a la vida dura.
—Kilian, no es necesario que estés aquí todo el tiempo —le dijo una vez más Antón—. No debes abandonar el trabajo. Ve con Jacobo, anda.
A Jacobo las paredes del hospital se le caían encima y prefería suplir a Kilian en sus tareas con tal de alejarse de ese entorno de dolor.
—No lo abandono, papá. Pueden prescindir de mí. En esta época todos estamos a la espera de que los frutos maduren para la próxima cosecha. No sé si son imaginaciones mías, pero cada año las piñas de cacao son más grandes…
—Aquí estoy bien —afirmó Antón con todo el convencimiento del que fue capaz, en un intento de aliviar el evidente sufrimiento interior por el que estaba pasando su hijo—. Las enfermeras me cuidan muy bien, sobre todo la más jovencita, la que está aprendiendo, la hija de José. ¿Te has fijado en sus ojos, hijo? Son casi transparentes…
Kilian asintió. Sabía perfectamente cómo eran los ojos de la muchacha, su rostro, sus manos, su cuerpo… Cuando ella aparecía por la puerta, su sola presencia servía de efímero bálsamo para su desaliento. Estaba muy asustado. Había visto morir animales y era muy desagradable. Había visto a familiares y vecinos muertos en los velatorios de su tierra. De pronto te avisaban y uno que vivía había muerto. Sin embargo, la certidumbre de que él estaría presente cuando su padre exhalara el último suspiro le ponía enfermo. Era una experiencia por la que no quería pasar y no le quedaba más remedio. No sabía ni qué decir. Ahora conversaban y tal vez dentro de una hora… Seguro que su madre hubiese sido mejor acompañante en ese tramo final de la vida. Por lo menos, más cariñosa. Pensó en Mariana y Catalina, a quienes acababa de enviar un telegrama por medio de Waldo para notificarles la situación. Había llorado tanto que ante su padre ya no le quedaban lágrimas. Mejor.
—¿Kilian?
—Dígame, papá.
—Tendrás que encargarte de la casa y de la familia. Eres más responsable que Jacobo. Prométeme que lo harás.
Kilian asintió sin ser consciente entonces de que hay promesas que pesan más que una losa de piedra. Se encargaría de Casa Rabaltué igual que lo habían hecho sus padres y otros antes que ellos.
—¿Por qué volvió, papá, si no se encontraba bien? En la Península hay buenos médicos y estaría en casa bien cuidado y acompañado.
Antón titubeó antes de responder:
—Bueno, he hecho como los elefantes, buscar mi sitio para morir. He pasado tantos años aquí que hasta me parece justo. Esta tierra nos ha dado mucho, hijo. Más que nosotros a ella.
A Kilian no le convenció la respuesta.
—Pero papá… Lo normal sería estar en casa, con mamá…
—Si te lo explicara, no sé si me entenderías.
Kilian recordó haber escuchado esa frase varias veces en su vida.
—Inténtelo.
Antón cerró los ojos y suspiró.
—Kilian, yo no quería que tu madre viera mi cuerpo sin vida. Tan sencillo como eso.
Kilian se quedó helado ante la franqueza de su padre.
—Tu madre y yo —continuó Antón— nos hemos querido mucho a pesar de la distancia. Cuando nos despedimos, los dos sabíamos que no nos volveríamos a ver. Eso es algo que se sabe, no son necesarias las palabras. Dios ha querido que yo me vaya primero y le doy gracias por ello…
Su voz se quebró. Cerró los ojos y apretó los labios con fuerza para contener la emoción. Al cabo de unos segundos, abrió los ojos, pero su mirada ya no era la mirada serena de antes.
—Me gustaría descansar un poco —dijo, con voz queda.
Kilian solo quería que el tiempo girase en el sentido contrario a las agujas del reloj y lo enviara de regreso a los verdes campos de la montaña para que su madre guisara conejo o sarrio con chocolate y preparara rosquillas los días de fiesta, para que su padre le trajera regalos de una tierra lejana, su hermana protestase por sus travesuras con los brazos en jarras, su hermano le retase a caminar por los más altos muros de piedra mientras saboreaba un trozo de pan con nata de la cremosa leche de vaca y azúcar, y la nieve apaciguase la melancolía de los otoños.
En cuanto faltara su padre, él tendría gran parte de la responsabilidad de cuidar de su familia y de la casa heredada generación tras generación. Deseó ser como Jacobo, ahuyentar las penas con cuatro guiños y varios sorbos de
malamba
, whisky y
saltos
de coñac, y expulsar sus temores en forma de enojo antes de que anidasen en su corazón.
Pero él no era así.
Apoyó la cabeza entre las manos y permaneció un largo rato evocando su infancia y su juventud.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Su alma se helaba y añoraba la nieve.
Se estaba haciendo mayor y tenía miedo. Mucho miedo.
La puerta se abrió y Kilian dirigió una anhelante mirada en esa dirección, pero esta vez entró José. Se acercó a la cama y estrechó la mano de Antón con afecto, sosteniéndola entre las suyas todo el tiempo.
—¡Ah, José, mi buen José! —Antón abrió los ojos—. Tú también estás aquí ahora. ¿Y esa cara? —Intentó bromear—. Tengo más suerte que los indígenas, José. ¿Sabes, Kilian, qué hacían los bubis antes cuando uno estaba muy grave? Lo llevaban a un cobertizo de su poblado y allí lo dejaban. Todos los días le ponían por la parte de fuera un plátano o ñame asado y un poquito de aceite de palma para su sustento y así continuaba hasta que la muerte ponía fin a sus sufrimientos.
Hizo una pausa porque tanto hablar le suponía un gran esfuerzo.
—Me lo contó un misionero, el padre Antonio creo que se llamaba, que convivió muchos años con los bubis. Dime, José, nunca te lo había preguntado… ¿Es cierto? ¿Hacíais eso?
—Los espíritus siempre nos acompañan, Antón, en una cabaña o en este hospital. Nunca estamos solos.
Antón esbozó una pequeña sonrisa y cerró los ojos. José liberó su mano con suavidad y se acercó a Kilian. De fondo, se escuchaban unas voces que provenían del otro lado de la pared.
—El padre Rafael está discutiendo con el doctor —le informó José en un susurro—. Tu hermano les ha contado que piensas dejar que uno de nuestros médicos trate a Antón.
Kilian frunció el ceño y salió al pasillo. Desde el despacho de Manuel llegaban las voces acaloradas de varios hombres, entre ellas la de su hermano. Abrió la puerta sin llamar y todos se callaron. Manuel estaba sentado ante su mesa, frente a Jacobo y al padre Rafael, que permanecían de pie.
—¿Hay algún problema? —preguntó Kilian directamente.
—Pues sí, Kilian —respondió enseguida el padre Rafael, con las mejillas coloradas por el enfado—. Has de saber que no me parece nada bien que uno de esos brujos se acerque a tu padre. Si ni siquiera nuestra desarrollada medicina ha sido suficiente para curarle, eso quiere decir que está en manos de nuestro Dios, el único y verdadero. ¿A santo de qué vas a permitir que un pagano pose sus manos sobre él? ¡Es ridículo!
Kilian lanzó a su hermano una mirada de reproche. Podían haberse evitado esa situación si no se hubiera ido de la lengua. Con los ojos clavados en Jacobo, alegó:
—Mi padre… Nuestro padre ha repartido su vida entre Pasolobino y Fernando Poo. Yo diría que casi al cincuenta por ciento. No veo por qué no puede despedirse de este mundo con los honores de cada sitio.
—¡Porque no está bien! —soltó el sacerdote—. ¡No puedes compararlas! Tu padre siempre ha sido un buen católico. ¡Lo que quieres hacer es absurdo!
—Si estuviera aquí mamá —intervino Jacobo—, te haría entrar en razón.
—¡Pero no está, Jacobo! ¡No está! —gritó Kilian. Sorprendido por su reacción, se sentó en una de las sillas dispuestas frente a la mesa de Manuel, bajó la voz y preguntó en tono desafiante—: ¿Hay en toda la isla, en el gobierno civil, o en los mandamientos de la Iglesia, alguna ley escrita que prohíba explícitamente a un negro rezar por la salvación del alma de un blanco?