»Yo cambié mi verdadero nombre, Adela, por el de Francesca. Como ahora sabes, no busqué demasiado; me puse el nombre de la mujer que has visto lavar la ropa conmigo en el río. Es una sirvienta de mi familia que está en mi casa desde que yo nací; crecimos juntas y más que criada y señora, somos amigas.
»Las primeras semanas cumplí con mi papel de espía, pero pronto me di cuenta de que me había enamorado de ti y comencé a pasar información falsa a Cabrera. Él terminó por darse cuenta de mi engaño y…
—No sigas, el resto ya lo sé —terció Santa Pau.
—No sabes todo.
—Sí, lo sé, me lo contó Sara.
—¿Sara? —se extrañó Adela.
—Sara Riera, la sirvienta de palacio que te ayudó cuando ese canalla de Cabrera te…
—Me violó. Pero, ¿cómo me encontraste? Yo nunca dije a nadie quién era. Sólo lo saben Cabrera y el conde de Pallars.
—Seguí a Sara hasta su casa y hablé con ella. En cierta ocasión te oyó cantar una canción que hablaba de montañas nevadas y de un río llamado Flamisell. Localicé el río y vine hasta aquí preguntando a las gentes que me iba encontrando por los caminos y en las aldeas. Localizarte ha resultado más fácil de lo que yo pensaba. Y todo porque una vez cantaste una canción en la que se citaba el nombre de este río —dijo Santa Pau arrojando una piedrecita a la corriente.
—¿Sigues soltero? —preguntó Adela.
—El matrimonio no está hecho para hombres como yo.
—¿Sabe el Canciller que estás aquí?
—Sí; ese viejo zorro me consiguió un permiso, aunque oficialmente estoy realizando un informe sobre el estado de los castillos y fortalezas del condado.
Los dos antiguos amantes continuaron el paseo por la orilla del río hasta que el sol alcanzó lo más alto del cielo.
—Es casi mediodía. Deberíamos volver, tengo que ver a tu padre, el informe sobre las fortalezas…
Adela no lo dejó continuar, lo cogió de la mano y lo llevó hasta unos arbustos tras los cuales había un pequeño prado. La hija del señor de Espuy se quitó el pañuelo que le recogía el cabello y se tumbó sobre la hierba invitando con la mirada y con su mano a Santa Pau a hacer lo mismo. Jerónimo la besó, primero dulcemente, con ternura, y después con la desbordada pasión tanto tiempo contenida.
Los dos amantes se desvistieron el uno al otro como si en ello les fuera la vida y sus cuerpos desnudos se entrelazaron como las raíces a la tierra. Cuando Jerónimo la penetró, comprendió que aquella mujer se había convertido ya en parte de sí mismo y cuando se derramó dentro de ella, Adela sintió que la vida fluía de nuevo en sus extrañas.
—No quiero volver a perderte, no lo soportaría —dijo Santa Pau.
Adela lo besó.
—Vistámonos, mi padre estará a punto de regresar.
Cuando los dos amantes llegaron a la casa, el señor de Espuy, el padre de Adela, estaba desensillando su caballo. Era un hombre mayor, de unos cincuenta años, de complexión fuerte, pelo cano ya escaso y ojos de mirada noble y sincera.
—Padre, este caballero es don Jerónimo de Santa Pau.
—Mi hija me ha hablado mucho de vos. Pero pasemos dentro, hay preparado un buen asado de cordero. Adrián, trae el mejor vino de la bodega, no todos los días puede uno sentar a un notario del rey a su mesa.
Santa Pau, Adela y el señor de Espuy comieron juntos en la sala grande de la casa. Al finalizar la comida, el padre de Adela propuso a Santa Pau dar un paseo mientras los criados escobaban los restos de la comida que quedaron esparcidos por el suelo, como dictaban las normas de buena educación, que consideraban de mal gusto dejar las sobras encima de la mesa.
Los dos hombres descendieron la ladera hacia el río comentando banalidades sobre la siguiente cosecha. Cuando llegaron a la orilla, el señor de Espuy se volvió hacia Santa Pau y le dijo:
—Habéis venido por mi hija, ¿no es así? Lo de inspeccionar las fortalezas de este condado no es sino una excusa.
—Amo a vuestra hija. Desde que se marchó de Barcelona sin dejar rastro no he dejado de pensar en ella un solo día. Sufrió mucho por mi causa.
—No os lamentéis. El verdadero y único culpable de cuanto le ha pasado soy yo. Imagino que os ha contado por qué se marchó de aquí.
—Sí, algo hemos hablado esta mañana.
—Supongo, en ese caso, que me consideraréis un miserable por no haber defendido el honor de mi hija.
—No soy quién para juzgar a nadie, y menos a vos.
—Tal vez si os confieso mis orígenes entenderéis… El padre de Adela se sentó sobre una gran piedra a orillas del Flamisell e indicó a Santa Pau que hiciera lo mismo.
—Este río fue la clave para encontrar a Adela —comentó Jerónimo señalando la corriente.
—Mi vida ha estado anclada a este río desde que nací. Escuchadme: Mi abuelo llegó a este valle hace más de setenta años. Venía del otro lado de las montañas, del reino de Francia, de donde tuvo que salir perseguido por la Inquisición. Toda su familia, su mujer, sus hijos, sus padres, fueron quemados en la hoguera por herejes: eran cataros. Unos pocos pudieron huir atravesando las cumbres nevadas y se instalaron en los valles pirenaicos aragoneses y catalanes. Mi abuelo había sido uno de los dirigentes de los cataros y fue quien coordinó la resistencia frente a la cruzada que el papado organizó contra ellos. Pero nada pudo hacer ante las fuerzas combinadas del rey de Francia y del papa de Roma. Los cataros fueron derrotados, perseguidos y exterminados. Mi abuelo se refugió en el condado de Pallars y su conde lo admitió a su servicio gracias a sus conocimientos militares y, sobre todo, a su experiencia en la construcción de fortalezas. Como pago a los servicios que le prestó, le concedió el señorío de esta aldea, que a su muerte heredó mi padre y después yo mismo.
»Pero la concesión del señorío no sirvió para hacer olvidar la procedencia de nuestra familia. El secreto quedó en manos de los condes de Pallars, que han seguido utilizándolo para asegurarse nuestra fidelidad.
»Cuando el conde de Pallars se fijó en Adela intenté defender a mi hija, pero me amenazó con acusarme ante el obispo de hereje. Además cometí un error. El conde me dijo que quería ganar los favores de una joven doncella y me preguntó si conocía algún método para lograrlo. Yo le dije que en la tierra de mis antepasados se usaba un hechizo que consistía en tomar un pergamino en una noche de luna creciente y escribir el nombre de la doncella en una cara y en la otra las palabras mágicas «Melchiael Bareschas», después poner el pergamino en el suelo con el nombre de la joven hacia abajo, colocar el pie derecho sobre el pergamino y una rodilla en tierra, buscar la estrella más alta en el cielo y con una vela en la mano esperar una hora pidiendo que la joven se rinda al amor. También le enseñé el uso de plantas medicinales, que algunos consideran mágicas, como el clavelón, la ortiga, el beleño, el muérdago o la verbena. Hice todo eso como una simple broma, a modo de divertimento, en ningún momento pensé que el conde me amenazara con utilizarlo para amenazarme, si no me plegaba a todos sus deseos con acusarme de hereje y brujo y hacer lo propio con Adela: «Ella arderá primero en la hoguera, y después lo harás tú, una vez que hayas visto cómo las llamas consumen el bello y joven cuerpo de tu hija», dijo.
—Deberíais haber solicitado la ayuda del rey.
—El conde de Pallars es uno de los más importantes nobles de la corte y amigo de los reyes. Es el único miembro de la alta nobleza que ha apoyado desde el principio a doña Sibila; ¿qué hubiera podido hacer el señor de Espuy, un pobre caballero de una olvidada aldea entre las montañas, frente al todopoderoso conde de Pallars? «Después de todo, ser la amante de un conde será para tu hija un orgullo», me dijo cuando se marchó tras haber pasado toda la noche con mi pequeña Adela.
El señor de Espuy hundió su cabeza entre sus manos y sollozó como un niño.
En el día de Jueves Santo el rey cumplió con la ceremonia tradicional de reunir a doce pobres en la capilla de palacio, lavarles los pies y ofrecer treinta dineros en recuerdo de la traición de Judas a Jesucristo. Aquellos días don Pedro estaba eufórico, pues a su buen estado de salud se unía la preparación de los festejos que tendrían lugar durante toda la Pascua con motivo del cincuenta aniversario de su coronación.
—Cincuenta años, Sibila, cincuenta años al frente de todos estos estados. Soy el monarca que lleva más tiempo reinando en cualquier nación de la cristiandad, tal vez en todo el mundo. Todo cuanto gastemos en estas fiestas creo que estará justificado.
Don Pedro y doña Sibila comían juntos en el palacio Mayor, desde donde se estaban organizando los festejos que iban a tener lugar en Barcelona con motivo del cincuentenario de la coronación de don Pedro como rey de Aragón y conde de Barcelona.
El acto central de las fiestas era un gran banquete que se celebraría el día de Pascua en el salón del Tinell, al que fueron invitados todos los grandes nobles de la Corona. Pero aquel domingo sólo estaban presentes la reina doña Sibila, su hija Isabel, los condes de Prades y de Pallars y algunos consejeros.
Las mesas rebosaban de pavos reales, timbales de carne con pasta de ave, frutas escarchadas, pechugas de faisán con salsa de azúcar y jengibre y ricos vinos del Penedés, de Grecia y de Sicilia. Pero a la mesa no acudió la mayor parte de la alta nobleza. Allí no estaban los grandes señores de los estados del rey Aragón ni las grandes familias de la oligarquía financiera barcelonesa. Aquellos orgullosos aristócratas, que se creían con iguales títulos y dignidades que el mismísimo rey, se habían conjurado para no acudir a la ceremonia de exaltación de don Pedro.
Durante tres días la ciudad de Barcelona fue una continua fiesta en la que la calle estuvo ocupada por titiriteros valencianos; por teatrillos al estilo italiano, con marionetas fabricadas para la ocasión por el carpintero de la corte con tejido de Bretaña, gamuza, papel dorado y cristal; por bufones con cascabeles, libreas y gorros amarillos y por carrozas con muñecos de tamaño natural que representaban vidas de santos y héroes. Todos los estados del rey de Aragón habían contribuido a los gastos de las fiestas en las que la música y la danza inundaron las calles y plazas de Barcelona.
—Se acordarán de mí, estos desagradecidos nobles se acordarán de su rey —bramaba don Pedro al finalizar el banquete en el que la mitad de los asientos del gran salón del Tinell quedaron vacíos.— Mañana —continuó dirigiéndose al Canciller— venid a palacio a primera hora, van a saber quién es Pedro de Aragón.
El lunes al punto de la mañana el Canciller se presentó en palacio acompañado por dos de sus ayudantes. El rey desayunaba unos huevos revueltos, queso fresco con miel y leche aromatizada con canela. Estaba tan ansioso por actuar contra la aristocracia que hizo pasar al Canciller y a sus dos ayudantes interrumpiendo el desayuno.
—Sentaos los tres, les indicó.
—Majestad —saludó el Canciller.
—Quiero reformar las ordenanzas y estatutos de Barcelona. Los tejedores, bataneros y tintoreros me han transmitido sus quejas por el desgobierno de la municipalidad y por los abusos de los consellers. Hace ya tiempo que conozco el mal gobierno de esta ciudad y no quiero que siga por esos derroteros. Varios representantes de gremios de mercaderes y artesanos me han entregado un proyecto de reforma de los estatutos que quiero sancionar cuanto antes. Este proyecto está basado en la división de la población en tres categorías: ciudadanos honrados, mercaderes y artesanos. Los consellers serán seis, dos por cada uno de estos grupos, y no cinco como hasta ahora; estos grupos participarán también en el Consejo de Ciento. Todos los consellers deberán dar cuenta del ejercicio de su oficio y abriré una encuesta para estudiar las responsabilidades de la gestión de los consellers que hayan ejercido el cargo en los últimos veinticinco años. El Canciller escuchaba al rey con la boca abierta. Nacido en el seno de la aristocracia urbana, no entendía otra forma de gobierno que no fuera el de los poderosos, el de los autodenominados «ciudadanos honrados». Consideraba que la ciudad debía estar gobernada por los más ricos, por los ciudadanos dueños de las más importantes fortunas y las rentas más altas. Si los comerciantes y los artesanos entraban a formar parte del gobierno de la ciudad, todo lo que significaba Barcelona podía venirse abajo. Si aquellas reformas se ponían en práctica, sin duda después vendrían otras y toda una forma de vida se acabaría con ellas. Lo que don Pedro proponía era una verdadera subversión del orden social, un orden que el monarca tenía la obligación de garantizar, pero que en ningún caso podía cambiar; ese orden social era el que Dios había impuesto al hombre y en él debía desarrollarse la vida de la ciudad. Los nobles y la aristocracia urbana, las grandes familias dueñas de la tierra y del dinero, eran los garantes de ese orden y el rey tenía que ser su máximo defensor.
El Canciller se mordió los labios, apretó los puños y dijo:
—Majestad, si lleváis adelante esa propuesta de reformas, si nuestro orden se resquebraja, si el gobierno de las cosas públicas cae en manos de los artesanos y de los mercaderes, si los vínculos de la sangre y la nobleza no se respetan, entonces todo el entramado social que hace posible la vida en la ciudad se destruirá. Dios y la naturaleza han otorgado a cada clase su función: la aristocracia gobierna, los clérigos rezan y los campesinos, los mercaderes y los artesanos trabajan. Así ha sido desde el principio de los tiempos y así debe continuar siempre. Si esta distribución de papeles se altera, acabará trastocándose el orden divino de las cosas y eso conducirá a la catástrofe y a la ruina a todo el cuerpo social.
—No he leído en ninguna parte de la Biblia que Dios haya dicho que la ciudad de Barcelona deba estar gobernada como lo está siendo ahora. Y en cuanto a esos aristócratas a los que os referís, todos juntos valen tanto como un montón de estiércol. Las reformas que he planeado para Barcelona se pondrán en marcha lo quieran o no los actuales consellers, y vos, Canciller, seréis el encargado de sacarlas adelante.
—Majestad, esas reformas son un grave error, los «ciudadanos honrados» y el Consejo de Ciento se negarán a ratificarlas.
—Me importa un comino lo que piensen los «ciudadanos honrados». Soy rey de Aragón y conde de Barcelona, señor natural de todos estos estados y ciudades, y se harán las reformas tal cual yo diga.
Durante una semana la Cancillería trabajó intensamente en la reforma de los estatutos y ordenanzas del gobierno municipal de Barcelona. El Canciller tuvo que asistir impotente a las reuniones que el rey y varios consejeros celebraban en el palacio Mayor, en las que Jaime de Cabrera, Bernardo de Forciá y el rico mercader Ramón Ferrer imponían la mayoría de sus criterios.