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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (36 page)

BOOK: El invierno de la corona
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—Tenía razón Eiximenis cuando decía que los «mercaderes son la vida de la tierra, el tesoro de lo público, el comer de los pobres», que «sin mercaderes las comunidades caen, los príncipes se vuelven tiranos, los jóvenes se pierden y los pobres lloran». En verdad, son un gran beneficio; por eso, por sus mercaderes, Cataluña es una tierra benéfica, rica y noble. ¡Cataluña, tierra bendita, poblada de lealtad!

Don Pedro se liberaba así de las tensiones que lo acecharon durante tantos meses en la Cortes de Monzón continuadas en Tamarite. Los aragoneses, retrasando una y otra vez la toma de una decisión, acabaron por agotar la paciencia del rey, que al salir del reino que daba nombre a toda la Corona soltó su furia contenida. Los aragoneses se habían burlado de él, su yerno el conde de Ampurias se había rebelado, las finanzas de la Corona estaban a punto de la bancarrota, la peste rebrotaba en numerosas regiones de sus estados, el soldán de Egipto había detenido a un grupo de mercaderes catalanes en Alejandría, la Iglesia continuaba dividida en dos y sus hijos estaban tan alejados… Sí, don Pedro parecía cada vez más convencido de que el año siguiente, el fatídico 1385, podía ser el año del fin del mundo.

La corte se instaló en Villafranca del Penedés, una localidad a una distancia de una jornada de marcha de Barcelona, que un buen jinete con un par de caballos podía recorrer en una mañana. Desde allí, don Pedro prepararía el asalto al condado de Ampurias.

Barcelona, agosto de 1384

El Canciller y Santa Pau se abrazaron. Jerónimo acababa de llegar a Barcelona desde Villafranca del Penedés.

—Os habéis librado de la peste —dijo el Canciller.

—Tan sólo me he limitado a huir de ella —replicó Santa Pau.

—Hace mucho tiempo que os conozco y siempre habéis sabido escapar de las situaciones más conflictivas; en verdad que comienzo a pensar que tenéis muy buena suerte.

—Vos sois sin duda parte importante de mi buena fortuna.

—Que espero dure mucho tiempo.

—Jaime de Cabrera y Bernardo de Forciá no opinan como vos.

—El hermano de la reina no me preocupa, es tan inútil como aprovechado. En cambio, Jaime de Cabrera…, ese individuo es muy peligroso, cuidaos de él.

—La reina sigue todos sus consejos. Incluso algunos aseguran que entre ambos hay algo más que una mera relación de reina y consejero —dijo Santa Pau.

—Sí, ya he oído esos rumores, pero no son ciertos.

—¿Cómo estáis tan seguro?

—La reina sabe que todo su poder radica en la fidelidad absoluta a su esposo. Cualquier mínimo desliz que cometiera en ese sentido sería su ruina. Don Pedro está enamorado, enamorado por primera y única vez en su vida, y este amor lo ha descubierto casi a los sesenta años. Vos, Jerónimo, os habéis enamorado muchas veces, y de muchas mujeres, y sabéis que el nuevo amor que llega cicatriza las heridas del amor que se acaba de marchar. Pero don Pedro, y tal vez yo lo conozca mejor que nadie, nunca antes se había enamorado. Sus tres primeros matrimonios lo fueron por conveniencia política. El primero fue con doña María de Navarra; algunos consejeros convencieron a don Pedro de que ésa era la mejor opción, pues estimaban que navarros y aragoneses no tendrían reparos en volver a estar regidos por un mismo monarca, como ya ocurriera hace más de dos siglos. Aquellos consejeros soñaban con una Corona que dominara todos los Pirineos, un único gran estado entre Castilla y Francia. Lo convencieron diciéndole que si se casaba con la princesa navarra tendría grandes posibilidades de heredar este reino, y que si no ocurría así, la alianza con Navarra era vital para mantener el equilibrio tanto con Castilla como con Francia. Cuando se casó con doña María era un joven de diecinueve años, menguado y muy débil de cuerpo. Todos los muchachos de su edad lo superaban en fuerza y en estatura. Yo ya estaba entonces a su servicio. Os podría contar cómo lloraba encerrado en su cámara, impotente por no poder participar en los torneos que celebraban los caballeros, cómo añoraba el no poder vestir esas flamantes armaduras en aquellos felices tiempos en los que las damas eran cantadas por apuestos trovadores. Recuerdo muy bien la cara que puso la princesa navarra cuando vio por primera vez al que iba a ser su esposo; doña María, aunque sólo tenía dieciséis años, era al menos cuatro dedos más alta que don Pedro.

»Tras la muerte de doña María, se casó con doña Leonor de Portugal; aquella boda fue un duro golpe para Castilla y una operación política muy acertada. Portugal siempre ha recelado, y lo sigue haciendo, de sus poderosos vecinos castellanos. Don Pedro sacrificó la búsqueda del amor por un nuevo matrimonio de conveniencia, pero doña Leonor murió sin darle ningún hijo y ahí se acabó la estrategia de contener a Castilla entre Aragón y Portugal.

»En cuanto al tercer matrimonio…, Leonor de Sicilia era una verdadera reina. Sólo tenía catorce años, pero rebosaba majestad pese a su juventud. Don Pedro la quiso, fue su reina, le dio sus primeros hijos varones, pero sólo le interesó Leonor por Sicilia y por haberle proporcionado descendencia masculina. La respetó como esposa, como respetó a las demás, pero nunca hubo amor entre ellos.

»Y tras esos matrimonios por conveniencia, por acuerdos políticos, apareció Sibila. Recuerdo muy bien la primera vez que vino a la corte. Acababa de casarse con el noble aragonés don Artal de Foces. Tenía diecisiete años y brillaba como Sirio en el horizonte invernal de una noche sin luna. Fue durante una recepción en el palacio Mayor de Barcelona. Don Pedro no quitó sus ojos ni un instante de la bella ampurdanesa. Doña Leonor tal vez se diera cuenta del interés que aquella joven despertó en don Pedro, pero, si así fue, supo comportarse como siempre lo había hecho, con la dignidad de una gran reina.

»El resto ya lo sabéis —continuó el Canciller—, pues vos mismo habéis sido testigo privilegiado de todo: un anciano enamorado de una fogosa hembra treinta y tantos años menor. Una historia demasiado común, querido amigo, pero no por ello menos interesante: la del viejo que, sintiendo llegar el fin de sus días, quiere saborear sus últimos sorbos de deseo y agotar todas sus energías en el placer que a esa edad sólo proporciona el sexo voluptuoso, el que a don Pedro le ofrece Sibila.

—Si sólo fuera eso, una cuestión de amor y sexo, no tendríamos apenas problemas, pero la reina quiere gobernar, quiere ser la referencia de la corte. Y los mercaderes barceloneses pretenden influir en el rey a través de la reina; Sibila es el instrumento necesario para sus planes —dijo Santa Pau.

—Y no podéis imaginar de qué modo están presionando ante el rey. Hoy mismo me ha dicho uno de mis agentes que Jaime de Cabrera y Bernardo de Forciá asistirán dentro de un par de días a una reunión con Pere Ferrer en Barcelona. Van a realizar un último intento para que el rey convoque al fin la cruzada que tanto anhelan. La rebelión del conde de Ampurias ha supuesto para ellos un gran contratiempo, pues no la esperaban, pero no cejarán en su intento de que el rey acuda con sus tropas y con toda la escuadra a Tierra Santa.

El Canciller se mostraba muy preocupado.

—¿Y qué va a hacer don Juan?; en este asunto del conde de Ampurias se ha declarado neutral.

—La posición del príncipe es harto complicada. No puede ayudar a su cuñado el conde porque supondría declarar la guerra a su padre el rey, en cuyo caso podría ser acusado de felón y perdería sus derechos sucesorios; pero tampoco puede renegar del conde, pues es uno de los pocos nobles que siempre ha estado a su lado, incluso se atrevió a asistir a su boda con doña Violante desafiando la ira del rey, además, si abandonara por completo al conde de Ampurias, su posición ante Francia quedaría muy debilitada y perdería sus principales apoyos internacionales. Don Juan está intentando mantener un precario equilibrio entre todas las partes. He sabido que ha recabado de un astrólogo su presencia en Gerona para que le aconseje sobre la conveniencia de mantener su apoyo al papa Clemente VII.

—¿Y don Martín? —inquirió Santa Pau.

—Probablemente don Martín es el más astuto de todos los miembros de la casa real. Está encantado con la idea de que su hijo don Martín el Joven sea rey de Sicilia y no cesa de maquinar para lograrlo. Hace unos días me planteó la idea de traer a la reina doña María de Sicilia e instalarla en su castillo de Játiva, y don Pedro está de acuerdo con ese plan.

—Es una lástima que no dispongamos de un agente entre el personal de servicio de la reina —lamentó Santa Pau.

—¿Todavía echáis de menos a Francesca? —le preguntó el Canciller.

—No, no es eso…

—Nadie sabe dónde se ha escondido vuestra antigua amante…, si es que permanece escondida.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Que tal vez esté muerta. Si Jaime de Cabrera descubrió su doble juego, si se enteró de que trabajaba para nosotros, en ese caso la vida de Francesca estaba sentenciada.

—Francesca sabía cuidar de sí misma.

—Era una mujer que vivía en el límite.

—Todos nosotros vivimos en el límite —concluyó Santa Pau.

Villafranca del Penedés, principios de septiembre de 1384

—¡No habrá cruzada!, no antes de que ese maldito traidor y rebelde conde de Ampurias sea sometido —clamaba don Pedro en su palacio de Villafranca del Penedés.

El rey había enviado a uno de sus agentes a Aviñón para tratar con don Juan Fernández de Heredia la organización de una cruzada. El maestre de los Hospitalarios, una vez más, no creyó posible el triunfo de una expedición a Tierra Santa sin antes asegurar los ducados griegos y la propia fidelidad de todos los nobles catalanes y aragoneses.

Don Pedro, con la información que su agente trajo de Aviñón, había convocado una reunión urgente del Consejo real. A Villafranca habían acudido todos los consejeros del rey, ahora claramente alineados en dos bandos encabezados por el Canciller y por don Jaime de Cabrera.

—Pero majestad, el tiempo pasa, se acerca el año de la profecía, el año del Apocalipsis —alegó Cabrera.

—No veo claro que el próximo año sea el del fin del mundo —dijo don Pedro.

—Los signos están ahí: peste, hambre, muerte…, y ahora la guerra en vuestros propios dominios.

—Mi decisión es clara, no podemos ir a Jerusalén dejando a un traidor a nuestras espaldas; primero debemos pacificar el condado de Ampurias.

—Habéis tomado una sabia decisión, majestad —intervino el Canciller.

—Es la única que puedo adoptar mientras ese conde rebelde esté alzado en armas contra mí.

—¡Ese puede ser el inicio de la cruzada! —clamó Bernardo de Forciá.

El hermano de la reina había sido aleccionado en la reunión mantenida con Pere Ferrer en Barcelona unos días antes del Consejo. El cabecilla de los mercaderes había conminado al hermano de la reina a que interviniera de manera mucho más decisiva ante su cuñado el rey para conseguir que las galeras del soberano de Aragón zarparan cuanto antes hacia Tierra Santa, o en caso contrario le había amenazado con retirarle de inmediato la cuantiosa asignación que recibía.

—Mi hermano tiene razón, amado esposo, escuchadle —intervino la reina.

Don Pedro asintió con un gesto a que hablara Bernardo de Forciá.

—Si reclutamos un gran ejército para someter al conde de Ampurias, ese mismo ejército podría zarpar de inmediato hacia Tierra Santa. Disponed, majestad, que cincuenta galeras estén listas a fines de otoño en el puerto de Ampurias. Desde allí, y tras derrotar al conde, zarparíamos hacia Jerusalén.

—Eso es imposible. Aunque pudiéramos reunir cincuenta galeras, no estarían armadas ni dispondrían de la tripulación suficiente para poder navegar hasta las costas orientales del Mediterráneo —objetó el Canciller—, haría falta al menos un año para preparar semejante expedición.

—Vos, Santa Pau, habéis viajado y peleado en el Mediterráneo, ¿qué opináis? —inquirió el rey.

—Majestad, cincuenta galeras son todas las que disponemos en nuestros arsenales. Si se enviaran a la vez a Tierra Santa, nuestras costas quedarían completamente a merced de los corsarios berberiscos, e incluso de los castellanos, que se han reforzado mucho en su puerto de Cartagena. Pertrechar cincuenta galeras de guerra para esa cruzada supondría, como ha calculado el Canciller, no menos de diez meses de preparación —aseguró Santa Pau.

—Podemos hacerlo en tres meses; os doy mi palabra, majestad —terció Cabrera.

—Tal vez puedan zarpar las cincuenta galeras en tres meses, pero esa empresa estaría abocada al fracaso —intervino ahora el Canciller.

—Es nuestra última oportunidad, sólo quedan unos meses para 1385 —insistió Cabrera.

—Volvéis a aducir una fecha que no significa nada —replicó el Canciller dirigiéndose por primera vez a Cabrera.

—La profecía es cierta.

—En ese caso, poco importa que lleguemos o no a Jerusalén, el mundo se acabará de todas formas —ironizó el Canciller.

—No si su majestad se corona rey de Jerusalén. Sólo así se puede salvar a la cristiandad, y al mundo —alegó Cabrera.

—Tenemos el Grial, con él en nuestras manos no podemos fracasar —intervino doña Sibila—. Esposo mío, vos sois el más grande monarca de la cristiandad, el más poderoso señor del Mediterráneo. Vuestras galeras surcan sus aguas sin oposición. Hablad con los venecianos, con los tártaros, incluso con los genoveses y bizantinos si es preciso, pero acudid a esa cruzada y coronaos rey de Jerusalén.

—Esta decisión es muy importante, tal vez la más importante de mi reinado. Dejadme meditar unos días —apostilló don Pedro.

—Majestad, no hay tiempo, las galeras deben partir desde Ampurias antes de que el invierno…

—¡Basta! He dicho que decidiré dentro de unos días —sentenció don Pedro cortando de raíz el último y desesperado intento de Bernardo de Forciá.

Barcelona, septiembre de 1384

—Hemos de actuar con toda rapidez. Si nada cambia las cosas, don Pedro acabará por ceder ante los requerimientos de su esposa, y no dudo que la Forciana estará en estos precisos momentos empleando todas sus artes para convencer al rey. Vi cómo brillaban sus ojos con la sola idea de coronarse reina de Jerusalén. Es de ese tipo de mujeres que arruinaría a todo un imperio por intentar lograr sus ambiciones.

El Canciller reflexionaba ante Santa Pau de vuelta en la cancillería de Barcelona, donde los dos altos funcionarios intentaban encontrar una solución para evitar una vez más que don Pedro zarpara al frente de sus galeras hacia la lejana Jerusalén. Sobre Barcelona descargaba una fuerte tormenta: el agua se encharcaba sobre las calles y las plazas y algunos rayos caían sobre las torres de las iglesias tras estruendosos relámpagos.

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