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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (70 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Jacobo se giró hacia Gregorio.

—¿Y bien?

—Pues dice que tu hermano la ha abandonado por otra, precisamente ahora… —Ante la expresión de extrañeza de Jacobo continuó—: Sade ha tenido un hijo de tu hermano. Bueno, eso es lo que dice ella, claro —se apresuró a añadir—. Y mulato lo es.

Jacobo abrió la boca, estupefacto. Se produjo un largo silencio.

—Pero… ¿Cómo? —Frunció el ceño—. ¿Kilian?

Su hermano ni se había inmutado.

—Un momento. —Miró a todos, uno por uno—. ¿Y vosotros lo sabíais? ¿Manuel?

—Nunca he dado crédito a esa noticia, Jacobo —respondió el médico—. Gregorio, ¿no es cierto que Kilian dejó de estar con Sade mucho antes de que ella se liara contigo?

Jacobo respiró más tranquilo. Una cosa era disfrutar de las amigas, y otra muy diferente que te quisieran complicar la vida, y más con un hijo, la mejor arma para conseguir dinero de un hombre blanco.

—Entonces, Gregorio, tal vez debamos darte la enhorabuena a ti por tu reciente paternidad —dijo Kilian con voz calmada—. ¿No eras tú el que siempre criticabas a los dueños y gerentes de las fincas de ser unos
miningueros
y los acusabas de tener hijos mulatos por ahí? Pues mira, ahora te has convertido en uno de ellos.

—No soy el único que se ha acostado con ella.

—Sí, pero me apostaría cualquier cosa a que fuiste tú quien dio en la diana.

Gregorio le lanzó una mirada amenazadora.

—No me gusta nada que vaya por ahí difamando a mi hermano —interrumpió Jacobo—. Espero que no se le ocurra acudir a las autoridades.

—¿Y qué si lo hiciera? —Gregorio se encendió un cigarrillo—. Nadie haría mucho caso a alguien como ella.

—Es un alivio, ¿verdad, Gregorio? —Kilian se levantó. Ya había tenido bastante vida social por ese día. Afortunadamente, en unas horas estaría con Bisila—. Bueno, yo me voy.

Mateo le dio unos golpecitos en el brazo.

—¡Cada vez te pareces más a tu padre! Del trabajo a casa y de casa al trabajo.

Kilian no dijo nada. Su mirada se encontró casualmente con la de Manuel, quien la apartó rápidamente y agachó la cabeza. De la misma manera que conocía a Kilian lo suficiente para saber que no mentía sobre el asunto del hijo de Sade, creía conocer las razones de sus viajes continuos al hospital. No estaba ciego. A Kilian siempre lo atendía la misma enfermera.

—¿Sabéis qué dice Julia? —dijo finalmente Manuel, minutos después de que Kilian se marchara—. Que si nos diéramos una vuelta por el orfanato de la ciudad, se nos caería la cara de vergüenza.

Sade apresuró el paso sobre el polvoriento camino que conducía a la casa de maternidad indígena de Santa Isabel, donde había dado a luz a su hijo hacía tres meses. El edificio constaba de un ala de dos alturas junto a un torreón de tejado a cuatro aguas pegado a otra construcción con una galería superior y unos arcos a través de los cuales se accedía a las instalaciones. Llegó hasta los peldaños de la entrada y se detuvo. Levantó la vista hacia el cielo estrellado y respiró hondo. No se oía nada. La naturaleza disfrutaba de los últimos minutos de calma previos al amanecer.

El bebé dormía plácidamente en sus brazos. Cubrió su cuerpecito con una delgada tela blanca, acarició sus mejillas, se inclinó y lo depositó ante la puerta. Permaneció unos segundos observándolo, se dio la vuelta y se marchó.

Cuando llegó a su casa, ubicada cerca del club, se preparó una infusión de
crontití
y se sentó junto a la ventana del pequeño saloncito. Una vez más se repitió que había hecho bien en librarse del niño. En algún lugar de su corazón percibió una débil punzada de remordimiento y suspiró profundamente. Ni las quejas ante todos los organismos de Gobierno insular ni ante el gerente de la finca Sampaka habían dado resultado. Como mucho, había conseguido que se abriera una discreta y rápida investigación, tras la cual se había concluido que, gracias a las firmes declaraciones de los amigos de Kilian, no había ni la menor prueba o sospecha de que Kilian fuera el padre de la criatura. Y no solo eso: le habían advertido de que si persistía en sus acusaciones, la ley caería sobre ella por difamación. ¿En qué momento su orgullo la había convencido de que, ahora que era una ciudadana española, existía alguna oportunidad de que alguien obligase a Kilian a asumir su responsabilidad? ¿No era eso lo que hacían en España? Durante los meses de su embarazo había llegado incluso a fantasear con que él le proponía una vida en común para sacar adelante a ese niño que acababa de abandonar.

Después de la investigación, ya no tenía sentido admitir la verdadera paternidad del bebé. Todo le había salido mal. Había perdido a Kilian y había traído al mundo a un niño del que ni siquiera su madre se encargaría.

Se secó con un gesto brusco una lágrima que se deslizaba por su mejilla a traición. De ninguna manera iba a permitir que los sentimientos la hicieran actuar otra vez de manera irreflexiva, aunque, gracias precisamente a la decisión de quedarse embarazada, se hubiera abierto ante ella un futuro prometedor. Sí. Ahora tenía mucho en qué pensar.

Durante los últimos meses del embarazo, Anita había consentido en aceptar su ayuda en la gestión del club. Con el paso de los días, la mujer, ya mayor, se había dado cuenta de la habilidad de la joven, para, entre otras cosas, atraer clientes, aconsejar a las chicas nuevas, y diseñar las actuaciones de las orquestas de tal manera que los clientes no deseaban abandonar el local —que también Sade se había encargado de redecorar— una vez habían traspasado el umbral de la puerta. Anita quería vivir sus últimos años con más tranquilidad que la que le proporcionaban las noches del club, y había descubierto en Sade a la persona idónea a quien traspasar el negocio.

Por su parte, a Sade le salían las cuentas, siempre y cuando pudiera librarse del único obstáculo que se interponía entre ella y sus ambiciones. Todas sus energías estarían centradas en seguir con el negocio, y, ¿por qué no?, ampliarlo. Seguro que en el orfanato cuidarían bien del niño, se dijo, y se encargarían de que recibiese la adecuada educación que ella no podría darle en los próximos años. No había más que ver la diferencia entre los niños que crecían medio abandonados por las otras madres del club y los que se criaban en el centro español. Si todo salía bien, podría incluso recuperar a su hijo más adelante… No era una mala madre después de todo, se consoló. Tan solo había llevado una mala vida.

De ella y solamente de ella dependía que, muy pronto, las cosas cambiasen.

—¿Por qué no puedes hacerme ese pequeño favor?

Generosa no cedía ante la insistencia de su hija.

—No entiendo tu interés después de tanto tiempo. ¿Qué más te da lo que esa mujer hiciera?

—Oba me dijo que, en cuanto puede, su amiga se da una vuelta por el orfanato para verlo. El niño ya debe de tener más de un año. Simplemente, me gustaría saber qué nombre le pusieron. Nunca se sabe, tal vez algún día su verdadero padre quiera saber de él…

—Con lo desagradable que fue todo, lo mejor sería olvidarnos. —Generosa extendió las manos para evitar que su hija replicara—. Además, no es asunto tuyo.

Ismael se puso de puntillas para coger una de las figuritas del pequeño belén que había sobre una estantería, se tambaleó, cayó hacia atrás y rompió a llorar. Sus grititos y balbuceantes palabras de protesta se mezclaron con otras que provenían de la calle. Generosa lo cogió en brazos y se asomó a la ventana.

—Ya estamos otra vez.

—¿Qué pasa? —preguntó Julia.

—Tu padre y Gustavo.

—Ya voy yo.

Cuando Julia llegó abajo, se juntó con Oba, que también se había asomado a la puerta de la factoría alertada por el follón.

—¿Cómo ha empezado esto, Oba?

La muchacha señaló al grupo, entre los que Julia distinguió a Gustavo y a su hermano Dimas:

—Han entrado en la factoría a comprar alcohol para celebrar la Navidad y su padre se ha negado porque no tienen el permiso de la policía. Ellos se han enfadado y le han dicho que ahora pueden comprar los mismos productos que los blancos y don Emilio ha dicho que sí, pero que alcohol no, porque aún faltan días para la Navidad y por culpa del alcohol no acuden al trabajo. Su padre los ha echado y han ido a buscar a Gustavo, como representante de la Junta Vecinal, y ya llevan un rato discutiendo.

Una docena de hombres rodeaba a Emilio, quien, fuera de sí, gritaba:

—Para lo que os interesa sí que somos iguales, ¿no? Pues si somos iguales, ¿por qué no voy a poder votar yo? ¡Tengo el mismo derecho que vosotros! ¡Qué digo el mismo! ¡Tengo más derecho que algunos de vosotros! ¡He vivido más tiempo aquí que muchos de los que venís de fuera reclamando que esta es vuestra tierra! Y ahora solo pueden votar los guineanos con nacionalidad española… ¡Para perder esa nacionalidad! ¡Nos hemos vuelto todos locos!

Julia comprendió que el tema original de la disputa había derivado ya en el asunto del futuro referéndum anunciado para votar la autonomía de Guinea. Realmente las cosas iban deprisa. Si los pronósticos se cumplían, en menos de seis años, la antigua colonia pasaría, de ser provincia española, a gozar de un régimen de autonomía previo a la concesión de la independencia. Las Naciones Unidas habían instado a que se concediera sin excusas la independencia a los países bajo tutela colonial y a España no le iba a quedar más remedio que hacerlo. Sacudió la cabeza. Incluso a alguien como ella, que había vivido años en la isla, la situación le resultaba confusa. Hasta hacía bien poco las fuerzas coloniales habían detenido a independentistas como Gustavo, y a cualquiera que atentase contra la nacionalidad española y se les había enviado a Black Beach, y ahora se daba por segura la independencia. ¿Quién lo entendía?

Y además, aun cuando esa transformación debería ser un motivo de satisfacción para los nativos, había posturas encontradas en cuanto al proceso para conseguirla, lo cual complicaba más las cosas y provocaba malestar e incertidumbre entre unos y otros. Cada vez eran más frecuentes las discusiones subidas de tono en cualquier momento y en cualquier lugar. Por un lado, estaban los independentistas gradualistas, partidarios de aceptar la autonomía organizada e impuesta por y desde España como paso previo a la independencia, pues entendían que eran muchos los lazos que unían a ambos países después de tantos años de régimen colonial. Por otro lado, estaban los independentistas radicales, en su mayoría los fang de la parte continental, muy superiores en número, que querían la independencia automática y conjunta de la parte continental y de la isla. Los segundos criticaban a los primeros por aceptar el régimen de España, y los primeros criticaban a los segundos por su urgencia cuando aún no estaban preparados para el autogobierno.

Para complicar más aún las cosas, muchos bubis como Gustavo, que deseaban la independencia separada de la isla de Fernando Poo, seguían con su propia lucha. Su principal queja era que la distribución presupuestaria por provincias no era proporcional a la aportación de cada una de ellas. De hecho, la mayor aportación del presupuesto provenía de la isla, pero se apreciaba una evidente tendencia a llevar todas las mejoras e inversiones a la provincia continental de Río Muni. Y, por último, estaban aquellos que, aunque no lo manifestaran abiertamente, daban la razón a personas como Emilio, quien aún se atrevía a defender con vehemencia que los nativos seguirían mejor como provincia española. Julia estaba convencida de que alguien como Dimas, a quien tanto le había costado conseguir una vida privilegiada comparada con la de muchos otros, entraría en este grupo minoritario, pero nunca lo reconocería por no chocar frontalmente con las opiniones de su propio hermano.

Emilio seguía explicando sus razones en el mismo tono iracundo:

—¡Te aseguro una cosa, Gustavo! ¡Desde mi puesto del Consejo de Vecinos no pienso parar hasta conseguir que hombres como yo podamos votar! ¡No pienso quedarme de brazos cruzados!

—Tú votarías que no con los ojos cerrados con tal de conservar tus privilegios —atacó Gustavo.

—¿Pero no me acabas de decir que tú también votarás que no quieres la autonomía? —Emilio extendió los brazos a ambos lados en un gesto de exasperación.

—Tu «no» sería un signo de fidelidad a España. Mi «no» sería una muestra evidente de mi deseo de independizarme separadamente de Río Muni. Si los blancos votarais, habría más confusión.

En un momento, el grupo de personas que rodeaban a los dos hombres aumentó considerablemente. Los murmullos iniciales se convirtieron en gritos airados tanto de apoyo como de disconformidad con las palabras de Gustavo.

—¡Pues yo pienso votar que sí! —gritó un joven alto de facciones proporcionadas, cabeza rasurada y cuerpo fibroso—. Y eso es lo que deberíamos votar todos, que sí, que nos dejen solos de una vez…

—Tú debes de ser fang, ¿verdad? —repuso otro joven, más bajo y con la frente exageradamente abombada—. Hablas como un fang…

—Pues yo soy bubi y también pienso votar que sí —intervino un tercero, que llevaba un brazo vendado.

—¡Entonces no eres un verdadero bubi! —le recriminó Gustavo con voz fuerte—. ¡Ningún bubi aceptaría que los del continente se nos llevasen las riquezas!

—Mejor eso que continuar como esclavos de los blancos… —se defendió el aludido.

—¡No sabes lo que dices! —Gustavo se inclinó sobre él en actitud amenazadora—. ¡Peor que eso! ¡Te han sorbido el seso!

—¡Los fang ahora tenemos la culpa de todo! —El joven alto se acercó para atraer la atención de Gustavo—. También a nosotros nos han explotado. ¿Cuánta madera y café han sacado de la parte continental con nuestro sudor? —Levantó más la voz—. ¡Lo único que queréis los bubis como tú es poner las cosas más difíciles y apoyar así a los mismos de siempre!

—Los bubis llevamos décadas luchando y sufriendo represalias por manifestar nuestro deseo —le interrumpió Gustavo—. ¿Quieres saber cuántas cartas y escritos han enviado los jefes de tribus y poblados tanto a las autoridades coloniales como a España y a la ONU? ¿Y qué hemos recibido a cambio? Exilio, persecución y cárcel. —Se abrió la camisa para mostrarle sus cicatrices—. ¿Realmente crees que quiero apoyar a quienes me han hecho esto?

—Eres un necio —replicó el joven fang—. España nunca aceptará la existencia de dos Estados. Lo que hay que hacer es unir fuerzas. —Un murmullo de aprobación lo animó a elevar el tono de voz—. Esto es lo que quieren los blancos, que no nos pongamos de acuerdo.

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