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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (31 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Junto al redondeado caballón quedaron Kilian, Jacobo y José, quien se apartó para coger unos objetos que había ocultado discretamente antes del entierro. Con una pala cavó un agujero a la cabeza de la tumba y plantó un pequeño árbol sagrado. Luego rodeó el montículo con unas piedras y unos palos.

—Esto servirá para ahuyentar las almas de los otros muertos —explicó.

Jacobo se retiró unos pasos, pero no dijo nada. Ahora ya daba lo mismo lo que dijese, y tanto su hermano como él mismo estaban tan tristes que no era un momento adecuado para comentarios mordaces.

Kilian no apartaba su vista de las letras grabadas en la cruz de piedra.

«¿Quién visitará su tumba cuando ya no estemos aquí?», se preguntaba.

Sabía que incluso para José sería difícil acudir a limpiar la tumba y ponerle flores. Yeremías le había explicado que, una vez enterrados sus muertos, los bubis tenían mucho miedo de visitar los cementerios y de limpiar los sepulcros. Creían que hacerlo podría provocar muchas muertes en el poblado. Si estuviese en Pasolobino, su madre iría primero todos los días a hacerle compañía en su descanso eterno, y luego, todas las semanas. Siempre habría alguien hablando a sus pies.

«¿Por qué volvió de España? —pensó—. ¿Por qué me ha hecho pasar por esto?»

Tendría que revivir los últimos días al escribir la carta a su madre. Ella querría saber todos los detalles: sus últimas palabras, el momento de la extremaunción, el sermón del sacerdote alabando sus cualidades y recordando los momentos más relevantes de su vida, y el número de asistentes y los pésames recibidos. Tendría que ponerlo por escrito y aparentar que él se encontraba bien a pesar de todo y que no tenía por qué preocuparse, que la vida seguía y que tenía mucho trabajo, y que el dinero no faltaría.

—¿En qué piensas? —preguntó José.

—Me pregunto… —respondió Kilian, señalando con la cabeza hacia la tumba de Antón— dónde estará ahora.

José se acercó.

—Ahora está con los miembros de vuestra familia fallecidos anteriormente. Seguro que está feliz con ellos.

Kilian asintió con resignación y mentalmente rezó una sencilla oración con la que deseaba un buen viaje a su padre, dondequiera que estuviese.

Jacobo comenzó a caminar hacia la verja de entrada del cementerio para que no lo vieran llorar.

Antón falleció a finales de junio de 1955, el mismo día que comenzaban las fiestas patronales en su valle en honor de los santos del verano. En julio comenzaba la cosecha de los pastos en Pasolobino; en agosto, la del cacao en Fernando Poo, que se prolongaría hasta enero del año siguiente. Eran los duros meses de trabajo en los secaderos.

Kilian trabajaba día y noche. Toda su vida giraba en torno al trabajo. Y cuando descansaba no hacía sino fumar y beber más de la cuenta. Se volvió huraño, taciturno e irascible. Jacobo y José, los únicos con los que conversaba algo, comenzaron a preocuparse. Nadie podía resistir semejante esfuerzo físico. Al principio, creyeron que su enfado y ansiedad eran el resultado lógico de la muerte de Antón. Pero no remitían con el paso de las semanas.

Al contrario: trabajaba por dos siguiendo una disciplina dura e intransigente.

Estaba continuamente intranquilo, como si hubiera problemas en los secaderos, que no los había, y protestaba porque las cosas nunca estaban bien hechas, que lo estaban. Gritaba a los trabajadores, algo que nunca había hecho antes, y se preocupaba por problemas imaginarios.

—¡Kilian! —le suplicaba su hermano—. ¡Tienes que descansar!

—¡Ya descansaré cuando me muera! —le respondía Kilian desde el tejado de un barracón—. ¡Alguien tiene que hacer las cosas!

José lo observaba con cara de preocupación. Antes o después, su cuerpo explotaría. Era imposible resistir esa mezcla de euforia e intranquilidad.

Poco después de Navidad, Kilian cayó enfermo. Todo comenzó con unas leves décimas de fiebre que, en una semana, aumentó a cuarenta grados. Solo entonces accedió a ir al hospital.

Durante días estuvo delirando. Y en su delirio, la misma imagen se repetía una y otra vez: él y su padre estaban en una casa y fuera llovía mucho. Se podía oír como el barranco próximo a la casa escupía piedras y amenazaba con desbordarse e inundar todo a su paso. Ese barranco ya se había desbordado otra vez y había arrastrado las viviendas más resistentes. Tenían que salir o morirían. Kilian insistía, pero su padre no quería salir, le decía que estaba muy cansado y que se fuese sin él. Fuera, rugían el viento y la lluvia y Kilian le gritaba desesperado a su padre que se moviese, pero este seguía dormitando en su mecedora. Kilian lloraba y gritaba mientras se despedía de su padre y salía de la vivienda.

Una mano apretó la suya para tranquilizarlo. Abrió los ojos, parpadeó para alejar las terribles escenas de sus pesadillas y frunció el ceño al distinguir las aspas de un ventilador moviéndose sobre su cabeza. Una cara familiar entró en su campo de visión y unos grandes ojos claros lo miraron cariñosamente.

Cuando percibió que Kilian era plenamente consciente de dónde se encontraba, la hija de José le dijo con suavidad, mientras apartaba mechones cobrizos de su frente sudorosa:

—Si no has honrado a tus muertos bien, ahora los espíritus te atormentan. No tienes que hacer sacrificios de cabras y pollos. Hónralo bien, a tu manera, si no puedes a la manera bubi, y el espíritu de Antón te dejará tranquilo. Déjalo ir. Si quieres puedes rezar a tu Dios. Al fin y al cabo, Dios creó todo; también a los espíritus. Déjalo ir. Eso valdrá.

Kilian apretó los labios con fuerza y su barbilla comenzó a temblar. Se sentía cansado y débil, pero agradeció las palabras y el tono cariñoso y sin embargo firme de la muchacha. Se preguntó cuántas horas o días habría estado él en esa cama, y cuánto tiempo lo habría acompañado ella como testigo mudo de su sufrimiento. Percibió que ella seguía acariciándolo y no quiso que parara. Sus manos eran finas y su fresco aliento existía a pocos centímetros de sus labios resecos. Abrió la boca para preguntar su nombre, pero las palabras no salieron de su boca porque la puerta se abrió de golpe y entró Jacobo como un huracán. La joven detuvo sus caricias, pero Kilian no dejó que le soltara la mano. Jacobo alcanzó la cabecera de la cama en tres zancadas y al ver a Kilian consciente exclamó:

—¡Santo Dios, Kilian! ¿Cómo te encuentras? ¡Menudo susto nos has dado!

Frunció el ceño en dirección a la enfermera, que, aunque se deshizo del apretón de la mano, no se apartó de Kilian. Durante unos segundos, la mirada de la joven le produjo un estremecimiento. «Vaya… —pensó—, ¿de dónde ha salido esta preciosidad?» Estudió sus facciones, sorprendido por esa inesperada belleza. Enseguida se recompuso.

—¿Cuánto hace que está despierto? ¿Es que no pensabas avisarme, eh? —Sin esperar respuesta, centró la atención en el rostro de Kilian—. ¡Madre mía! Un poco más y te vas con papá…

Kilian puso los ojos en blanco y Jacobo se sentó en la cama.

—En serio, Kilian. He estado muy preocupado. Llevas aquí cinco días con un fiebrón tremendo. Manuel me aseguró que la fiebre remitiría, pero le ha costado… —Sacudió la cabeza—. Tardarás en volver a estar fuerte. He hablado con Garuz y hemos pensado que podrías pasar la convalecencia en el barco de camino a casa…

Jacobo cogió aire y Kilian aprovechó para intervenir:

—Yo también me alegro de verte, Jacobo… Y no. No pienso irme. De momento, no.

—¿Por qué?

—No me apetece. Todavía no.

—Kilian, no he conocido a nadie más terco que tú. Mira, hace un par de días llegó carta de mamá. —Metió la mano en el bolsillo de la camisa y extrajo un papel—. ¡Noticias frescas! Me moría de ganas de poder contártelo. ¡Catalina se casa! ¿Qué te parece? ¿Y sabes con quién? Con Carlos, el de Casa Guari, ¿te acuerdas de él?

Kilian asintió.

—No está mal, no es de casa grande, pero es trabajador y honrado. Mamá nos escribe la dote que ha pensado para ella, a ver qué opinamos… La boda no será hasta después del luto, claro, por eso no lo han hecho oficial, pero… —Se detuvo al percatarse de que su hermano no mostraba ningún signo de alegría—. Chico, has pasado de un extremo a otro. Antes te interesaba todo y ahora no quieres saber nada. La vida sigue, Kilian, con y sin nosotros…

Kilian giró la cabeza hacia la ventana y su mirada se encontró con la de la joven enfermera que no se había apartado de su lado, haciendo ver, mientras Jacobo hablaba, que preparaba el termómetro y la medicación del enfermo. Con un gesto perceptible solo para Kilian, ella mostró su conformidad con las últimas palabras de Jacobo. La vida sigue, se repitió él mentalmente, absorto en la contemplación de esos ojos celestiales.

Unos nudillos dieron unos golpecitos en el marco de la puerta.

—¡En buen momento llegas! —Jacobo se levantó para recibir a la mujer, que caminó hacia ellos dejando una estela de perfume a su paso.

Kilian volvió la cabeza y reconoció la escultural figura de Sade cubierta por un sencillo vestido de algodón blanco con una cenefa estampada con motivos de lobelias azules, como pequeñas palmeras terminadas en punta, a la altura de las rodillas y ajustado a la cintura por un estrecho cinturón. Nunca la había visto vestida así, sin adornos ni maquillaje. En realidad, nunca la había visto a plena luz del día, y le resultó incluso más hermosa que en el club.

—Ayer le mandé aviso de que hoy la recogería Waldo —explicó Jacobo con toda naturalidad, si bien en sus ojos brillaba una pincelada astuta de triunfo.

Hacía semanas que no sabía cómo convencer a Kilian de que las penas del alma se podían vencer gracias a la avidez del cuerpo que, en hombres como él, enardecía la certeza de la muerte. La ocasión se le había presentado en bandeja ahora que su hermano no disponía de excusas para evitar un descanso prolongado.

—No quería que estuvieses tantas horas aquí solo y ella se ofreció a hacerte compañía. Yo no me puedo escapar mucho rato de los secaderos. Sade cuidará de ti hasta que vuelvas a ser tú mismo, Kilian. —Miró el reloj, se levantó y le dio unos golpecitos en el hombro—. ¡Te dejo en buenas manos!

Mientras Jacobo salía, Sade se acercó para ocupar su puesto junto al enfermo. Se sentó en el borde de la cama, se besó las yemas de los dedos índice y corazón y con ellas acarició los labios de Kilian, lenta y continuadamente, hasta que, con un pequeño gesto, él movió la cara para librarse del contacto.

—Esto no puede ser, mi
massa
—le reprochó ella con voz melodiosa—. Hace semanas que no vienes a verme. Eso no está bien. No, no. —Chasqueó la lengua—. No dejaré que te olvides de mí.

Lanzó una sonrisa de complicidad a la enfermera y añadió:

—Puedes marcharte. Procuraré que no le suba la fiebre.

Kilian sintió que el cuerpo de la enfermera se tensaba. No dejó de mirarla hasta que ella, por fin, hizo lo mismo y entonces le dedicó una sonrisa cansada y agradecida. En esos momentos, hubiera deseado volver atrás en el tiempo, hasta el punto exacto en que su pesadilla terminaba y unas suaves manos le acariciaban el pelo. Como si le leyera el pensamiento, ella le posó la palma de la mano sobre la mejilla ante los ojos de Sade, que no pudo evitar arquear las cejas, y le susurró varias frases, lentas, melodiosas, sedantes, en bubi. Kilian no entendió su significado inmediato, pero cerró los párpados y un reconfortante sueño se apoderó de él.

El tiempo pasó sobre las plantaciones y llegó la estación húmeda con su alternancia de copiosas lluvias, chubascos pasajeros y brisas frescas que se rendían con facilidad al pegajoso calor diurno. Aunque en pleno día se hiciera de noche y un pequeño tornado desatase su furia sobre los cacaotales cubriéndolos de ramas de eritrinas, el ritmo de trabajo no se detenía en ningún momento porque los frutos del cacao —cuyo nombre científico Kilian había aprendido que era
teobroma
o alimento de los dioses— crecían y engordaban en los troncos. Cuando adquirían un color rojizo, estaban listos para la cosecha.

De agosto a enero, a lo largo de semanas idénticas —desglosadas unas de otras por los lunes, día de racionamiento semanal de dos kilos de arroz, un kilo de pescado seco y salado, un litro de aceite de palma y cinco kilos de malanga o ñame para los trabajadores, y los sábados, día de cobro—, miles de piñas de cacao pasaron por las manos de unos hombres perfectamente organizados. Vigilados por Jacobo, Gregorio, Mateo y los capataces, los braceros fueron recolectando las bayas maduras y sanas con un pequeño gancho en forma de hoz fijado sobre una vara larga. Con sumo cuidado y destreza
picaban
el cacao, haciendo caer, sin tocar las otras, las piñas elegidas que amontonaban en los cacaotales para que otros hombres las rompieran con sus machetes y extrajeran de su interior los granos con los que iban llenando los sacos que apilaban a lo largo del camino.

El patio principal rebosó de actividad muchos días con sus correspondientes noches. Los encargados de los camiones transportaban desde los cacaotales los sacos cuyo contenido se vertía en unos grandes depósitos de madera, donde fermentaba e iba dejando escurrir un líquido viscoso y denso durante unas setenta y dos horas. Tras la fermentación, otros hombres extendían las almendras sobre las planchas de pizarra de los secaderos, bajo las cuales circulaba una corriente de aire caliente que las calentaba hasta alcanzar los setenta grados.

Kilian, José, Marcial y Santiago se turnaron sin tregua para supervisar el proceso de secado, que duraba entre cuarenta y ocho y setenta horas, durante las que se aseguraban de que los trabajadores no dejaran de remover los granos hasta que daban el visto bueno. Entonces, ordenaban primero trasladarlos a unas grandes carretillas con el fondo agujereado para que se enfriasen y luego pasarlos a las máquinas limpiadoras antes de envasarlos en sacos rumbo a diferentes destinos.

Tanto en el trabajo como en el ánimo de los hombres, después de la tempestad llegó la calma. Gracias a las metódicas jornadas, la impaciencia de Kilian de los meses anteriores a su enfermedad fue cediendo poco a poco, aunque se transformó en una apatía que amenazaba con marcar su carácter —hasta entonces más alegre y desenfadado— de manera crónica.

Esa impasibilidad de ánimo se proyectaba en todos los ámbitos de su vida a excepción del trabajo, donde continuaba destacando por su dedicación y su entrega, y se manifestaba en el poco interés que mostraba por lo que sucediera más allá de la finca. Iba a Santa Isabel cuando le tocaba comprar material en las factorías, o cuando Sade le enviaba mensajes amenazadores de que iría a su habitación si pasaba otro mes sin verlo. Kilian no tenía claro si esos mensajes eran idea de ella o de su hermano. Más bien suponía que de este —empeñado en que mantuviese el único hilo de diversión que lo unía al resto de los mortales—, porque sabía que ella no le guardaba ausencia. Dejó de ir al cine, consiguió que los demás empleados dejaran de insistir en que les acompañase a las diversas fiestas que salpicaban el calendario y declinó varias invitaciones de veladas con Julia, Manuel, Generosa y Emilio. Solo se encontraba a gusto en la soledad de la selva, y solo aceptaba de buen grado la compañía de José porque le hablaba sin recriminaciones ni sermones.

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